lunes, 2 de septiembre de 2013

Cuentos de la literatura universal (algunos han sido recopilados de ciudadseva.com)



PANTCHATANTRA
(ANÓNIMO)
    En cierto lugar vivía un brahmán llamado Svabhakripana, que tenía una olla llena de arroz, que le habían dado de limosna y que le había sobrado de la comida. Colgó esta olla de un clavo en la pared, puso su cama debajo y pasó la noche mirándola sin quitarle la vista de encima, pensando así:
    “Esta olla está completamente llena de harina de arroz. Si sobreviene ahora una época de hambre, podré sacarle cien monedas de plata. Con las monedas compraré un par de cabras. Como éstas crían cada seis meses, reuniré todo un rebaño. Después, con las cabras compraré vacas. Cuando las vacas hayan parido, tendré muchos caballos. Con la venta de éstos reuniré gran cantidad de oro. Por el oro me darán una casa de cuatro salas.                                                                  
    Entonces vendrá a mi casa un brahmán y me dará en matrimonio a su hija hermosa y bien dotada. Ella dará a luz un hijo. Al hijo le llamaré Somasarmán. Cuando tenga edad para saltar sobre mis rodillas, cogeré un libro, me iré a la caballeriza y me pondré a estudiar. Entonces me verá Somasarmán y, deseoso de mecerse en mis rodillas, dejará el regazo materno y vendrá hacia a mí, acercándose a los caballos. Yo, enfadado, gritaré a la brahmana: ‘¡Coge al niño! ¡Coge al niño!’ Pero ella, ocupada en las faenas no oirá mis palabras. Yo me levantaré entonces y le daré un puntapié.”
    Tan embargado estaba en estos pensamientos, que dio un puntapié y rompió la olla, y él quedó todo blanco con la harina de arroz que había adentro, y que le cayó encima. Por eso digo yo: “El que hace sobre el porvenir proyectos irrealizables se queda blanco como el padre Somasarmán.

Lectura del libro: Antología Universal de Lucila Marrero


Las mil y una noches III
[Libro de cuentos]
Anónimo
HISTORIA DEL PESCADOR Y DEL EFRIT
"He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que había un pescador, hombre de edad avanzada, casado, con tres hijos y muy pobre.
Tenía por costumbre echar las redes sólo cuatro veces al día y nada más Un día entre los días, a las doce de la mañana, fue a orillas del mar, dejó en el suelo la cesta, echó la red, y estuvo esperando hasta que llegara al fondo. Entonces juntó las cuerdas y notó que la red pesaba mucho y no podía con ella. Llevó el cabo a tierra y lo ató a un poste. Después se desnudó y entró en el mar, maniobrando en torno de la red, y no paró hasta que la hubo sacado. Vistióse entonces muy alegre y acercándose a la red, encontró un borrico muerto. Al verlo, exclamó desconsolado: "¡Todo el poder y la fuerza están en Alah, el Altísimo y el Omnipotente!" Luego dijo: "En verdad que este donativo de Alah es asombroso." Y recitó los siguientes versos:
¡Oh buzo, que -giras ciegamente en las tinieblas de la noche y de la perdición! -¡Abandona esos penosos trabajos; la fortuna no gusta del movimiento!
Sacó la red, exprimiéndola el agua, y cuando hubo acabado de exprimirla, la tendió de nuevo. Después, internándose en el agua, exclamó: "¡En el nombre de Alah!" Y arrojó la red de nuevo, aguardando que llegara al fondo. Quiso entonces sacarla, pero notó que pesaba mas que antes y que estaba más adherida, por lo, cual la creyó repleta de una buena pesca; y arrojándose otra vez al agua, la sacó al fin con gran trabajo, llevándola a la orilla, y encontró una tinaja enorme, llena de arena y de barro. Al verla, se lamentó mucho y recitó estos versos:
¡Cesad, vicisitudes de la suerte, y apiadaos de los hombres!
¡Qué tristeza! ¡Sobre la tierra ninguna, recompensa es igual al mérito ni digna del esfuerzo realizado por alcanzarla!
¡Salgo de casa a veces para buscar candorosamente la fortuna; y me enteran de que la fortuna hace mucho tiempo que murió!
¿Es así, ¡oh fortuna! como dejas, a los sabios en la sombra, para que los necios gobiernen el mundo?
Y luego, arrojando la tinaja lejos de él, pidió perdón a Alah por su momento de rebeldía y lanzó la red por vez tercera, y al sacarla la encontró llena de trozos de cacharros y vidrios. Al ver esto, recitó todavía unos versos de un poeta:
¡Oh poeta! ¡Nunca soplará hacia ti el viento de la fortuna! ¿Ignoras, hombre ingenuo, que ni tu pluma de caña ni las líneas armoniosas de la escritura han de enriquecerte jamas?
Y alzando la frente al cielo; exclamó: "¡Alah! ¡Tú sabes que yo no echo la red mas que cuatro veces por día, y ya van tres!" Después invocó nuevamente el nombre de Alah y lanzó la red, aguardando que tocase el fondo. Esta vez, a pesar de todos sus esfuerzos, tampoco conseguía sacarla, pues a cada tirón se enganchaba más en las rocas del fondo. Entonces dijo: "¡No hay fuerza ni poder mas que en Alah!" Se desnudó, metiéndose en el agua y maniobrando alrededor de la red, hasta que la desprendió y la llevó a tierra. Al abrirla encontró un enorme jarrón de cobre dorado, lleno e intacto. La boca estaba cerrada con un plomo que ostentaba el sello de nuestro Señor Soleimán, hijo de Daud. El pescador se puso muy alegre al verlo, y se dijo: "He aquí un objeto que venderé en el zoco de los caldereros, porque bien vale sus diez dinares de oro." Intentó mover el jarrón, pero hallándolo muy pesado, se dijo para sí: "Tengo que abrirlo sin remedio; meteré en el saco lo que contenga y luego lo venderé en el zoco de los caldereros." Sacó el cuchillo y empezó a maniobrar, hasta que levantó el plomo. Entonces sacudió el jarrón, queriendo inclinarlo para verter el contenido en el suelo. Pero nada salió del vaso, aparte de una humareda que subió hasta lo azul del cielo y se extendió por la superficie de la tierra. Y el pescador no volvía de su asombro. Una vez que hubo salido todo el humo, comenzó a condensarse en torbellinos, y al fin se convirtió en un efrit cuya frente llegaba a las nubes, mientras sus pies se hundían en el polvo. La cabeza del efrit era como una cúpula; sus manos semejaban rastrillos; sus piernas eran mástiles; su boca, una caverna; sus dientes, piedras; su nariz, una alcarraza; sus ojos, dos antorchas, y su cabellera aparecía revuelta y empolvada. Al ver a este efrit, el pescador quedó mudo de espanto, temblándole las carnes, encajados los dientes, la boca seca, y los ojos se le cegaron a la luz.
Cuando vio al pescador, el efrit dijo: "¡No hay más Dios que Alah, y Soleimán es el profeta de Alah!" Y dirigiéndose hacia el pescador, prosiguió de este modo: "¡Oh tú, gran Soleimán, profeta de Alah, no me mates; te obedeceré siempre, y nunca me rebelaré contra tus mandatos." Entonces exclamó el pescador: "¡Oh gigante audaz y rebelde, tú te atreves a decir que Soleimán es el profeta de Alah! Soleimán murió hace mil ochocientos años; y nosotros estamos al fin de los tiempos. Pero ¿qué historia vienes a contarme? ¿Cuál es el motivo de que estuvieras en este jarrón?"
Entonces el efrit dijo: "No hay más Dios que Alah. Pero permite, ¡oh pescador! que te anuncie una buena noticia." Y el pescador repuso: "¿Qué noticia es esa?" Y contestó el efrit: "Tu muerte. Vas a morir ahora mismo, y de la manera más terrible." Y replicó el pescador: "¡Oh jefe de los efrits! ¡mereces por esa noticia- que el cielo te retire su ayuda! ¡Pueda él alejarte de nosotros! Pero ¿por qué deseas mi muerte? ¿qué hice para merecerla? Te he sacado de esa vasija, te he salvado de una larga permanencia en el mar, y te he traído a la tierra." Entonces el efrit dijo: "Piensa y elige la especie de muerte que prefieras; morirás del modo que gustes." Y el pescador dijo: "¿Cuál es mi crimen para merecer tal castigo?" Y respondió el efrit: "Oye mi historia, pescador." Y el pescador dijo: "Habla y abrevia tu relato, porque de impaciente que se halla mi alma se me está saliendo por el pie." Y dijo el efrit:
"Sabe que yo soy un efrit rebelde. Me rebelé contra Soleimán, hijo de Daud. Mi nombre es Sakhr ElGenni. Y Soleimán envió hacia mí a su visir Assef, hijo de Barkhia, que me cogió a pesar de mi resistencia, y me llevó a manos de Soleimán. Y mi nariz en aquel momento se puso bien humilde. Al verme, Soleimán hizo su conjuro a Alah y me mandó que abrazase su religión y me sometiese a su obediencia. Pero yo me negué. Entonces mandó traer ese jarrón, me aprisionó en él y lo selló con plomo, imprimiendo el nombre del Altísimo. Después ordenó a los efrits fieles que me llevaran en hombros y me arrojasen en medio del mar. Permanecí cien años en el fondo del agua, y decía de todo corazón: "Enriqueceré eternamente al que logre libertarme." Pero pasaron los cien años y nadie me libertó. Durante los otros cien años me decía: "Descubriré y daré los tesoros de la tierra a quien me, liberte." Pero nadie me libró. Y pasaren. cuatrocientos años, y me dije: "Concederé tres cosas a quien me liberte." Y nadie me libró tampoco. Entonces, terriblemente encolerizado, dije con toda el alma: "Ahora mataré a quien me libre, pero le dejaré antes elegir, concediéndole la clase de muerte que prefiera." Entonces tú, ¡oh pescador! viniste a librarme, y por eso te permito que escojas la clase de muerte."
El pescador, al oír estas palabras del efrit; dijo: "¡Por Alah que la oportunidad es prodigiosa! ¡Y había de ser yo quien te libertase! ¡Indúltame, efrit, que Alah te recompensará! En cambio, si me matas, buscará quien te haga perecer." Entonces el efrit le dijo: "¡Pero si yo quiero matarte es precisamente porque me has libertado!" Y el pescador le contestó: "¡Oh jeique de los efrits, así es como devuelves el mal por el bien! ¡A fe que no miente el proverbio!" Y recitó estos versos:
¿Quieres probar la amargura de las cosas? ¡Sé bueno y servicial!
¡Los malvadas desconocen la gratitud!
¡Pruébalo, si quieres, y tu suerte será la de la pobre Magir, madre de Amer!
Pero el efrit le dijo: "Ya hemos hablado bastante. Sabe que sin remedio te he de matar." Entonces pensó el pescador: "Yo no soy mas que un hombre y él un efrit; pero Alah me ha dado una razón bien despierta. Acudiré a una astucia para perderlo. Veré hasta dónde llega su malicia." Y entonces dijo al efrit: "¿Has decidido realmente mi muerte?" Y el efrit contestó: "No lo dudes." Entonces dijo: "Por el nombre del Altísimo, que está grabado en el sello de Soleimán, te conjuro a que respondas con verdad a mi pregunta." Cuando el efrit oyó el nombre del Altísimo, respondió muy conmovido: "Pregunta, que yo contestaré la verdad. Entonces dijo el pescador: "¿Cómo has podido entrar por entero en este jarrón donde apenas cabe tu pie o tu mano?" El efrit dijo: "¿Dudas acaso de ello?" El pescador respondió: "Efectivamente, no lo creeré jamás mientras no vea con mis propios ojos que te metes en él."
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

PERO CUANDO LLEGÓ LA CUARTA NOCHE
Ella dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que cuando el pescador dijo al efrit que no le creería como no lo viese con sus propios ojos, el efrit comenzó a agitarse; convirtiéndose nuevamente en humareda que subía hasta el firmamento. Después se condensó, y empezó a entrar en el jarrón poco a poco, hasta el fin. Entonces el pescador cogió rápidamente la tapadera de plomo, con el sello de Soleimán, y obstruyó la boca del jarrón. Después, llamando al efrit, le dijo: "Elige y piensa la clase de muerte que más te convenga; si no, te echaré al mar, y me haré una casa junto a la orilla, e impediré a todo el mundo que pesque, diciendo: "Allí hay un efrit, y si lo libran quiere matar a los que le liberten." Luego enumeró todas las variedades de muertes para facilitar la elección. Al oirle, el efrit intentó salir, pero no pudo, y vio que estaba, encarcelado y tenía encima el sello de Soleimán, convenciéndose entonces de que el pescador le había encerrado en un calabozo contra el cual no pueden prevalecer ni los más débiles ni los más fuertes de los efrits. Y comprendiendo que el pescador le llevaría hacia el mar, suplicó: "¡No me lleves! ¡no me lleves!" Y el pescador dijo: "No hay remedio." Entonces, dulcificando su lenguaje, exclamó el efrit: "¡Ah pescador! ¿Qué vas a hacer conmigo?" El otro dijo: "Echarte al mar, que si has estado en él mil ochocientos años, no saldrás esta vez hasta el día del Juicio. ¿No te rogué yo que me dejaras la vida para que Alah te la conservase a ti y no me mataras para que Alah no te matase? Obrando infamemente rechazaste mi plegaria. Por eso Alah te ha puesto en mis manos, y no me remuerde el haberte engañado." Entonces dijo el efrit: "Abreme el jarrón y te colmaré de beneficias." El pescador respondió: "Mientes, ¡oh maldito! Entre tú y yo pasa exactamente lo, que ocurrió entre el visir del rey Yunán y el médico Ruyán."
Y el efrit dijo: "¿Quiénes eran el visir del rey Yunán y el médico Ruyán?... ¿Qué historia es esa?"

HISTORIA DEL VISIR DEL REY YUNÁN Y DEL MEDICO RUYÁN
El pescador dijo:
"Sabrás, ¡oh efrit! que en la antigüedad del tiempo y en lo pasado de la edad, hubo en la ciudad de Fars, en el país de los ruman, un rey llamado Yunán. Era rico y poderoso, señor de ejércitos, dueño de fuerzas considerables y de aliados de todas las especies de hombres. Pero su cuerpo padecía una lepra que desesperaba a los médicos y a los sabios. Ni drogas, ni píldoras, ni pomadas le hacían efecto alguno, y ningún sabio pudo encontrar un eficaz remedio para la espantosa dolencia. Pero cierto día llegó a la capital del rey Yunán un médico anciano de renombre, llamado Ruyan. Había estudiado los libros griegos, persas, romanos, árabes y sirios, así como la medicina y la astronomía, cuyos principios y reglas no ignoraba, así como sus buenos y malos efectos. Conocía las virtudes de las plantas grasas y secas y también sus buenos y, malos efectos. Por último, había profundizado la filosofía y todas las ciencias médicas y otras muchas además. Cuando este médico llegó a la ciudad y permaneció en ella algunos días, supo la historia del rey y de la lepra que le martirizaba por la voluntad de Alah, enterándose del fracaso absoluto de todos los médicos y sabios. Al tener de ello noticia, pasó muy preocupado la noche. Pero no bien despertó por la mañana (al brillar la luz del día y saludar el sol al mundo, magnífica decoración del Optimo) se puso su mejor traje y fue a ver al rey Yunán. Besó la tierra entre las manos del rey e hizo votos por la duración eterna de su. poderío y de las gracias de Alah y de todas las mejores cosas. Después le enteró de quien era, y le dijo: "He averiguado la enfermedad que atormenta tu cuerpo y he sabido que un gran número de médicos, no ha podido encontrar el medio de curarla. Voy, ¡oh rey! a aplicarte mi tratamiento, sin hacerte beber medicinas ni untarte con pomadas." Al oírlo, el rey. Yunán se asombró mucho, y le dijo: "¡Por Alah! que si me curas te enriquecerá hasta los hijos de tus hijos, te concederé todos tus deseos y serás mi compañero y amigo" En seguida le dio un hermoso traje y otros presentes, y añadió: "¿Es cierto que me curarás de esta enfermedad sin medicamentos ni pomadas?" Y respondió el otro: "Sí, ciertamente. Te curaré sin fatiga ni pena para tu cuerpo." El rey le dijo, cada vez más asombrado: "¡Oh gran médico! ¿Qué día. y que momento verán realizarse lo que acabas de prometer? Apresúrate a hacerlo, hijo mío." Y el medico contestó:. "Escucho y obedezco."
Entonces salió del palacio y alquiló una casa, donde instaló sus libros, sus remedios y sus plantas aromáticas. Después hizo extractos de sus medicamentos y de sus simples, y con estos extractos construyó un mazo corto y encorvado, cuyo mango horadó, y también hizo una pelota, todo esto lo mejor que pudo. Terminado completamente su trabajo, al segundo día fue a palacio, entró en la cámara del rey y besó la tierra entre sus manos. Después le prescribió que fuera a caballo al meidán y jugara con la bola y el mazo.
Acompañaron al rey sus emires, sus chambelanes, sus visires y los jefes del reinó. Apenas había llegado al meidán, se le acercó el médico y le entregó el mazo, diciéndole: "Empúñalo de este modo y da con toda tu fuerza en la pelota. Y haz de modo que llegues a sudar. De ese modo el remedio penetrará en la palma de la mano y circulará por todo tu cuerpo. Cuando transpires y el remedio haya tenido tiempo de obrar, regresa a tu palacio, ve en seguida a bañarte al hamman, y quedarás curado. Ahora, la paz sea contigo."
El rey Yunán cogió el mazo que le alargaba el médico, empuñándolo con fuerza. Intrépidos jinetes montaron a caballo y le echaron la pelota. Entonces empezó a galopar detrás de ella para alcanzarla y golpearla, siempre con el mazo bien cogido. Y no dejó de golpear hasta que transpiró bien por la palma de la mano y por todo el cuerpo, dando lugar a que la medicina obrase sobre el organismo. Cuando el médico Ruyán vio que el remedio había circulado suficientemente, mandó al rey que volviera a palacio para bañarse en el hammam. Y el rey marchó en seguida y dispuso que le prepararan el hammam. Se lo prepararon con gran prisa, y los esclavos apresuráronse también a disponerle la ropa. Entonces el rey entró en el hammam y tomó el baño, se vistió de nuevo y salió del hammam para montar a caballo, volver a palacio y echarse a dormir.
Y hasta aquí lo referente al rey Yunán. En cuanto al médico Ruyán, éste regresó a su casa, se acostó, y al despertar por la mañana fue a palacio, pidió permiso al rey para entrar, lo que éste le concedió, entró, besó la tierra entre sus manos y empezó por declamar gravemente algunas estrofas:
¡Si la elocuencia te eligiese como padre, reflorecería! ¡Y no sabría elegir ya a otro más que a ti!
¡Oh rostro radiante, cuya claridad borraría la llama de un tizón encendido!
¡Ojalá ese glorioso semblante siga con la luz de su frescura y alcance a ver cómo las arrugas surcan la cara del Tiempo!
¡Me has cubierto con los beneficias de tu generosidad, como la nube bienhechora cubre la colina!
¡Tus altas hazañas te han hecho alcanzar las cimas de la gloria y eres el amado del Destino, que ya no puede negarte nada!
Recitados los versos, el rey sé puso de pie; y cordialmente tendió sus brazos al médico. Luego, le sentó a su lado, y le regaló magníficos trajes de honor.
Porque, efectivamente, al salir del hammam el rey se había mirado el cuerpo, sin encontrar rastro de lepra, y vio su piel tan pura como la plata virgen. Entonces se dilató con gran júbilo su pecho. Y al otro día, al levantarse el rey por la mañana, entró en el diván; se sentó en el trono y comparecieron los chambelanes y grandes del reino, así como él médico Ruyán. Por esto, al verle, el rey se levantó apresuradamente y le hizo sentar a su lado. Sirvieron a ambos manjares y bebidas durante todo el día. Y al anochecer, el rey entregó al médico dos mil dinares, sin contar los trajes de honor y magníficos presentes, y le hizo montar su propio corcel. Y entonces el médico se despidió y regresó a su casa.
El rey no dejaba de admirar el arte del médico ni de decir: "Me ha curado por el exterior de mi cuerpo sin untarme con pomadas. ¡Oh Alah! ¡Qué ciencia tan sublime! Fuerza es colmar de beneficios a este hombre y tenerle para siempre como compañero y amigo afectuoso." Y el rey Yunán se acostó, muy alegre de verse con el cuerpo sano y libre de su enfermedad.
Cuando al otro día se levantó el rey y se sentó en el trono, los jefes de la nación pusiéronse de pie, y los emires y visires se sentaron a su derecha y a su izquierda. Entonces mandó llamar al médico Ruyán, que acudió y besó la tierra entre sus manos. El rey se levantó en honor suyo, le hizo sentar a su lado, comió en su compañía, le deseó larga vida y le dio magníficas telas y otros presentes, sin dejar de conversar, con él hasta el anochecer, y mandó le entregaran a modo de remuneración cinco trajes de honor y mil dinares. Y así regresó el médico a su casa, haciendo votos por el rey.
Al levantarse por la mañana, salió el rey y entró en el diván, donde le rodearon los emires, los visires y los chambelanes. Y entre los visires había uno de cara siniestra, repulsiva, terrible, sórdidamente avaro, envidioso y saturado de celos y de odio. Cuando este visir vio que el rey colocaba a su lado al médico Ruyán y le otorgaba tantos beneficios, le tuvo envidia y resolvio secretamente perderlo. El proverbio lo dice: "El envidioso ataca a todo el mundo. En el corazón del envidioso está emboscada la persecución, y la desarrolla si dispone de fuerza o la conserva latente la debilidad," El visir se acercó al rey Yunán, besó la tierra entre sus, manos, y dijo: "¡Oh rey del siglo y del tiempo, que envuelves a los hombres en tus beneficios! Tengo para ti un consejo de gran importancia, que no podría ocultarte sin ser un mal hijo. Si me mandas que te lo revele, yo te lo revelaré." Turbado entonces el rey por las palabras del visir, le dijo: "¿Qué consejo es el tuyo? El otro respondió: "¡Oh rey glorioso! los antiguos han dicho: "Quien no mire el fin y las consecuencias no tendrá a la Fortuna por amiga", y justamente acaba de ver al rey obrar con poco juicio otorgando sus bondades a su enemigo, al que desea el aniquilamiento de su reino, colmándole de favores, abrumándole con generosidades. Y yo, por esta causa, siento grandes temores por el rey." Al oir esto, el rey se turbó extremadamente, cambió de color; y dijo: "¿Quién es el que supones enemigo mío y colmado por mí de favores?" Y el visir respondió: "¡Oh rey! Si estás dormido, despierta, porque aludo al médico Ruyán." El rey dijo: "Ese es buen amigo mío, y para mí el más querido de los hombres, pues me ha curado con una cosa que yo he tenido en la mano y me ha librado de mi enfermedad, que había desesperado a los médicos. Ciertamente que no hay otro como él en este siglo, en el mundo entero, lo mismo en Occidente que en Oriente. ¿Cómo, te atreves a hablarme así de él? Desde ahora le voy a señalar un sueldo de mil dinares al mes. Y aunque le diera la mitad de mi reino, poco seria para lo que merece. Creo que me dices todo eso por envidia, como se cuenta en la historia, que he sabido; del rey Sindabad."
En aquel momento la aurora sorprendió a Schahrazada, que interrumpió su narración.
Entonces Doniazada le dijo: "¡Ah, hermana mía! ¡Cuán dulces, cuán puras, cuán deliciosas son tus palabras!" Y Schahrazada dijo: "¿Qué es eso comparado con lo que os contaré la noche próxima, si vivo todavía y el rey tiene a bien conservarme?" Entonces el rey dijo para sí: "¡Por Alah! No la mataré sin haber oído la continuación de su historia, que es verdaderamente maravillosa." Y el rey fue al diván, y juzgó, otorgó empleos, destituyó y despachó los asuntos pendientes hasta acabarse el día. Después se levantó el diván y el rey entró en su palacio.

Y CUANDO LLEGÓ LA QUINTA NOCHE
Ella dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que el rey Yunán dijo a su visir: "Visir, has dejado entrar en ti la envidia contra el médico, y quieres que yo lo mate para que luego me arrepienta, como se arrepintió el rey Sindabad después de haber matado al halcón." El visir preguntó: "¿Y cómo ocurrió eso?" Entonces el rey Yunán contó:

EL HALCÓN DEL REY SINDABAD
"Dicen que entre los reyes de Fars hubo uno muy, aficionado a diversiones, a paseos por los jardines y a toda especie de cacerías. Tenía un halcón adiestrado por él mismo, y no lo dejaba de día ni de noche pues hasta por la noche lo tenía sujeto al puño. Cuando iba de caza lo llevaba consigo, y le había colgado del cuello un vasito de oro, en el cual le daba de beber. Un día estaba el rey sentada en su palacio, y vio de pronto venir al wekil que estaba encargado de las aves de caza, y le dijo: "¡Oh rey de los siglos! Llegó la época de ir de caza." Entonces el rey hizo sus preparativos y se puso el halcón en el puño. Salieron después y llegaron a un valle, donde armaron las redes de caza. Y de pronto cayó una gacela en las redes. Entonces dijo el rey: "Mataré a aquel por cuyo lado pase la gacela." Empezaron a estrechar la red en torno de la gacela, que se aproximó al rey y se enderezó sobre las patas como si quisiera besar la tierra delante del rey. Entonces el rey comenzó a dar palmadas para hacer huir a la gacela, pero ésta brincó y pasó por encima de su cabeza y se internó tierra adentro. El rey se volvió entonces hacia los guardas, y vio que guiñaban los ojos maliciosamente, Al presenciar tal cosa, le dijo al visir: "¿Por qué se hacen esas señas mis soldados?" Y el visir contestó: "Dicen que has jurado matar a aquel por cuya proximidad pasase la gacela." Y el rey exclamó: "¡Por mi vida! ¡Hay que perseguir y alcanzar a esa gacela!" Y se puso a galopar, siguiendo el rastro, y pudo alcanzarla. El halcón le dio con el pico en los ojos de tal manera, que la cegó y la hizo sentir vértigos. Entonces el rey, empuñó su maza, golpeando con ella a la gacela hasta hacerla caer desplomada. En seguida descabalgó, degollándola y desollándola, y colgó del arzón, de la silla los despojos. Hacía bastante calor, y aquel lugar era desierto, árido, y carecía de agua. El rey tenía sed y también el caballo. Y el rey se volvió y vio un árbol del cual brotaba agua como manteca. El rey llevaba la mano cubierta con un guante de piel; cogió el vasito del cuello del halcón, lo llenó de aquella agua, y lo colocó delante del ave, pero ésta dio con la pata al vaso y lo volcó. El rey cogió el vaso por segunda vez, lo llenó, y como seguía creyendo que el halcón tenía sed, se lo puso delante, pero el halcón le dio con la pata por segunda vez y lo volcó. Y el rey se encolerizó, contra el halcón, y cogió por tercera vez el vaso, pero se la presentó al caballo, y el halcón derribó el vaso con el ala. Entonces dijo el rey: ¡Alah te sepulte, oh la más nefasta de las aves de mal agüero! No me has dejado beber, ni has bebido tú, ni has dejado que beba el caballo." Y dio con su espada al halcón y le cortó las alas. Entonces el halcón, irguiendo la cabeza; le dijo por señas. "Mira lo que hay en el árbol." Y el rey levantó los ojos y vio en el árbol una serpiente, y el líquido que corría era su veneno. Entonces el rey se arrepintió de haberle cortado las alas al halcón. Después se levantó, montó a caballo, se fue, llevándose la gacela, y llegó a su palacio. Le dio la gacela al cocinero, y le dijo: "Tómala y guísala." Luego se sentó en su trono, sin soltar al halcón. Pero el halcón, tras una especie de estertor, murió. El rey al ver esto, prorrumpió en gritos de dolor y de amargura por haber matado al halcón que le había salvado de la muerte.
¡Tal es la historia del rey Sindabad!"
Cuando el visir hubo oído el relato del rey Yunán, le dijo; "¡Oh gran rey lleno de dignidad! ¿que daño he hecho yo cuyos funestos efectos hayas tú podido ver?. Obro así por compasión hacia tu persona. Y ya verás como digo la verdad. Si me haces caso podrás salvarte, y si no, perecerás como pereció Un visir astuto que engañó al hijo de un rey entre los reyes.

HISTORIA DEL PRÍNCIPE Y LA VAMPIRO
El rey de que se trata tenía un hijo aficionadísimo a la caza con galgos, y tenía también un visir. El rey mandó al visir que acompañara a su hijo allá donde fuese. Un día entre los días, el hijo salió a cazar con galgas, y con él salió el visir. Y ambos vieron un animal monstruoso. Y el visir dijo al hijo del rey: "¡Anda contra esa fiera! ¡Persíguela!" Y el príncipe se puso a perseguir a la fiera, hasta que todos le perdieron de vista. Y de pronto la fiera desapareció en el desierto. Y el príncipe permanecía perplejo, sin saber hacia dónde ir, cuando vio en lo más alto del camino una joven esclava que estaba llorando. El príncipe le preguntó: "¿Quién eres?" Y ella respondió: "Soy la hija de un rey de reyes de la India. Iba con la caravana por el desierto, sentí ganas de dormir, y me caí de la cabalgadura sin darme cuenta. Entonces me encontré sola y abandonada." A estas palabras, sintió lástima el príncipe y emprendió la marcha con la joven, llevándola a la grupa de su mismo caballo. Al pasar frente a un bosquecillo, la esclava le dijo. "¡Oh señor, desearía evacuar una necesidad!" Entonces el príncipe la desmontó junto al bosquecillo, y viendo que tardaba mucho, marchó detrás de ella sin que la esclava pudiera enterarse. La esclava era una vampiro, y estaba diciendo a sus hijos: "¡Hijos míos, os traigo un joven muy robusto!" Y ellos dijeron: "¡Tráenoslo, madre, para que lo devoremos!" Cuando lo oyó el príncipe, ya no pudo dudar de su próxima muerte, y las carnes le temblaban de terror mientras volvía al camino. Cuando salió la vampiro de su cubil, al ver al príncipe temblar como un cobarde, le preguntó: "¿Por qué tienes miedo?" Y el dijo: "Hay un enemigo que me inspira temor:" Y prosiguió la vampiro: "Me has dicho que eres un príncipe.." Y respondió él: "Así es la verdad." Y ella le dijo: "Entonces, ¿por qué no das algún dinero a tu enemigo para satisfacerle?" El príncipe replicó: "No se satisface con dinero. Sólo se contenta con el alma. Por eso tengo miedo, como víctima, de una injusticia." Y la vampira le dijo: "Si te persiguen, como afirmas, pide contra tu enemigo la ayuda: de Alah, y Él te librará de sus maleficios y de los maleficios de aquellos de quienes tienes miedo." Entonces el príncipe levantó la cabeza al cielo y dijo: "¡Oh tú, que atiendes al oprimido que te implora, hazme triunfar de mi enemigo, y aléjale de mí, pues tienes poder para cuanto deseas!" Cuando la vampiro oyó estas palabras, desapareció. Y el príncipe pudo regresar al lado de su padre, y le dio cuenta del mal consejo del visir. Y el rey mandó matar al visir."
En seguida el visir del rey Yunán prosiguió de este modo:
"¡Y tú, oh rey, si te fías de ese médico, cuenta que te matará con la peor de las muertes! Aunque le hayas colmado de favores y le hayas hecho tu amigo, está preparando tu muerte. ¿Sabes por qué te curó de tu enfermedad por el exterior de tu cuerpo, mediante una cosa que tuviste en la mano? ¿No crees que es sencillamente para causar tu pérdida con una segunda cosa que te mandará también coger?" Entonces el rey Yunán, dijo: "Dices la verdad. Hágase según tu opinión, ¡oh visir bien aconsejado! Porque es muy probable que ese médico haya venido ocultamente como un espía para ser mi perdición. Si me ha curado con una cosa que he tenido en la mano, muy bien podría perderme con otra que, por ejemplo, me diera a oler." Y luego el rey Yunán dijo a su visir: "¡Oh visir! ¿que debemos hacer con él?" Y el visir respondió: "Haya que mandar inmediatamente que le traigan, y cuando se presente aquí degollarlo, y así te librarás de sus maleficios, y quedarás desahogado y tranquilo. Hazle traición antes que él te la haga a ti.". Y el rey Yunán dijo: "Verdad dices, ¡oh visir!" Después el rey mandó llamar al médico, que se presentó alegre, ignorando lo que había resuelto el Clemente. El poeta lo dice en sus versos:
¡Oh tú, que temes los embates del Destino, tranquilízate! ¿No sabes que todo está en las manos de aquel que ha formado la tierra?
¡Porque lo que está escrito, escrito está y no se borra nunca! ¡Y lo que no está escrito no hay por qué temerlo!
¡Y tú, Señor! ¿Podré dejar pasar un día sin cantar tus- alabanzas? ¿Para quién reservaría, si no, el don maravilloso de mi estilo rimado y mi lengua de poeta?,
¡Cada nuevo don que recibo de tus manos ¡oh Señor! es más hermoso que el precedente, y se anticipa a mis deseos!
Por eso, ¿cómo no cantar tu gloria, toda tu gloria, y alabarte en mi alma y en público?
¡Pero he de confesar que nunca tendrán mis labios elocuencia bastante ni mi pecho fuerza suficiente para cantar y para llevar los beneficios de que me has colmado!
¡Oh tú que dudas, confía tus asuntos a las manos de Alah, el único Sabio! ¡Y así que lo hagas, tu corazón nada tendrá que temer por parte de los hombres!
¡Sabe también que nada se hace por tu voluntad, sino por la voluntad del Sabio de los Sabios!
¡No desesperes, pues, nunca, y olvida todas las tristezas y todas las zozobras! ¿No sabes que las zozobras destruyen el corazón más firme y más fuerte?
¡Abandonáselo todo! ¡Nuestros proyectos no son mas que proyectos de esclavos impotentes ante el único Ordenador! ¡Déjate llevar! ¡Así disfrutaras de una paz duradera!
Cuando se presento el médico Ruyán; el rey le dijo- "¿Sabes por qué te he hecho venir a mi presencia?" Y el médico contestó: Nadie sabe lo desconocido, más que Alah el Altísimo." Y el rey le dijo: "Te he mandado llamar pata matarte y arrancarte el alma." Y el médico Ruyán, al oír estas palabras, se sinlió asombrado, con el más prodigioso asombro, y dijo: "¡Oh rey! ¿por qué me has de matar? ¿que falta he cometido?" Y el rey contestó: "Dicen que eres un espía y que viniste para matarme. Por eso te voy a matar, antes de que me mates." Después el rey llamó al porta-alfanje y le dijo: "¡Corta la cabeza a ese traidor y líbranos de sus maleficios!" Y el médico le dijo: "Consérvame la vida, y Alah te la conservará. No me mates, si no Alah te matará también."
Después retiró la súplica, como yo lo hice dirigiéndome a ti, ¡oh efrit! sin que me hicieras caso, pues, por el contrario, persististe en desear mi muerte.
Y en seguida el rey Yunán dijo al médico: "No podré vivir confiado ni estar tranquilo como no te mate. Porque si me has curado con una cosa que tuve en la mano, creo que me matarás con otra cosa que me des a oler o de cualquier otro modo." Y dijo el médico: "¡Oh rey! ¿esta es tu recompensa? ¿así devuelves mal por bien?" Pero el rey insistió: "No hay más remedio que darte la muerte sin demora." Y cuando el médico se convenció de que el rey quería matarle sin remedio, lloró y se afligió al recordar los favores que había hecho a quienes no los merecían. Ya lo dice el poeta:
¡La joven y loca Maimuna es verdaderamente bien pobre de espíritu! ¡Pero su padre, en cambio, es un hombre de gran corazón y considerado entre los mejores!
¡Miradle, pues! ¡Nunca anda sin su farol en la mano, y así evita el lodo de los caminos, el polvo de las carreteras y los resbalones peligro!
En seguida se adelantó el porta-alfanje, vendó los ojos al médico y, sacando la espada, dijo al rey: "Con tu venia." Pero el médico seguía llorando y suplicando al rey: "Consérvame la vida, y Alah te la conservará. No me mates, o Aláh te matará a ti." Y recitó estos versos de un poeta:
¡Mis consejos no tuvieron ningún éxito, mientras que los consejos de los ignorantes conseguían su propósito! ¡No recogí mas que desprecios!
¡Por esto, si logro vivir, me guardaré mucho de aconsejar! ¡Y si muero, mi ejemplo servirá a los demás para que enmudezca su lengua.!
Y dijo después al rey: "¿Esta es tu recompensa? He aquí que me tratas como hizo un cocodrilo." Entonces preguntó el rey: "¿Qué historia es esa de un cocodrilo?". Y el médico dijo: "¡Oh señor! No es posible contarla en este estado. ¡Por Alah sobre ti! Consérvame la vida, y Alah te la conservará." Y después comenzó a derramar copiosas lágrimas. Entonces algunos de los favoritos del rey se levantaran y dijeron: "¡Oh rey! Concédenos la sangre de este médico, pues nunca le hemos visto obrar en contra tuya; al contrario, le vimos librarte de aquella enfermedad que había resistido a los médicos y a los sabios." El rey les contestó. "Ignoráis la causa de que mate a este médico; si lo dejo con vida, mi perdición es segura, porque si me curó de la enfermedad con una cosa que tuve en la mano, muy bien podría matarme dándome a oler cualquier otra. Tengo mucho miedo de que me asesine para cobrar el precio de mi muerte, pues debe ser un espía que ha venido a matarme. Su muerte es necesaria; sólo así podré perder mis temores." Entonces el médico imploró otra vez: "Consérvame la vida, para que Alah te conserve; y no me mates, para que no te mate Alah."
Pero ¡oh efrit! cuando el médico se convenció de que el rey le quería matar sin remedio, dijo: "¡Oh rey! Si mi muerte es realmente necesaria, déjame ir a mi casa para despachar mis asuntos, encargar a mis parientes y vecinos que cuiden de enterrarme, y sobre todo para regalar mis libros de medicina. A fe que tengo un libro que es verdaderamente el extracto de los extractos y la rareza de las rarezas, que quiero legarte como un obsequio para que lo conserves cuidadosamente en tu armario." Entonces él rey preguntó al médico: "¿Qué libro es ése?" Y contestó el médico: "Contiene cosas inestimables; el menor de los secretos que revela es el siguiente: Cuándo me corten la cabeza, abre el libro, cuenta tres hojas y vuélvelas; lee en seguida tres renglones de la página de la izquierda, y entonces la cabeza cortada te hablará y contestará a todas las preguntas que le dirijas." Al oír estas palabras, el rey se asombró hasta el límite del asombro, y estremeciéndose de alegría y de emoción, dijo: "¡Oh médico! ¿Hasta cortandote la cabeza hablarás?" Y el médico respondió: "Sí, en verdad, ¡oh rey! Es, efectivamente, una cosa prodigiosa." Entonces el rey le permitió que saliera, aunque escoltado por guardianes, y el médico llegó a su casa, y despachó sus asuntos aquel día, y al siguiente día también. Y el rey subió al diván, y acudieron los emires, los visires, los chambelanes, los nawabs y todos los jefes del reino, y el diván parecía un jardín lleno de flores. Entonces entró el médico en el diván y se colocó de pie ante el rey, con un libro muy viejo y una cajita de colirio llena de unos polvos. Después se sentó y dijo: "Que me traigan una bandeja." Le llevaran una bandeja, y vertió los polvos, y los extendió por la superficie. Y dijo entonces: "¡Oh rey! coge ese libro, pero no lo abras antes de cortarme la cabeza. Cuando la hayas cortado colócala en la bandeja y manda que la aprieten bien contra los polvos para restañar la sangre. Después abrirás el libro." Pero el rey, lleno de impaciencia, no le escuchaba ya; cogió el libro y lo abrió, encontrando las hojas pegadas unas a otras. Entonces, metiendo su dedo en la boca, lo mojó con su saliva y logró despegar la primera hoja. Lo mismo tuvo que hacer con la segunda y la tercera hoja, y cada vez se abrían las hojas con más dificultad. De este modo abrió el rey seis hojas, y trató de leerías, pero no pudo encontrar ninguna clase de escritura. Y el rey diio: "¡Oh médico, no hay nada escrito!" Y el médico respondió: "Sigue volviendo más hojas del mismo modo." Y el rey siguió volviendo más hojas. Pero apenas habían pasado algunos instantes, circuló el veneno por el organismo del rey en el momento y en la hora misma, pues el libro estaba envenenado. Y entonces sufrió el rey horribles convulsiones, y exclamó` "¡El veneno circula!" Y después el médico Ruyán comenzó a improvisar versos, diciendo:
¡Esos jueces! ¡Han juzgado, pero excediéndose en sus derechos y contra toda justicia! ¡Y sin embargo, ¡oh Señor! ¡La justicia existe!
¡A su vez fueron juzgados! ¡Si hubieran sido íntegros y buenas, se les habría perdonado! ¡Pero oprimieron, y la suerte les ha oprimido y les ha abrumado con las peores tribulaciones!
¡Ahora son motivo de burla y de piedad para el transeúnte! ¡Esa es la ley! ¡Esto a cambio de aquello! ¡Y el Destino se ha cumplido con toda lógica!
Cuándo Ruyán el médico acababa su recitado, cayó muerto el rey. Sabe ahora, ¡oh efrit! que si el rey Yunán hubiera conservado al médico Ruyán, Alah a su vez le habría conservado. Pero al negarse; decidió su propia muerte.
Y si tú; ¡oh efrit! hubieses querido conservarme, Alah te habría conservado.
En este momento de su narración, Scháhrazada vio aparecer la mañana; y se calló discretamente. Y su hermana Doniazada le dijo: "¡Qué deliciosas son tus palabras!" Y Schabrazada contestó: "Nada es eso comparado con lo que os contaré la noche próxima, si vivo todavía y el rey tiene a bien conservarme." Y pasaron aquella noche en la dicha completa y en la felicidad hasta por la mañana. Después el rey se dirigió al diván. Y cuando termino el diván, volvió a su palacio y se reunió con los suyos.

Y CUANDO LLEGÓ LA SEXTA NOCHE
Schahrazada dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que cuando el pescador dijo al efrit: "Si me hubieras conservado, yo te habría conservado, pero no has querido más que mi muerte, y te haré morir prisionero en este jarrón y te arrojaré a ese mar", entonces el efrit clamó y dijo:"¡Por Alah sobre ti! ¡oh pescador, no lo hagas! Y consérvame generosamente, sin reconvenirme por mi acción, pues si yo fui criminal; tú debes ser benéfico, y los proverbios conocidos dicen: "¡Oh tú que haces bien a quien mal hizo, perdona sin restricciones el crimen del malhechor!" Y tú, ¡oh pescador! no hagas conmigo lo que hizo Umama con Atica." El pescador dijo: "¿Y que caso fue ese?" Y respondió el efrit: "No es ocasión para contarlo estando encarcelado. Cuando tú me dejes salir, yo te contaré ese caso." Pero el pescador dijo. "¡Oh, eso nunca! Es absolutamente necesario que yo te eche al mar, sin que tengas medio de salir. Cuando yo supliqué y te imploraba, tú deseabas mi muerte, sin que hubiera cometido ninguna falta contra ti, ni bajeza alguna, sino únicamente favorecerte, sacándote de ese calabozo. He comprendido, por tu conducta conmigo, que eres de mala raza. Pero has de saber, que voy a echarte al mar, y enteraré de lo ocurrido a todos los que intenten sacarte, y así te arrojarán de nuevo, y entonces permanecerás en ese mar hasta el fin de los tiempos para disfrutar todos los suplicios."' El efrit le contestó: "Suéltame, que ha llegado el momento de contarte la historia. Además te prometo no hacerte jamás ningún daño, y te seré muy útil en un asunto que te enriquecerá para siempre." Entonces el pescador se fijó bien en esta promesa de que, si libertaba al efrit, no sólo no le haría jamás ningún daño, sino que le favorecería en un buen negocio. Y cuando se aseguró firmemente de su fe y de su promesa, y le tomó juramento por el nombre de Alah Todopoderoso, el pescador abrió el jarrón. Entonces el humo empezó a subir, hasta que salió completamente, y se convirtió en un efrit, cuyo rostro era espantosamente horrible. El efrit dio un puntapié al jarrón y lo tiró al mar. Cuando el pescador vio que el jarrón iba camino del mar, dio por segura su propia perdición, y dijo: "Verdaderamente, no es esto una buena señal." Después intentó tranquilizarse y dijo: "¡Oh efrit! Alah Todopoderoso ha dicho: "Hay que cumplir los juramentos, porque se os exigirá cuenta de ellos. Y tú prometiste y juraste que no me harías traición. Y si me la hicieses, Alah te castigará, porque es celoso, es paciente y no olvida. Y yo te digo lo que el médico Ruyán al rey Yunán: Consérvame, y Alah te conservará." Al oír estas palabras, el efrit rompió a reír, y echando a andar delante de él, dijo: "¡Oh pescador, sígueme!" Y el pescador echó a andar detrás de él, aunque sin mucha confianza en su salvación. Y así salieron completamente de la ciudad, y se perdieron de vista, y subieron a una montaña, y bajaron a una vasta llanura, en medio de la cual había un lago. Entonces el efrit se detuvo, y mandó al pescador que echara la red y pescase. Y el pescador miró a través del agua, y vio peces blancos y peces rojos, azules y amarillos. Al verlos se maravilló el pescador; después echó su red, y cuando la hubo sacado encontró en ella cuatro peces, cada uno de color distinto. Y se alegró mucho, y el efrit le dijo: "Ve con esos peces al palacio del sultán, ofréceselos y te dará con que enriquecerte. Y, mientras tanto, ¡por Alah! discúlpame mis rudezas, pues olvidé los buenos modales con mi larga estancia en el fondo del mar, adonde me he pasado mil ochocientos años sin ver el mundo ni la superficie de la tierra. En cuanto a ti, vendrás todos los días a pescar a este sitio, pero nada más que una vez. Y ahora, que Alalh te guarde con su protección." Y el efrit golpeó con sus dos pies en tierra, y la tierra se abrió y le trago.
Entonces el pescador volvió a la ciudad, muy maravillado de lo que le había ocurrido con el efrit. Después cogió los peces y los llevó a su casa, y en seguida, cogiendo una olla de barro, la llenó de agua y colocó en ella los peces, que comenzaron a nadar en el agua contenida en la olla. Después se puso esta olla en la cabeza y se encaminó al palacio del rey, según el efrit le había encargado. Guando el pescador se presentó al rey y le ofreció los peces, el rey se asombró hasta el límite del asombro al ver aquellos peces que le ofrecía el pescador, porque nunca los había visto en su vida, ni de aquella especie ni de aquella calidad, y dispuso: "Que entreguen esos peces a nuestra cocinera negra." Porque esta esclava se la había regalado, hacía tres días solamente, el rey de los Rum, y aún no había tenido ocasión de lucirse en su arte de la cocina. Así es que el visir le mandó que friera los peces, y le dijo: "¡Oh buena negra! Me encarga el rey que te oiga: Si te guardo como un tesoro, ¡oh gota de mis ojos! es porque te reservo para el día del ataque. De modo que demuéstranos hoy tu arte de cocinera y lo bueno de tus platas." Dicho esto, volvió el visir después de hacer sus encargos, y el rey le ordenó que diera al pescador cuatrocientos dinares. Habiéndoselos dado el visir, los guardó, el pescador en una halada de su túnica, y volvió a su casa, cerca de su esposa, lleno de alegría y de expansión. Después compró a sus hijos todo lo que podían necesitar. Y hasta aquí es lo que le ocurrió al pescador.
En cuanto a la negra, cogió los peces, los limpió y los puso en la sartén. Después dejó que se frieran bien por un lado y los volvió en seguida del otro. Pero entonces, súbitamente, se abrió la pared de la cocina, y por allí se filtró en la cocina una joven de esbelto talle, mejillas redondas y tersas, párpados pintadas con kohl negro, rostro gentil. y cuerpo graciosamente inclinado. Llevaba en la cabeza un velo, de seda azul, pendientes en las orejas, brazaletes en las muñecas, y en los dedos sortijas con piedras preciosas. Tenía en la mano una varita de bambú. Se acercó, y metiendo la varita en la sartén, dijo: "¡Oh peces! ¿seguís sosteniendo vuestra promesa?" Al ver aquello, la esclava se desmayó, y la joven repitió su pregunta por segunda y tercera vez. Entonces todos los peces levantaron la cabeza desde el fondo de la sartén, y dijeron: "¡Oh, sí!... ¡Oh, sí!..." Y entonaron a coro la siguiente estrofa:
¡Si tú vuelves sobre tus pasos, nosotros te imitaremos! ¡Si tú cumples tu promesa, nosotros cumpliremos la nuestra! ¡Pero si quisieras escaparte, no hemos de cejar hasta que te declares vencida!
Al oír estas palabras, la joven derribó la sartén y salió por el mismo sitio por donde había entrado, y el muro de la cocina se cerró de nuevo.
Cuando la esclava volvió de su desmayo, vio que se habían quemado los cuatro peces y estaban negras como el carbón. Y comenzó a decir: "¡Pobres pescados! ¡pobres pescados!", Y mientras seguía lamentándose, he aquí que se presentó el visir, asomándose por detrás de su cabeza, y le dijo: "Llévale los pescados al sultán." Y la esclava se echó a llorar, y le contó al visir la historia de lo que había ocurrido, y el visir se quedó muy maravillado, y dijo: "Eso es verdaderamente una historia muy rara." Y mandó buscar al pescador, y en cuanto se presentó el pescador, le, dijo: "Es absolutamente indispensable que vuelvas con cuatro peces como los que trajiste la primera vez." Y el pescador se dirigió hacia el lago, echó su red y la sacó conteniendo cuatro peces, que cogió y llevó al visir. Y el visir fue a entregárselos a la negra, y le dijo: "¡Levántate! ¡Vas a freírlos en mi presencia, para que yo vea que asunto es este!" Y la negra se levantó, preparó los peces, y los puso al fuego en la sartén. Y apenas habían pasado unos minutos, hete aquí que se hendió la pared, y apareció la joven, vestida siempre con las mismas vestiduras y llevando siempre la varita en la mano. Metió la varita en la sartén, y dijo: "¡Oh peces! ¡oh peces! ¿seguís cumpliendo vuestra antigua promesa?" Y los peces levantaron la cabeza, y cantaron a coro esta estancia:
¡Si tú. vuelves sobre tus pasos, nosotros te imitaremos! ¡Si tú cumples tu juramento, nosotros cumpliremos el nuestro! ¡Pero si reniegas de tus compromisos, gritaremos de tal modo que nos resarciremos!
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

PERO CUANDO LLEGÓ LA SÉPTIMA NOCHE
Ella dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que cuando los peces empezaron a hablar, la joven volcó la sartén con la varita, y salió por donde había entrado, cerrándose la pared de nuevo. Entonces el visir se levantó y dijo: "Es esta una casa que verdaderamente no podría ocultar al rey." Después marchó en busca del rey y le refirió lo que había pasado en su presencia. Y el rey, dijo: "Tengo que ver eso con mis propios ojos." Y mandó llamar al pescador y le ordenó que volviera con cuatro peces iguales a los primeros, para lo cual le dio tres días de plazo. Pero el pescador marchó en seguida al lago, y trajo inmediatamente los cuatro peces. Entonces el rey dispuso que le dieron cuatrocientos dinares, y volviéndose hacia el visir, le dijo: "Prepara tú mismo delante de mí esos pescados." Y él visir contestó: "Escucho y obedezco." Y entonces mandó llevar la sartén delante del rey, y se puso a freír los peces, después de haberlos limpiado bien, y en cuánto estuvieron fritos por un lado, las volvió del otro. Y de pronto se abrió la pared de la cocina y salió un negro semejante a un búfalo entre los búfalos, o a un gigante de la tribu de Had, y llevaba en la mano una rama verde, y dijo con voz clara y terrible: "¡Oh peces! ¡oh peces ¿Seguís sosteniendo vuestra antigua promesa?" Y los peces levantaron la cabeza desde el fondo de la sartén, y dijeron "Cierto que sí, cierto que sí." Y declamaron a coro estos versos:
¡Si tú vuelves hacia atrás, nosotros volveremos! ¡Si tú cumples tu promesa, nosotros cumpliremos la nuestra! ¡Pero si te resistes, gritaremos tanto que acabarás por ceder!
Después el negro se acercó a la sartén, la volcó con la rama, y los peces se abrasaron, convirtiéndose en carbón. El negro se fue entonces por el mismo sitio por donde había entrado. Y cuando hubo desaparecido de la vista de todos, dijo el rey: "Es este un asunto sobre el cual, verdaderamente, no podríamos guardar silencio. Ademas, no hay duda que estos peces deben tener una historia muy extraña." Y entonces mandó llamar al pescador, y cuando se presentó el pescador, le dijo: ¿De dónde proceden estos peces?" El pescador contestó: "De un estanque situado entre cuatro colinas, detrás de la montaña que domina tu ciudad." Y el rey, volviéndose hacia el pescador, le dijo: "¿Cuántos días se tarda en llevar a ese sitio?" Y dijo el pescador: "¡Oh sultán, señor nuestro! Basta con media hora." El sultán quedó sorprendidísimo, y mandó a sus soldados que marchasen inmediatamente con el pescador. Y el pescador iba muy contrariado, maldiciendo en secreto al efrit. Y el rey y todos partieron y. subieron a una montaña, y bajaron hasta una vasta llanura que en su vida habían visto anteriormente. Y el sultán y los soldados se asombraron de esta extensión desierta, situada entre cuatro montañas, y de aquel estanque en que jugaban peces, de cuatro colores rojos, blancos, azules y amarillos. Y el rey se detuvo y preguntó a los soldados y a cuantos estaban presentes: "¿Hay alguno de vosotros que haya visto anteriormente ese lago en este lugar?" Y todos respondieron: "¡Oh, no!" Y el rey dijo: "¡Por Alah! No volveré jamás a mi capital ni me sentaré en el trono de mi reino sin averiguar la verdad sobre este lago y los peces que encierra." Y mandó a los soldados que cercaran las montañas, y los soldados así lo hicieron. Entonces el rey llamó a su visir. Porque este visir era hombre sabio, elocuente, versado en todas las ciencias. Cuando se presentó entre las manos del rey, éste le dijo: "Tengo intención de hacer una cosa, y voy a enterarte de ella. Deseo aislarme completamente esta noche y marchar yo solo a descubrir el misterio de este lago y sus peces. Por consiguiente, te quedarás a la puerta de mi tienda, y dirás á los emires, visires y chambelanes: "El sultán está indispuesto y me ha mandado que no deje pasar a nadie. Y a ninguno revelarás mi intención." De este modo el visir no podía desobedecer. Entonces el rey se disfrazó, y ciñéndose su espada, se escabulló de entre su gente sin que nadie lo viese. Y estuvo andando toda la noche sin detenerse hasta la mañana, en que el calor, demasiado excesivo, le obligó a descansar. Después anduvo durante todo el resto del día y durante la segunda noche hasta la mañana siguiente. Y he aquí que vio a lo lejos una cosa negra, y se alegró de ello y dijo: "Es probable que encuentre allí a alguien que me contará la historia del lago y sus peces." Y al acercarse a esta cosa negra vio que aquello era un palacio enteramente construido con piedras negras, reforzado con grandes chapas de hierro, y que una de las hojas de la puerta estaba abierta y la otra cerrada. Entonces se alegro mucho, y parándose ante la puerta, llamó suavemente; pero como no le contestasen, llamó por segunda vez y por tercera vez. Después, y como seguían sin contestar, llamó una cuarta vez, pero con gran violencia, y nadie contestó tampoco. Entonces se dijo: "No hay duda; este palacio está desierto." Y en seguida, tomando ánimos, penetró por la puerta del palacio y llegó a un pasillo, y allí dijo en alta voz: ¡Ah del palacio! Soy un extranjero, un caminante que pide provisiones para continuar su viaje." Después reiteró su demanda por segunda y tercera vez, y como no le contestasen, afirmó su corazón y fortificó su alma, y siguió por aquel corredor hasta el centro del palacio. Y no encontró a nadie. Pero vio que todo el palacio estaba suntuosamente revestido de tapices y que en el centro de un patio interior había un estanque Coronado por cuatro leones de oro rojo, de cuyas fauces brotaba un chorro de agua que semejaba de perlas y pedrería. En torno veíanse numerosos pájaros, pero no podían volar fuera del palacio, por impedírselo una gran red tendida por encima de todo. Y el rey se maravilló al ver aquellas cosas, aunque afligiéndose por no encontrar a alguien que le pudiese revelar el enigma del lago, de los peces, de las montañas, y del palacio. Después se sentó entre dos puertas, y meditó profundamente. Pero de pronto oyó una queja muy débil que parecía brotar de un corazón dolorido, y oyó una voz dulce que cantaba quedamente estos versos:
¡Mis sufrimientos ¡ay! no he podido ocultarlos, y mi mal de amores fue revelado!... ¡Y ahora el sueño se aparta de mis ojos para convertirse en insomnio constante!
¡Oh amor! ¡Viniste al oír mi voz, pero cuánta tortura dejaste en mis pensamientos!
¡Ten piedad de mí! ¡Déjame gustar del reposo! ¡Y sobre todo, no vayas a visitar a Aquella que es toda mi alma, para hacerla padecer! ¡Porque Ella es mi consuelo en las penas y peligros!
Cuando el rey oyó estas quejas amargas se levantó y se dirigió hacia el lugar de donde procedían. Llegó hasta una puerta cubierta por un tapiz. Levantó el tapiz, y en un gran salón vio un joven que estaba reclinado en un gran lecho. Este joven era muy hermoso, su frente parecía una flor, sus mejillas igual que la rosa, y en medio de una de ellas tenía un lunar como un gota de ámbar negro. Ya lo dijo el poeta:
¡El joven es esbelto y gentil! ¡Sus cabellos de tinieblas son tan negros que forman la noche! ¡Su frente es tan blanca que ilumina la noche! ¡Nunca los ojos de los hombres presenciaron una fiesta como el espectáculo de sus gracias!
¡Le conocerás entre todos los jóvenes por el lunar que tiene en la rosa de su mejilla, precisamente debajo de uno de sus ojos!
Al verle, el rey, muy complacido, le dijo: "¡La paz sea contigo!" Y el joven siguió echado en la cama, vistiendo un traje de seda bordado de oro. Con un acento de tristeza que parecía extenderse por toda su persona, devolvió el saludo al rey y dijo: "¡Oh señor! ¡Perdona que no me pueda levantar!" Pero el rey contestó: "¡Oh joven! Entérame de la historia de ese lago y de sus peces de colores, así como del misterio de este palacio y de la cansa de tu soledad y de tus lágrimas," Al oírlo, el joven derramó nuevas lágrimas, que corrían a lo largo de sus mejillas, y el rey se asombró y le dijo: "¡Oh joven! ¿Qué es lo que te hace llorar?" Y el joven respondió: "¿Cómo no he de llorar, si me veo en este estado?" Y el joven, alargando las manos hacia el borde de su túnica, la levantó. Y entonces el rey vio que toda la mitad inferior del joven era de mármol, y la otra mitad, desde el ombligo hasta el cabello de la cabeza, era de un hombre. Y el joven dijo al rey: "Sabe, ¡oh señor! que la historia de los peces es una cosa tan extraordínaria, que si se escribiera con una aguja en el ángulo interior del ojo, a fin de que todo el mundo la viera, sería una gran lección para el observador cuidadoso:"
Y el joven contó la historia que sigue:

HISTORIA DEL JOVEN ENCANTADO Y DE LOS PECES
"Sabe, ¡oh señor! que mi padre era rey de esta ciudad. Se llamaba Mahmud, y era rey de las Islas Negras y de estas cuatro montañas. Mi padre reinó sesenta años, y después se extinguió en la misericordia del Retribuidor. Después de su muerte, fui yo sultán y me casé con la hija de mi tío. Me quería con amor tan poderoso, que si por casualidad tenía que separarme de ella, no comía ni bebía hasta mi regreso. Y así siguió bajo mi protección durante cinco años, hasta que fue un día al hammam, después de haber mandado al cocinero que preparase los manjares para nuestra cena. Entré en el palacio, y reclinándome en el lugar de costumbre, mandé a dos esclavas que me hicieran aire con los abanicos. Una se puso a mi cabeza y otra a mis pies. Pero pensando en la ausencia de mi esposa, se apoderó de mí el insomnio, y no pude conciliar el sueño, porque ¡si mis ojos se cerraban, mi alma permanecía en vela! Oí entonces a la esclava que estaba detrás de mi cabeza hablar de este modo a la que estaba a mis, pies: "¡Oh Masauda! ¡Qué desventurada juventud la de nuestro dueño! ¡Qué tristeza para él tener una esposa como nuestra ama, tan pérfida y tan criminal!" Y la otra respondió: "¡Maldiga Alah a las mujeres adúlteras! Porque esa infame nunca podrá tener un hombre mejor que nuestro dueño, y sin embargo le es infiel." Y la primera esclava dijo: "Nuestro dueño debe de ser muy impasible cuando no hace caso de las acciones de esa mujer." Y repuso la otra: "¿Pero qué dices? ¿Puede sospechar siquiera nuestro amo lo que hace ella? ¿Crees que la dejaría en libertad de obrar así? Has de saber que esa pérfida pone siempre algo en la copa en que bebe nuestro amo todas las noches antes de acotarse. Le echa banj y le hace dormir con eso. En tal estado, no puede saber lo que ocurre, ni adonde va ella, ni lo que hace. Entonces, después de darle de beber el banj, se viste y se va, dejándole solo, y no vuelve hasta el amanecer. Cuando regresa, le quema una cosa debajo de la nariz para que la huela, y así despierta nuestro amo de su sueño."
En el momento que oí, ¡oh señor! lo que decían las esclavas, se cambió en tinieblas la luz de mis ojo. Y deseaba ardientemente que viniera la noche para encontrarme de nuevo con la hija de mi tío. Por fin volvió del hammam. Y entonces se puso la mesa, y estuvimos comiendo durante una hora, dándonos, mutuamente de beber, como de costumbre. Después pedí el vino que solía beber todas las noches antes de acostarme, y ella me acercó la copa. Pero yo me guardé muy bien de beber, y fingí que la llevaba á los labios, como de costumbre, pero la derramé rápidamente por la abertura de mi túnica, y en la misma hora y en el mismo instante me eché en la cama, haciéndome el dormido. Y ella dijo entonces: "¡Duerme! ¡Y así no te despiertes nunca más! ¡Por A!ah, te detesto! Y detesto hasta tu imagen, y mi alma está harta de tu trato." Despues se levantó, se puso su mejor vestido, se perfumó, se ciñó una espada, y abriendo la puerta del palacio se marchó. En seguida me levanté yo también, y la fui siguiendo hasta que hubo salido del palacio. Y atravesó todos los zoco, y llegó por fin hasta las puertas de la ciudad, que estaban cerradas. Entonces habló a las puertas en un lenguaje que no entendí, y los cerrojos cayeron y las puertas se abrieron, y ella salió. Y yo eché a andar detrás de ella, sin que lo notase, hasta que llegó a unas colinas formadas por los amontonamientos de escombros, y a una torre coronada por una cúpula y construida de ladrillos. Ella entró por la puerta, y yo me subí a lo alto de la cúpula, donde había una terraza y desde allí me puse a vigilarla, Y he aquí que ella entró en la habitación de un negro muy negro. Este negro era horrible, tenía el labio superior como la tapadera de una marmita, y el inferior como la marmita misrna, ambos tan colgantes, que podían escoger lo guijarros entre la arena. Estaba podrido de enfermedades y tendido sobre un montón de cañas de azúcar. Al verle, la hija de mi tío besó la tierra entre sus manos, y él levantó la cabeza hacia ella y le dijo: "¡Desdichada de ti! ¿Cómo has tardado tanto? He convidado a los negros, que se han bebido el vino. Y yo no he querido beber por causa tuya." Ella contestó: "¡Oh dueño mío, querido de mi corazón!¿no sabes que estoy casada con el hijo de mi tío, que detesto hasta su imagen y que me horroriza estar con él? Si no fuese por el temor de hacerte daño, hace tiempo que habría derruido toda la ciudad, en la que sólo se oiría la voz de la corneja y el mochuelo, y además habría transportado las ruinas al otro lado del Cáucaso." Y contestó el negro: "¡Mientes infame! Juró por el honor y por las cualidades de los negros, "y por nuestra infinita superioridad sobre los. blancos, que como vuelvas a retrasarte otra vez, a partir de este día, repudiaré tu trato. ¡Oh pérfida traidora! ¡Qué basural ¡Eres la más despreciable de las mujeres blancas!"
Así narraba el príncipe dirigiéndose al rey. Y prosiguió de este modo
"Cuando oí toda aquella conversación y lo vi todo con mis propios ojos, el mundo se convirtió en tinieblas para mí y no supe ni dónde estaba. En seguida la hila de mi tío rompio a llorar y a lamentarse humildemente entre las manos del negro, y le decía: "¡Oh amante mío, orgullo de mi corazón! ¡No tengo a nadie más que ti! ¡Si me despidieses me moriría! ¡Oh amor mío! ¡Luz de mis ojos!" Y no cesó en su llanto ni en sus súplicas hasta que la hubo perdonado. Y dijo después: "Amo mío, ¿tienes con qué alimentar a tu esclava?" Y contestó el negro: "Levanta la tapadera de la cacerola, allí encontrarás un guisado de huesos de ratones, que ha de satisfacerte. En ese jarro que ves ahí hay buza y la puedes beber." Y ella comió y bebió y fue a lavarse las manos. Despues se acostó sobre el montón de cañas, y se acurrucó contra el negro, cubriéndose con unos harapos infectos.
Al ver todas estas cosas que hacía la hija de mi tío, no pude contenerme más, y bajando de la cúpula y precipitándome en la habitación, cogí la espada que llevaba la hija de mi tío, resuelto a matar a ambos. Y comencé por herir primeramente al negro, dándole un tajo en el cuello, y creí que había perecido."
En este momento de su narración, Schahrazada vio aproximarse la mañana, y se calló discretamente. Y cuando lució la mañana, Schahriar entró en la sala de justicia, y el diván estuvo lleno hasta el fin del día. Después el rey volvió a palacio, y Doniazada dijo a su hermana: "Te ruego que prosigas tu relato." Y ella respondió: "De todo corazón, y como homenaje debido."

Y CUANDO LLEGÓ LA OCTAVA NOCHE
Schahrázada dijo:
He llegado a saber. ¡oh rey afortunado! que el joven encantado dijo al rey:
"Al herir al negro para cortarle la cabeza, corté efectivamente su piel y su carne, y creí que lo había matado, porque lanzó un estertor horrible. Y a partir de este momento, nada sé sobre lo que ocurrió. Pero al día siguiente vi que la hija de mi tío se había cortado el pelo y se había vestido de luto. Después me dijo: "¡Oh hijo de mi tío! No censures lo que hago, porque acabo de saber que se ha muerto mi madre, que a mi padre lo han matado en la guerra santa, que uno de mis hermanos ha fallecido de picadura de escorpión y que el otro ha quedado enterrado bajo las ruinas de un edificio; de modo que tengo motivos para llorar y afligirme." Fingiendo que la creía, le dije: "Haz lo que creas conveniente; pues no he de prohibírtelo." Y permaneció encerrada con su luto, sus lágrimas y sus accesos de dolor durante todo un año, desde su comienzo hasta el otro comienzo. Y transcurrido el año, me dijo: "Deseo construir para mí una tumba en este palacio; allí podré aislarme con mi soledad y mis lágrimas, y la llamaré la Casa de los Duelos." Yo le dije: "Haz lo que tengas por conveniente." Y se mandó construir esta Casa de los Duelos, coronada por una cúpula, y conteniendo un subterráneo como una tumba. Después transportó allí al negro, que no había muerto, pues sólo había quedado muy enfermo y muy débil, aunque en realidad ya no le podía servir de nada a la hija de mi tío. Pero esto no le impedía estar bebiendo a todas horas vino y buza. Y desde el día en que le herí no podía hablar y seguía viviendo, pues no le había llegado todavía su hora. Ella iba a verle todos los días, entrando en la cúpula, y sentía a su lado accesos de llanto y de locura, y le daba bebidas y condimientos. Así hizo, por la mañana y por la noche, durante todo otro año. Yo tuve paciencia durante este tiempo; pero un día, entrando de improviso en su habitación, la oí llorar y arañarse la cara, y decir amargamente estos versos:
¡Partiste! ¡oh muy amado mío! y he abandonado a los hombres y vivo en la soledad, porque mi corazón no puede amar nada desde que partiste, ¡oh muy amado mío!
'¡Si vuelves a pasar cerca de tu muy amada, recoge por favor sus despojos mortales, en recuerdo de su vida terrena, y dales el reposo de la turrba donde tú quieras, pero cerca, de ti, si vuelves a pasar cerca de tu muy amada!
¡Que tu voz se acuerde de mi nombre de otro tiempo, para hablarme en la tumba! ¡Oh, pero en mi tumba. sólo oirás el triste sonido de mis huesos al chocar unos con otros!
Cuando hubo terminado su lamentación, desenvainé la espada, y le dije: "¡Oh traidora! sólo hablan así las infames que reniegan de sus amores y pisotean el cariño." Y levantando el brazo, me disponía a herirla, cuando ella, descubriendo entonces que había sido yo quien hirió al negro, se puso de pie, pronunció unas palabras misteriosas, y dijo: "Por la virtud, de mi magia, que Alah te convierta mitad piedra y mitad hombre." E inmediatarnente, señor, quedé como me ves. Y ya no pude valerme ni hacer un movimiento, de suerte que no estoy ni muerto ni vivo. Después de ponerme en tal estado, encantó las cuatro islas de mi reino, convirtiéndolas en montañas, con ese lago en medio de ellas, y a mis súbditos los transformó en peces. Pero hay más. Todos los días me tortura azotándome con una correa, dándome cien latigazos, hasta que me hace sangrar. Y después me pone sobre las carnes una camisa de crin, cubriéndola con la ropa."
El joven se echó entonces a llorar y recitó estos versos:
¡Aguardando tu sentencia y tu iusticia, ¡oh mi Señor!, sufro pacientemente, pues tal es tu voluntad!
¡Pero me ahogan mis desgracias! Y sólo puedo recurrir a ti, ¡oh Señor! ¡oh Alah, adorado por nuestro bendito Profeta!
El rey dijo entonces, al joven:. "Has añadido una pena a mis penas; Pero dime: ¿dónde está esa mujer?" Y respondió el mancebo: "En la tumba, donde está su negro, debajo de la cúpula. Todos los días viene a ésta habitación, me desnuda, y me da cien latigazos, y yo lloro y grito, sin poder hacer un movimiento para defenderme. Después de martirizarme, se va junto al negro, llevándole vinos y licores hervidos.". Entonces exclamó el rey: "¡Oh excelente joven! ¡Por Alah! voy a hacerte un favor tan memorable, que después de mi muerte pasará al dominio de la Historia." Y ya no añadió más, y siguió la conversación hasta que se acercó la noche. Después se levantó el rey y aguardó que llegase la hora nocturna de las brujas. Entonces se desnudó, volvió a ceñirse la espada, y se fue hacia el sitio donde se encontraba el negro. Había allí velas y farolillos colgados, y también perfumes, incienso y distintas pomadas. Se fue derechamente al negro, le hirió, le atravesó, y le hizo vomitar el alma. En seguida se lo echó a hombros, y lo arrojó al fondo de un pozo que había en el jardín. Después volvió a la cúpula, se vistió con las ropas del negro, y se paseó durante un instante a todo lo largo. del subterráneo, tremolando en su mano la espada completamente desnuda.
Transcurrida una hora, la desvergonzada bruja llegó a la habitación del joven. Apenas hubo entrado, desnudó al hijo de su tío, cogió el látigo y empezó a pegarle. Entonces él gritaba: "¡No me hagas sufrir más! ¡Bastante terrible es mi desgracia! ¡Ten piedad de mí!" Ella respondió: "¿La tuviste de mí? ¿Respetaste a mi amante? Así, pues, ¡toma, toma!" Después, le puso la túnica de crin, colocándole la otra ropa por encima, e inmediatamente marchó al aposento del negro, llevándole la copa, de vino y la taza de plantas hervidas. Y al entrar debajo de la cúpula, se puso a llorar e imploró: "¡Oh dueño mío, háblame, hazme oír tu voz!" Y recitó dolorosamente estos versos:
¡Oh corazón mío! ¿ha de durar mucho esta separación tan angustiosa? ¡El amor con que me traspasaste es un tormento que supera mis fuerzas! ¿Hasta cuándo seguirás huyendo de mí? ¡Si sólo querías mí dolor y mi amargura, ya serás feliz, pues bien se han cumplido tus deseos!
Después rompió en sollozos y volvió a implorar: "¡Oh dueño mío! Háblame, que yo te oiga." Entonces el supuesto negro torció la lengua y empezó a imitar el habla de los negros: "¡No hay fuerza ni poder sin la ayuda de Alah!" La bruja, al oír hablar al negro después de tanto tiempo, dio un grito de júbilo y cayó desvanecida, pero pronto volvió en sí, y dijo: "¿Es que mi dueño esta curado?" Entonces el rey, fingiendo la voz y haciéndola muy débil, dijo: "¡Oh miserable libertina! No mereces que te hable." Y ella dijo: "¿Pero por qué?" Y él contestó: "Porque siempre estás castigando a tu marido, y él da voces, y esto me quita el sueño toda la noche hasta la mañana. De otro modo ya habría yo recobrado las fuerzas. Eso precisamente me impide contestarte." Y ella dijo. "Pues ya que tú me lo mandas, lo libraré del estado en que se encuentra." Y él contestó: "Sí, líbralo y recobraremos la tranquilidad." Y dijo la bruja: "Escucho y obedezco." Después salió de la cúpula, marchó al palacio, cogió una taza de cobre llena de agua, pronunció unas palabras mágicas, y el agua empezó a hervir como hierve en la marmita. Entonces echó un poco de esta agua al joven, y dijo, ¡Por la fuerza de mi conjuro, te mando que salgas de esa forma y recuperes la primitiva!" Y el joven se sacudió todo él, se puso de pie, y exclamó muy dichoso al verse libre: "¡No hay más Dios que Alah, y Mohamed es el Profeta de Alah! ¡Sean con El la bendición y la paz de Alah!" Y ella dijo: "¡Vete, y no vuelvas por aquí, porque te matare!" Y se lo gritó en la cara. Entonces el joven se fue de entre sus manos. Y he aquí todo lo referente a él.
En cuanto a la bruja, volvió en seguida a la cúpula, descendió al subterráneo, y dijo: "¡Oh dueño mío! levántate, que te vea yo." Y el rey contestó muy débilmente: "Aún no has hecho nada. Queda otra cosa para que recobre la tranquilidad. No has suprimido la causa principal de mis males." Y ella dijo: ¡Oh amado mío! ¿cuál es esa causa principal?" Y el rey contestó: "Esos peces del lago, los habitantes de la antigua ciudad y de las cuatro islas, no dejan de sacar la cabeza del agua, a media noche, para lanzar imprecaciones contra ti y contra mí. Y este es el motivo de que no recobre yo las fuerzas. Libértalos, pues. Entonces podrás venir a darme la mano y ayudarme a levantar, porque seguramente habré vuelto a la salud."
Cuando la bruja oyó estas-palabras, que creía del negro, exclamó muy alegre: "¡Oh dueño mío! pongo tu voluntad sobre mi cabeza y sobre mis ojos." E invocando el nombre de Bismillah, se levantó muy dichosa, echó a correr, llegó al lago, cogió un poco de agua, y...
En este momento de' su narración Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

PERO CUANDO LLEGÓ LA NOVENA NOCHE
Ella dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que cuando la bruja cogió un poco de agua y pronunció unas palabras misteriosas, los peces empezaron a agitarse, irguiendo la cabeza, y acabaron por convertirse en hijos de Adán, y en la hora y en el instante se desató la magia que sujetaba a los habitantes de la ciudad. Y la ciudad se convirtió en una población floreciente, con magníficos zocos bien construidos, y cada habitante se puso a ejercer su oficio, Y las montañas volvieron a ser islas como en otro tiempo. Y hete aquí todo lo que hubo respecto a esto. Por lo que se refiere a la bruja, ésta volvió junto al rey, y como le seguía tomando por el negro, le dijo: ¡Oh querido mío! Dame tu mano generosa para besarla." Y el rey le respondió en voz baja: "Acércate más a mí." Y ella se aproximó. Y el rey cogió de pronto su buena espada, y le atravesó el pecho con tal fuerza, que la punta le salió par la espalda. Después, dando un tajo, la partió en dos mitades.
Hecho esto salió en busca del joven encantado, que le esperaba de pie. Entonces le felicitó por su desencantamiento, y el joven le besó la mano y le dio efusivamente las gracias. Y le dijo el rey: "¿Quieres marchar a tu ciudad, o acompañarme a la mía? Y el joven contestó: "¡Oh rey de los tiempos! ¿sabes cuánta distancia hay de aquí a tu ciudad?" Y dijo el rey: "Dos días medio." Entonces le dijo el joven: ¡Oh rey! si estás durmiendo, despierta. Para ir a tu capital emplearás, con la voluntad de Alah, todo un año. Si llegaste aquí en dos días y medio, fue porque esta población estaba encantada. Y cuenta, ¡oh rey! que no he de apartarme de ti ni siquiera el instante que dura un parpadeo." El rey se alegró al oírlo, Y dijo: `Bendigamos a Alah, que ha dispuesto te encontrase en mi camino. Desde hoy serás mi hijo, ya que Alah no me los ha querido dar hasta ahora." Y se echaron uno en brazos del otro, y se alegraron hasta el límite de la alegría.
Dirigiéronse entonces al palacio del rey que había estado encantado. Y el joven anunció a los notables de su reino que iba a partir para la santa peregrinación a la Meca. Y hechos los preparativos necesarios, partieron él y el rey, cuyo corazón anhelaba el regreso a su país, del que esaba ausente hacía un año. Marcharon, pues, llevando cincuenta mamalik cargados de regalos. Y no dejaron de viajar día y noche durante un año entero, hasta que avistaron la ciudad. El visir salió con los soldados al encuentro del rey, muy satisfecho de su regreso, pues había llegado a temer no verle más. Y los soldados se acercaron, y besaron la tierra entre sus manos, y le desearon la bienvenida. Y entró en el palacio y se sentó en su trono. Después llamó al visir y le puso al corriente de cuanto le había ocurrido. Cuando el visir supo la historia del joven, le dio la enhorabuena, por su desencantamiento y su salvación.
Mientras tanta, el rey gratificó a muchas personas, y después dijo al visir: "Que venga aquel pescador que en otro tiempo me trajo los peces." Y el visir mandó llamar al pescador que había sido causa del desencantamiento de los habitantes de la ciudad. Y cuando se presentó le ordenó el rey que se acercase, y le regaló trajes de honor, preguntándole acerca de su manera de vivir y si tenía hijos, Y el pescador dijo que tenía un hijo y dos hijas. Entonces el rey se casó con una de sus hijas, y el joven se casó con la otra. Después el rey conservó al pescador a su lado y le nombró tesorero general. En seguida envió a su visir a la ciudad del joven, situada en las islas Negras, y le nombró sultán de aquellas islas, escoltándole los cincuenta mamalik con numerosos trajes de honor para todos aquellos emires. El visir, al despedirse, besó ambas manos del sultán y salió, para su destino. Y el rey y el joven siguieron juntos, muy felices con sus esposas, las dos hijas del pescador, gozando una vida de venturosa tranquilidad y cordial esparcimiento., En cuanto al pescador, nombrado tesorero general, se enriqueció mucho y llegó a ser el hombre más rico de su tiempo. Y todos los días veía a sus hijas, que eran esposas de reyes. ¡Y en tal estado, después de numerosos años completos, fue a visitarles la Separadora de los amigos, la Inevitable, la Silenciosa, la Inexorable! "¡Y ellos murieron!"
Pero no creáis que esta historia -prosiguió Schahrazada- sea más maravillosa que la del mandadero.

El collar
[Cuento. Texto completo.]
Guy de Maupassant
Era una de esas hermosas y encantadoras criaturas nacidas como por un error del destino en una familia de empleados. Carecía de dote, y no tenía esperanzas de cambiar de posición; no disponía de ningún medio para ser conocida, comprendida, querida, para encontrar un esposo rico y distinguido; y aceptó entonces casarse con un modesto empleado del Ministerio de Instrucción Pública.
No pudiendo adornarse, fue sencilla, pero desgraciada, como una mujer obligada por la suerte a vivir en una esfera inferior a la que le corresponde; porque las mujeres no tienen casta ni raza, pues su belleza, su atractivo y su encanto les sirven de ejecutoria y de familia. Su nativa firmeza, su instinto de elegancia y su flexibilidad de espíritu son para ellas la única jerarquía, que iguala a las hijas del pueblo con las más grandes señoras.
Sufría constantemente, sintiéndose nacida para todas las delicadezas y todos los lujos. Sufría contemplando la pobreza de su hogar, la miseria de las paredes, sus estropeadas sillas, su fea indumentaria. Todas estas cosas, en las cuales ni siquiera habría reparado ninguna otra mujer de su casa, la torturaban y la llenaban de indignación.
La vista de la muchacha bretona que les servía de criada despertaba en ella pesares desolados y delirantes ensueños. Pensaba en las antecámaras mudas, guarnecidas de tapices orientales, alumbradas por altas lámparas de bronce y en los dos pulcros lacayos de calzón corto, dormidos en anchos sillones, amodorrados por el intenso calor de la estufa. Pensaba en los grandes salones colgados de sedas antiguas, en los finos muebles repletos de figurillas inestimables y en los saloncillos coquetones, perfumados, dispuestos para hablar cinco horas con los amigos más íntimos, los hombres famosos y agasajados, cuyas atenciones ambicionan todas las mujeres.
Cuando, a las horas de comer, se sentaba delante de una mesa redonda, cubierta por un mantel de tres días, frente a su esposo, que destapaba la sopera, diciendo con aire de satisfacción: "¡Ah! ¡Qué buen caldo! ¡No hay nada para mí tan excelente como esto!", pensaba en las comidas delicadas, en los servicios de plata resplandecientes, en los tapices que cubren las paredes con personajes antiguos y aves extrañas dentro de un bosque fantástico; pensaba en los exquisitos y selectos manjares, ofrecidos en fuentes maravillosas; en las galanterías murmuradas y escuchadas con sonrisa de esfinge, al tiempo que se paladea la sonrosada carne de una trucha o un alón de faisán.
No poseía galas femeninas, ni una joya; nada absolutamente y sólo aquello de que carecía le gustaba; no se sentía formada sino para aquellos goces imposibles. ¡Cuánto habría dado por agradar, ser envidiada, ser atractiva y asediada!
Tenía una amiga rica, una compañera de colegio a la cual no quería ir a ver con frecuencia, porque sufría más al regresar a su casa. Días y días pasaba después llorando de pena, de pesar, de desesperación.
Una mañana el marido volvió a su casa con expresión triunfante y agitando en la mano un ancho sobre.
-Mira, mujer -dijo-, aquí tienes una cosa para ti.
Ella rompió vivamente la envoltura y sacó un pliego impreso que decía:
"El ministro de Instrucción Pública y señora ruegan al señor y la señora de Loisel les hagan el honor de pasar la velada del lunes 18 de enero en el hotel del Ministerio."
En lugar de enloquecer de alegría, como pensaba su esposo, tiró la invitación sobre la mesa, murmurando con desprecio:
-¿Qué haré yo con eso?
-Creí, mujercita mía, que con ello te procuraba una gran satisfacción. ¡Sales tan poco, y es tan oportuna la ocasión que hoy se te presenta!... Te advierto que me ha costado bastante trabajo obtener esa invitación. Todos las buscan, las persiguen; son muy solicitadas y se reparten pocas entre los empleados. Verás allí a todo el mundo oficial.
Clavando en su esposo una mirada llena de angustia, le dijo con impaciencia:
-¿Qué quieres que me ponga para ir allá?
No se había preocupado él de semejante cosa, y balbució:
-Pues el traje que llevas cuando vamos al teatro. Me parece muy bonito...
Se calló, estupefacto, atontado, viendo que su mujer lloraba. Dos gruesas lágrimas se desprendían de sus ojos, lentamente, para rodar por sus mejillas.
El hombre murmuró:
-¿Qué te sucede? Pero ¿qué te sucede?
Mas ella, valientemente, haciendo un esfuerzo, había vencido su pena y respondió con tranquila voz, enjugando sus húmedas mejillas:
-Nada; que no tengo vestido para ir a esa fiesta. Da la invitación a cualquier colega cuya mujer se encuentre mejor provista de ropa que yo.
Él estaba desolado, y dijo:
-Vamos a ver, Matilde. ¿Cuánto te costaría un traje decente, que pudiera servirte en otras ocasiones, un traje sencillito?
Ella meditó unos segundos, haciendo sus cuentas y pensando asimismo en la suma que podía pedir sin provocar una negativa rotunda y una exclamación de asombro del empleadillo.
Respondió, al fin, titubeando:
-No lo sé con seguridad, pero creo que con cuatrocientos francos me arreglaría.
El marido palideció, pues reservaba precisamente esta cantidad para comprar una escopeta, pensando ir de caza en verano, a la llanura de Nanterre, con algunos amigos que salían a tirar a las alondras los domingos.
Dijo, no obstante:
-Bien. Te doy los cuatrocientos francos. Pero trata de que tu vestido luzca lo más posible, ya que hacemos el sacrificio.
El día de la fiesta se acercaba y la señora de Loisel parecía triste, inquieta, ansiosa. Sin embargo, el vestido estuvo hecho a tiempo. Su esposo le dijo una noche:
-¿Qué te pasa? Te veo inquieta y pensativa desde hace tres días.
Y ella respondió:
-Me disgusta no tener ni una alhaja, ni una sola joya que ponerme. Pareceré, de todos modos, una miserable. Casi, casi me gustaría más no ir a ese baile.
-Ponte unas cuantas flores naturales -replicó él-. Eso es muy elegante, sobre todo en este tiempo, y por diez francos encontrarás dos o tres rosas magníficas.
Ella no quería convencerse.
-No hay nada tan humillante como parecer una pobre en medio de mujeres ricas.
Pero su marido exclamó:
-¡Qué tonta eres! Anda a ver a tu compañera de colegio, la señora de Forestier, y ruégale que te preste unas alhajas. Eres bastante amiga suya para tomarte esa libertad.
La mujer dejó escapar un grito de alegría.
-Tienes razón, no había pensado en ello.
Al siguiente día fue a casa de su amiga y le contó su apuro.
La señora de Forestier fue a un armario de espejo, cogió un cofrecillo, lo sacó, lo abrió y dijo a la señora de Loisel:
-Escoge, querida.
Primero vio brazaletes; luego, un collar de perlas; luego, una cruz veneciana de oro, y pedrería primorosamente construida. Se probaba aquellas joyas ante el espejo, vacilando, no pudiendo decidirse a abandonarlas, a devolverlas. Preguntaba sin cesar:
-¿No tienes ninguna otra?
-Sí, mujer. Dime qué quieres. No sé lo que a ti te agradaría.
De repente descubrió, en una caja de raso negro, un soberbio collar de brillantes, y su corazón empezó a latir de un modo inmoderado.
Sus manos temblaron al tomarlo. Se lo puso, rodeando con él su cuello, y permaneció en éxtasis contemplando su imagen.
Luego preguntó, vacilante, llena de angustia:
-¿Quieres prestármelo? No quisiera llevar otra joya.
-Sí, mujer.
Abrazó y besó a su amiga con entusiasmo, y luego escapó con su tesoro.
Llegó el día de la fiesta. La señora de Loisel tuvo un verdadero triunfo. Era más bonita que las otras y estaba elegante, graciosa, sonriente y loca de alegría. Todos los hombres la miraban, preguntaban su nombre, trataban de serle presentados. Todos los directores generales querían bailar con ella. El ministro reparó en su hermosura.
Ella bailaba con embriaguez, con pasión, inundada de alegría, no pensando ya en nada más que en el triunfo de su belleza, en la gloria de aquel triunfo, en una especie de dicha formada por todos los homenajes que recibía, por todas las admiraciones, por todos los deseos despertados, por una victoria tan completa y tan dulce para un alma de mujer.
Se fue hacia las cuatro de la madrugada. Su marido, desde medianoche, dormía en un saloncito vacío, junto con otros tres caballeros cuyas mujeres se divertían mucho.
Él le echó sobre los hombros el abrigo que había llevado para la salida, modesto abrigo de su vestir ordinario, cuya pobreza contrastaba extrañamente con la elegancia del traje de baile. Ella lo sintió y quiso huir, para no ser vista por las otras mujeres que se envolvían en ricas pieles.
Loisel la retuvo diciendo:
-Espera, mujer, vas a resfriarte a la salida. Iré a buscar un coche.
Pero ella no le oía, y bajó rápidamente la escalera.
Cuando estuvieron en la calle no encontraron coche, y se pusieron a buscar, dando voces a los cocheros que veían pasar a lo lejos.
Anduvieron hacia el Sena desesperados, tiritando. Por fin pudieron hallar una de esas vetustas berlinas que sólo aparecen en las calles de París cuando la noche cierra, cual si les avergonzase su miseria durante el día.
Los llevó hasta la puerta de su casa, situada en la calle de los Mártires, y entraron tristemente en el portal. Pensaba, el hombre, apesadumbrado, en que a las diez había de ir a la oficina.
La mujer se quitó el abrigo que llevaba echado sobre los hombros, delante del espejo, a fin de contemplarse aún una vez más ricamente alhajada. Pero de repente dejó escapar un grito.
Su esposo, ya medio desnudo, le preguntó:
-¿Qué tienes?
Ella se volvió hacia él, acongojada.
-Tengo..., tengo... -balbució - que no encuentro el collar de la señora de Forestier.
Él se irguió, sobrecogido:
-¿Eh?... ¿cómo? ¡No es posible!
Y buscaron entre los adornos del traje, en los pliegues del abrigo, en los bolsillos, en todas partes. No lo encontraron.
Él preguntaba:
-¿Estás segura de que lo llevabas al salir del baile?
-Sí, lo toqué al cruzar el vestíbulo del Ministerio.
-Pero si lo hubieras perdido en la calle, lo habríamos oído caer.
-Debe estar en el coche.
-Sí. Es probable. ¿Te fijaste qué número tenía?
-No. Y tú, ¿no lo miraste?
-No.
Se contemplaron aterrados. Loisel se vistió por fin.
-Voy -dijo- a recorrer a pie todo el camino que hemos hecho, a ver si por casualidad lo encuentro.
Y salió. Ella permaneció en traje de baile, sin fuerzas para irse a la cama, desplomada en una silla, sin lumbre, casi helada, sin ideas, casi estúpida.
Su marido volvió hacia las siete. No había encontrado nada.
Fue a la Prefectura de Policía, a las redacciones de los periódicos, para publicar un anuncio ofreciendo una gratificación por el hallazgo; fue a las oficinas de las empresas de coches, a todas partes donde podía ofrecérsele alguna esperanza.
Ella le aguardó todo el día, con el mismo abatimiento desesperado ante aquel horrible desastre.
Loisel regresó por la noche con el rostro demacrado, pálido; no había podido averiguar nada.
-Es menester -dijo- que escribas a tu amiga enterándola de que has roto el broche de su collar y que lo has dado a componer. Así ganaremos tiempo.
Ella escribió lo que su marido le decía.
Al cabo de una semana perdieron hasta la última esperanza.
Y Loisel, envejecido por aquel desastre, como si de pronto le hubieran echado encima cinco años, manifestó:
-Es necesario hacer lo posible por reemplazar esa alhaja por otra semejante.
Al día siguiente llevaron el estuche del collar a casa del joyero cuyo nombre se leía en su interior.
El comerciante, después de consultar sus libros, respondió:
-Señora, no salió de mi casa collar alguno en este estuche, que vendí vacío para complacer a un cliente.
Anduvieron de joyería en joyería, buscando una alhaja semejante a la perdida, recordándola, describiéndola, tristes y angustiosos.
Encontraron, en una tienda del Palais Royal, un collar de brillantes que les pareció idéntico al que buscaban. Valía cuarenta mil francos, y regateándolo consiguieron que se lo dejaran en treinta y seis mil.
Rogaron al joyero que se los reservase por tres días, poniendo por condición que les daría por él treinta y cuatro mil francos si se lo devolvían, porque el otro se encontrara antes de fines de febrero.
Loisel poseía dieciocho mil que le había dejado su padre. Pediría prestado el resto.
Y, efectivamente, tomó mil francos de uno, quinientos de otro, cinco luises aquí, tres allá. Hizo pagarés, adquirió compromisos ruinosos, tuvo tratos con usureros, con toda clase de prestamistas. Se comprometió para toda la vida, firmó sin saber lo que firmaba, sin detenerse a pensar, y, espantado por las angustias del porvenir, por la horrible miseria que los aguardaba, por la perspectiva de todas las privaciones físicas y de todas las torturas morales, fue en busca del collar nuevo, dejando sobre el mostrador del comerciante treinta y seis mil francos.
Cuando la señora de Loisel devolvió la joya a su amiga, ésta le dijo un tanto displicente:
-Debiste devolvérmelo antes, porque bien pude yo haberlo necesitado.
No abrió siquiera el estuche, y eso lo juzgó la otra una suerte. Si notara la sustitución, ¿qué supondría? ¿No era posible que imaginara que lo habían cambiado de intento?
La señora de Loisel conoció la vida horrible de los menesterosos. Tuvo energía para adoptar una resolución inmediata y heroica. Era necesario devolver aquel dinero que debían... Despidieron a la criada, buscaron una habitación más económica, una buhardilla.
Conoció los duros trabajos de la casa, las odiosas tareas de la cocina. Fregó los platos, desgastando sus uñitas sonrosadas sobre los pucheros grasientos y en el fondo de las cacerolas. Enjabonó la ropa sucia, las camisas y los paños, que ponía a secar en una cuerda; bajó a la calle todas las mañanas la basura y subió el agua, deteniéndose en todos los pisos para tomar aliento. Y, vestida como una pobre mujer de humilde condición, fue a casa del verdulero, del tendero de comestibles y del carnicero, con la cesta al brazo, regateando, teniendo que sufrir desprecios y hasta insultos, porque defendía céntimo a céntimo su dinero escasísimo.
Era necesario mensualmente recoger unos pagarés, renovar otros, ganar tiempo.
El marido se ocupaba por las noches en poner en limpio las cuentas de un comerciante, y a veces escribía a veinticinco céntimos la hoja.
Y vivieron así diez años.
Al cabo de dicho tiempo lo habían ya pagado todo, todo, capital e intereses, multiplicados por las renovaciones usurarias.
La señora Loisel parecía entonces una vieja. Se había transformado en la mujer fuerte, dura y ruda de las familias pobres. Mal peinada, con las faldas torcidas y rojas las manos, hablaba en voz alta, fregaba los suelos con agua fría. Pero a veces, cuando su marido estaba en el Ministerio, se sentaba junto a la ventana, pensando en aquella fiesta de otro tiempo, en aquel baile donde lució tanto y donde fue tan festejada.
¿Cuál sería su fortuna, su estado al presente, si no hubiera perdido el collar? ¡Quién sabe! ¡Quién sabe! ¡Qué mudanzas tan singulares ofrece la vida! ¡Qué poco hace falta para perderse o para salvarse!
Un domingo, habiendo ido a dar un paseo por los Campos Elíseos para descansar de las fatigas de la semana, reparó de pronto en una señora que pasaba con un niño cogido de la mano.
Era su antigua compañera de colegio, siempre joven, hermosa siempre y siempre seductora. La de Loisel sintió un escalofrío. ¿Se decidiría a detenerla y saludarla? ¿Por qué no? Habíéndolo pagado ya todo, podía confesar, casi con orgullo, su desdicha.
Se puso frente a ella y dijo:
-Buenos días, Juana.
La otra no la reconoció, admirándose de verse tan familiarmente tratada por aquella infeliz. Balbució:
-Pero..., ¡señora!.., no sé. .. Usted debe de confundirse...
-No. Soy Matilde Loisel.
Su amiga lanzó un grito de sorpresa.
-¡Oh! ¡Mi pobre Matilde, qué cambiada estás! ...
-¡Sí; muy malos días he pasado desde que no te veo, y además bastantes miserias.... todo por ti...
-¿Por mí? ¿Cómo es eso?
-¿Recuerdas aquel collar de brillantes que me prestaste para ir al baile del Ministerio?
-¡Sí, pero...
-Pues bien: lo perdí...
-¡Cómo! ¡Si me lo devolviste!
-Te devolví otro semejante. Y hemos tenido que sacrificarnos diez años para pagarlo. Comprenderás que representaba una fortuna para nosotros, que sólo teníamos el sueldo. En fin, a lo hecho pecho, y estoy muy satisfecha.
La señora de Forestier se había detenido.
-¿Dices que compraste un collar de brillantes para sustituir al mío?
-Sí. No lo habrás notado, ¿eh? Casi eran idénticos.
Y al decir esto, sonreía orgullosa de su noble sencillez. La señora de Forestier, sumamente impresionada, le cogió ambas manos:
-¡Oh! ¡Mi pobre Matilde! ¡Pero si el collar que yo te presté era de piedras falsas!... ¡Valía quinientos francos a lo sumo!...
FIN





Tormenta, naufragio, terremoto, y lo que le sucedió
al doctor Pangloss, a Cándido y a Jacobo el anabaptista
Voltaire
La mitad de los pasajeros, afligidos y sufriendo esas inconcebibles angustias que el balanceo de un barco produce en los nervios y en todos los humores del cuerpo, agitados, en direcciones opuestas, no tenían siquiera fuerzas para inquietarse por el peligro. La otra mitad gritaba y rezaba; las velas estaban rasgadas, los mástiles rotos y abierta la nave; quien podía trabajaba, nadie escuchaba, nadie mandaba. Algo ayudaba a la faena el anabaptista, que estaba sobre el combés, cuando un furioso marinero le pega un rudo empellón y lo derriba sobre las tablas; pero fue tal el esfuerzo que hizo al empujarlo que se cayó de cabeza fuera del navío y quedó colgado y agarrado de una porción del mástil roto. Acudió el buen Jacobo a socorrerlo y lo ayudó a subir; pero con la fuerza que para ello hizo, se cayó en el mar a vista del marinero, que lo dejó ahogarse sin dignarse mirarlo. Cándido se acerca, ve a su bienhechor que reaparece un instante y se hunde para siempre; quiere tirarse tras él al mar; pero lo detiene el filósofo Pangloss, demostrándole que la bahía de Lisboa ha sido hecha expresamente para que en ella se ahogara el anabaptista. Probándolo estaba a priori, cuando se abrió el navío, y todos perecieron, menos Pangloss, Cándido y el brutal marinero que había ahogado al virtuoso anabaptista; el bribón llegó nadando hasta la orilla, adonde Cándido y Pangloss fueron arrastrados sobre una tabla.
Así que se recobran un poco del susto y del cansancio, se encaminaron a Lisboa. Llevaban algún dinero, con el cual esperaban librarse del hambre, después de haberse zafado de la tormenta.
Apenas pusieron los pies en la ciudad, lamentándose de la muerte de su bienhechor, el mar hirviente embistió el puerto y arrebató cuantos navíos se hallaban en él anclados; calles y plazas se cubrieron de torbellinos, de llamas y cenizas; se hundían las casas, se caían los techos sobre los cimientos, y los cimientos se dispersaban, y treinta mil moradores de todas edades y sexos eran sepultados entre ruinas. El marinero, tarareando y blasfemando, decía:
-Algo ganaremos con esto.
-¿Cuál puede ser la razón suficiente de este fenómeno? -decía Pangloss; y Cándido exclamaba:
-Éste es el día del juicio final.
El marinero corrió sin detenerse en medio de las ruinas, arrostrando la muerte para buscar dinero; con el dinero encontrado se fue a emborrachar, y después de haber dormido su borrachera compra los favores de la primera prostituta de buena voluntad que encuentra en medio de las ruinas de los desplomados edificios y entre los moribundos y los cadáveres. Pangloss, sin embargo, le tiraba de la casaca, diciéndole:
-Amigo, eso no está bien; eso es pecar contra la razón universal; ahora no es ocasión de holgarse.
-¡Por vida del Padre Eterno! -respondió el otro- soy marinero y nacido en Batavia; cuatro veces he pisado el crucifijo en cuatro viajes que tengo hechos al Japón. ¡Pues no vienes mal ahora con tu razón universal!
Cándido, que la caída de unas piedras había herido, tendido en mitad de la calle y cubierto de ruinas, clamaba a Pangloss:
-¡Ay! Tráigame usted un poco de vino y aceite, que me muero.
-Este temblor de tierra -respondió Pangloss- no es cosa nueva: el mismo azote sufrió Lima años pasados; las mismas causas producen los mismos efectos; sin duda hay una veta subterránea de azufre que va de Lisboa a Lima.
-Nada es tan probable -dijo Cándido- pero, por Dios, un poco de aceite y vino.
-¿Cómo probable? -replicó el filósofo- sostengo que está demostrado.
Cándido perdió el sentido, y Pangloss le llevó un trago de agua de una fuente vecina.
Al día siguiente, metiéndose por entre los escombros, encontraron algunos alimentos y recobraron un poco sus fuerzas. Después trabajaron, a ejemplo de los demás, para aliviar a los habitantes que habían escapado de la muerte. Algunos vecinos socorridos por ellos, les dieron la mejor comida que en tamaño desastre se podía esperar: verdad que fue muy triste el banquete; los convidados bañaban el pan con sus lágrimas, pero Pangloss los consolaba afirmando que no podían suceder las cosas de otra manera, porque todo esto, decía, es conforme a lo mejor; porque si hay un volcán en Lisboa, no podía estar en otra parte; porque es imposible que las cosas dejen de estar donde están, pues todo está bien.
Un hombrecito vestido de negro, familiar3 de la Inquisición, que junto a él estaba sentado, tomó cortésmente la palabra:
-Sin duda, caballero, no cree usted en el pecado original, porque si todo es para mejor, no ha habido caída ni castigo.
-Perdóneme su excelencia -le respondió con más cortesía Pangloss- porque la caída del hombre y su maldición entran necesariamente en el mejor de los mundos posibles.
-Por lo tanto ¿este caballero no cree que seamos libres? -dijo el familiar de la Inquisición.
-Otra vez ha de perdonar su excelencia -replicó Pangloss- la libertad puede subsistir con la necesidad absoluta; porque era necesario que fuéramos libres; porque finalmente la voluntad determinada...
En medio de la frase estaba Pangloss, cuando hizo el familiar una seña a su secretario que le servía vino de Porto o de Oporto.
 


Un árbol de Noel y una boda
[Cuento. Texto completo]
Fiodor Dostoyevski
Hace un par de días asistí yo a una boda... Pero no... Antes he de contarles algo relativo a una fiesta de Navidad. Una boda es, ya de por sí, cosa linda, y aquella de marras me gustó mucho... Pero el otro acontecimiento me impresionó más todavía. Al asistir a aquella boda, hube de acordarme de la fiesta de Navidad. Pero voy a contarles lo que allí sucedió.
Hará unos cinco años, cierto día entre Navidad y Año Nuevo, recibí una invitación para un baile infantil que había de celebrarse en casa de una respetable familia amiga mía. El dueño de la casa era un personaje influyente que estaba muy bien relacionado; tenía un gran círculo de amistades, desempeñaba un gran papel en sociedad y solía urdir todos los enredos posibles; de suerte que podía suponerse, desde luego, que aquel baile de niños sólo era un pretexto para que las personas mayores, especialmente los señores papás, pudieran reunirse de un modo completamente inocente en mayor número que de costumbre y aprovechar aquella ocasión para hablar, como casualmente, de toda clase de acontecimientos y cosas notables. Pero como a mí las referidas cosas y acontecimientos no me interesaban lo más mínimo, y como entre los presentes apenas si tenía algún conocido, me pasé toda la velada entre la gente, sin que nadie me molestara, abandonado por completo a mí mismo.
Otro tanto hubo de sucederle a otro caballero, que, según me pareció, no se distinguía ni por su posición social, ni por su apellido, y, a semejanza mía, sólo por pura causalidad se encontraba en aquel baile infantil... Inmediatamente hubo de llamarme la atención. Su aspecto exterior impresionaba bien: era de gran estatura, delgado, sumamente serio e iba muy bien vestido. Se advertía de inmediato que no era amigo de distracciones ni de pláticas frívolas. Al instalarse en un rinconcito tranquilo, su semblante, cuyas negras cejas se fruncieron, asumió una expresión dura, casi sombría. Saltaba a la vista que, quitando al dueño de la casa, no conocía a ninguno de los presentes. Y tampoco era difícil adivinar que aquella fiestecita lo aburría hasta la náusea, aunque, a pesar de ello, mostró hasta el final el aspecto de un hombre feliz que pasa agradablemente el tiempo. Después supe que procedía de la provincia y sólo por una temporada había venido a Petersburgo, donde debía de fallarse al día siguiente un pleito, enrevesado, del que dependía todo su porvenir. Se le había presentado con una carta de recomendación a nuestro amigo el dueño de la casa, por lo que aquél cortésmente lo había invitado a la velada: pero, según parecía, no contaba lo más mínimo con que el dueño de la casa se tomase por él la más ligera molestia. Y como allí no se jugaba a las cartas y nadie le ofrecía un cigarro ni se dignaba dirigirle la palabra -probablemente conocían ya de lejos al pájaro por la pluma-, se vio obligado nuestro hombre, para dar algún entretenimiento a sus manos, a estar toda la noche mesándose las patillas. Tenía, verdaderamente, unas patillas muy hermosas; pero, así y todo, se las acariciaba demasiado, dando a entender que primero habían sido creadas aquellas patillas, y luego le habían añadido el hombre, con el solo objeto de que les prodigase sus caricias.
Además de aquel caballero que no se preocupaba lo más mínimo por aquella fiesta de los cinco chicos pequeñines y regordetes del anfitrión, hubo de chocarme también otro individuo. Pero éste mostraba un porte totalmente distinto: ¡era todo un personaje!
Se llamaba Yulián Mastakóvich. A la primera mirada se comprendía que era un huésped de honor y se hallaba, respecto al dueño de la casa, en la misma relación, aproximadamente, en que respecto a éste se encontraba el forastero desconocido. El dueño de la casa y su señora se desvivían por decirle palabras lisonjeras, le hacían lo que se dice la corte, lo presentaban a todos sus invitados, pero sin presentárselo a ninguno. Según pude observar, el dueño de la casa mostró en sus ojos el brillo de una lagrimita de emoción cuando Yulián Mastakóvich, elogiando la fiesta, le aseguró que rara vez había pasado un rato tan agradable. Yo, por lo general, suelo sentir un malestar extraño en presencia de hombres tan importantes; así que, luego de recrear suficientemente mis ojos en la contemplación de los niños, me retiré a un pequeño boudoir, en el que, por casualidad, no había nadie, y allí me instalé en el florido parterre de la dueña de la casa, que cogía casi todo el aposento.
Los niños eran todos increíblemente simpáticos e ingenuos y verdaderamente infantiles, y en modo alguno pretendían dárselas de mayores, pese a todas las exhortaciones de ayas y madres. Habían literalmente saqueado todo el árbol de Navidad hasta la última rama, y también tuvieron tiempo de romper la mitad de los juguetes, aun antes de haber puesto en claro para quién estaba destinado cada uno. Un chiquillo de aquellos de negros ojos y rizos negros, hubo de llamarme la atención de un modo particular: estaba empeñado en dispararme un tiro, pues le había tocado una pistola de madera. Pero la que más llamaba la atención de los huéspedes era su hermanita. Tendría ésta unos once años, era delicada y pálida, con unos ojazos grandes y pensativos. Los demás niños debían de haberla ofendido por algún concepto, pues se vino al cuarto donde yo me encontraba, se sentó en un rincón y se puso a jugar con su muñeca. Los convidados se señalaban unos a otros con mucho respeto a un opulento comerciante, el padre de la niña, y no faltó quién en voz baja hiciese observar que ya tenía apartados para la dote de la pequeña sus buenos trescientos mil rublos en dinero contante y sonante. Yo, involuntariamente, dirigí la vista hacia el grupo que tan interesante conversación sostenía, y mi mirada fue a dar en Yulián Mastakóvich, que, con las manos cruzadas a la espalda y un poco ladeada la cabeza, parecía escuchar muy atentamente el insulso diálogo. Al mismo tiempo hube de admirar no poco la sabiduría del dueño de la casa, que había sabido acreditarla en la distribución de los regalos. A la muchacha que poseía ya trescientos mil rublos le había correspondido la muñeca más bonita y más cara. Y el valor de los demás regalos iba bajando gradualmente, según la categoría de los respectivos padres de los chicos. Al último niño, un chiquillo de unos diez años, delgadito, pelirrojo y con pecas, sólo le tocó un libro que contenía historias instructivas y trataba de la grandeza del mundo natural, de las lágrimas de la emoción y demás cosas por el estilo: un árido libraco, sin una estampa ni un adorno.
Era el hijo de una pobre viuda, que les daba clase a los niños del anfitrión, y a la que llamaban, por abreviar, el aya. Era el tal chico un niño tímido, pusilánime. Vestía una blusilla rusa de nanquín barato. Después de recoger su libro, anduvo largo rato huroneando en torno a los juguetes de los demás niños; se le notaban unas ganas terribles de jugar con ellos; pero no se atrevía; era claro que ya comprendía muy bien su posición social. Yo contemplaba complacido los juguetes de los niños. Me resultaba de un interés extraordinario la independencia con que se manifestaban en la vida. Me chocaba que aquel pobre chico de que hablé se sintiera tan atraído por los valiosos juguetes de los otros nenes, sobre todo por un teatrillo de marionetas en el que seguramente habría deseado desempeñar algún papel, hasta el extremo de decidirse a una lisonja. Se sonrió y trató de hacerse simpático a los demás: le dio su manzana a una nena mofletuda, que ya tenía todo un bolso de golosinas, y llegó hasta el punto de decidirse a llevar a uno de los chicos a cuestas, todo con tal de que no lo excluyesen del teatro. Pero en el mismo instante surgió un adulto, que en cierto modo hacía allí de inspector, y lo echó a empujones y codazos. El chico no se atrevió a llorar. En seguida apareció también el aya, su madre, y le dijo que no molestase a los demás. Entonces se vino el chico al cuarto donde estaba la nena. Ella lo recibió con cariño, y ambos se pusieron, con mucha aplicación, a vestir a la muñeca.
Yo llevaba ya sentado media horita en el parterre, y casi me había adormilado, arrullado inconscientemente por el parloteo infantil del chico pelirrojo y la futura belleza con dote de trescientos mil rublos, cuando de repente hizo irrupción en la estancia Yulián Mastakóvich. Aprovechó la ocasión de haberse suscitado una gran disputa entre los niños del salón para desaparecer de allí sin ser notado. Hacía unos minutos nada más lo había visto yo al lado del opulento comerciante, padre de la pequeña, en vivo coloquio, y, por alguna que otra palabra suelta que cogiera al vuelo, adiviné que estaba ensalzando las ventajas de un empleo con relación a otro. Ahora estaba pensativo, en pie, junto al parterre, sin verme a mí, y parecía meditar algo.
"Trescientos..., trescientos... -murmuraba-. Once.... doce..., trece..., dieciséis... ¡Cinco años! Supongamos al cuatro por ciento... Doce por cinco... Sesenta. Bueno; pongamos, en total, al cabo de cinco años... Cuatrocientos. Eso es... Pero él no se ha de contentar con el cuatro por ciento, el muy perro. Lo menos querrá un ocho y hasta un diez. ¡Bah! Pongamos... quinientos mil... ¡Hum! Medio millón de rublos. Esto es ya mejor... Bueno...; y luego, encima, los impuestos... ¡Hum!"
Su resolución era firme. Se escombró, y se disponía ya a salir de la habitación, cuando, de pronto, hubo de reparar en la pequeña. que estaba con su muñeca en un rincón, junto al niñito pobre, y se quedó parado. A mí no me vio, escondido, como estaba, detrás del denso follaje. Según me pareció, estaba muy excitado. Difícil sería, no obstante, precisar si su emoción era debida a la cuenta que acababa de echar o a alguna otra causa, pues se frotó sonriendo las manos, y parecía como si no pudiese estarse quieto. Su excitación fue creciendo hasta un extremo incomprensible, al dirigir una segunda y resuelta mirada a la rica heredera. Quiso avanzar un paso; pero volvió a detenerse y miró con mucho cuidado en torno suyo. Luego se aproximó de puntillas, como consciente de una culpa, lentamente y sin hacer ruido, a la pequeña. Como ésta se hallaba detrás del chico, se inclinó el hombre y le dio un beso en su cabecita. La pequeña lanzó un grito, asustada, pues no había advertido hasta entonces su presencia.
-¿Qué haces aquí, hija mía? -le preguntó por lo bajo, miró en torno suyo y le dio luego una palmadita en las mejillas.
-Estamos jugando...
-¡Ah! ¿Con éste? -y Yulián Mastakóvich lanzó una mirada al pequeño-. Mira, niño: mejor estarías en la sala -le dijo.
El chico no replicó, y se le quedó mirando fijo. Yulián Mastakóvich volvió a echar una rápida ojeada en torno suyo, y de nuevo se inclinó hacia la pequeña.
-¿Qué es esto, niña? ¿Una muñeca? -le preguntó.
-Sí, una muñequita... -repuso la nena algo forzada, y frunció levemente el ceño.
-Una muñeca... Pero ¿sabes tú, hija mía, de qué se hacen las muñecas?
-No... -respondió la niña en un murmullo, y volvió a bajar la cabeza.
-Bueno; pues mira: las hacen de trapos viejos, corazón. Pero tú estarías mejor en la sala, con los demás niños -y Yulián Mastakóvich, al decir esto, dirigió una severa mirada al pequeño. Pero éste y la niña fruncieron la frente y se apretaron más el uno contra el otro. Por lo visto, no querían separarse.
-¿Y sabes tú también para qué te han regalado esta muñeca? -tornó a preguntar Yulián Mastakóvich, que cada vez ponía en su voz más mimo.
-No.
-Pues para que seas buena y cariñosa.
Al decir esto, tornó Yulián Mastakóvich a mirar hacia la puerta, y luego le preguntó a la niña con voz apenas perceptible, trémula de emoción e impaciencia:
-Pero ¿me querrás tú también a mí si les hago una visita a tus padres? Al hablar así, intentó Yulián Mastakóvich darle otro beso a la pequeña; pero al ver el niño que su amiguita estaba ya a punto de romper en llanto, se apretujó contra su cuerpecito, lleno de súbita congoja, y por pura compasión y cariño rompió a llorar alto con ella. Yulián Mastakóvich se puso furioso.
-¡Largo de aquí! ¡Largo de aquí -le dijo con muy mal genio al chico-. ¡Vete a la sala! ¡Anda a reunirte con los demás niños!
-¡No, no, no! ¡No quiero que se vaya! ¿Por qué tiene que irse? ¡Usted es quien debe irse! -clamó la nena-. ¡Él se quedará aquí! ¡Déjele usted estar! -añadió casi llorando.
En aquel instante sonaron voces altas junto a la puerta y Yulián Mastakóvich irguió el busto imponente. Pero el niño se asustó todavía más que Yulián Mastakóvich; soltó a la amiguita y se escurrió, sin ser visto, a lo largo de las paredes, en el comedor. También al comedor se trasladó Yulián Mastakóvich, cual si nada hubiera pasado. Tenía el rostro como la grana, y como al pasar ante un espejo se mirase en él, pareció asombrarse él mismo de su aspecto. Quizá lo contrariase haberse excitado tanto y hablado de manera tan destemplada. Por lo visto, sus cálculos lo habían absorbido y entusiasmado de tal modo, que a pesar de toda su dignidad y astucia, procedió como un verdadero chiquillo, y en seguida, sin pararse a reflexionar, empezaba a atacar su objetivo. Yo lo seguí al otro cuarto..., y en verdad que fue un raro espectáculo el que allí presencié. Pues vi nada menos que a Yulián Mastakóvich, el digno y respetable Yulián Mastakóvich, hostigar al pequeño, que cada vez retrocedía más ante él y, de puro asustado, no sabía ya dónde meterse.
-¡Vamos, largo de aquí! ¿Qué haces aquí, holgazán? ¡Anda, vete! Has venido aquí a robar fruta, ¿verdad? Habrás robado alguna, ¿eh? ¡Pues lárgate en seguidita, que ya verás, si no, cómo te arreglo yo a ti!
El muchacho, azorado, se resolvió, finalmente, a adoptar un medio desesperado de salvación: se metió debajo de la mesa. Pero al ver aquello se puso todavía más furioso su perseguidor. Lleno de ira, tiró del largo mantel de batista que cubría la mesa, con objeto de sacar de allí al chico. Pero éste se estuvo quietecito, muertecito de miedo, y no se movió. Debo hacer notar que Yulián Mastakóvich era algo corpulento. Era lo que se dice un tipo gordo, con los mofletes colorados, una ligera tripa, rechoncho y con las pantorrillas gordas...; en una palabra: un tipo forzudo, que todo lo tenía redondito como la nuez. Gotas de sudor le corrían ya por la frente; respiraba jadeando y casi con estertor. La sangre, de estar agachado, se le subía, roja y caliente, a la cabeza. Estaba rabioso, de puro grande que eran su enojo o, ¿quién sabe?, sus celos. Yo me eché a reír alto. Yulián Mastakóvich se volvió como un relámpago hacia mí, y, no obstante su alta posición social, su influencia y sus años, se quedó enteramente confuso. En aquel instante entró por la puerta frontera el dueño de la casa. El chico se salió de debajo de la mesa y se sacudió el polvo de las rodillas y los codos. Yulián Mastakóvich recobró la serenidad, se llevó rápidamente el mantel, que aún tenía cogido de un pico, a la nariz, y se sonó.
El dueño de la casa nos miró a los tres sorprendido; pero, a fuer de hombre listo que toma la vida en serio, supo aprovechar la ocasión de poder hablar a solas con su huésped.
-¡Ah! Mire usted: éste es el muchacho en cuyo favor tuve la honra de interesarle... -empezó, señalando al pequeño.
-¡Ah! -replicó Yulián Mastakóvich, que seguía sin ponerse a la altura de la situación.
-Es el hijo del aya de mis hijos -continuó explicativo el dueño de la casa, y en tono comprometedor-, una pobre mujer. Es viuda de un honorable funcionario. ¿No habría medio, Yulián Mastakóvich...?
-¡Ah! Lo había olvidado. ¡No, no! -lo interrumpió éste presuroso-. No me lo tome usted a mal, mi querido Filipp Aleksiéyevich; pero es de todo punto imposible. Me he informado bien; no hay, actualmente, ninguna vacante, y aun cuando la hubiese, siempre tendría éste por delante diez candidatos con mayor derecho... Lo siento mucho, créame; pero...
-¡Lástima! -dijo pensativo el dueño de la casa-. Es un chico muy juicioso y modesto...
-Pues a mí, por lo que he podido ver, me parece un tunante -observó Yulián Mastakóvich con forzada sonrisa-. ¡Anda! ¿Qué haces aquí? ¡Vete con tus compañeros! -le dijo al muchacho, encarándose con él.
Luego no pudo, por lo visto, resistir la tentación de lanzarme a mí también una mirada terrible. Pero yo, lejos de intimidarme, me reí claramente en su cara. Yulián Mastakóvich la volvió inmediatamente a otro lado y le preguntó de un modo muy perceptible al dueño de la casa quién era aquel joven tan raro. Ambos se pusieron a cuchichear y salieron del aposento. Yo pude ver aún, por el resquicio de la puerta, cómo Yulián Mastakóvich, que escuchaba con mucha atención al dueño de la casa, movía la cabeza admirado y receloso.
Después de haberme reído lo bastante, yo también me trasladé al salón. Allí estaba ahora el personaje influyente, rodeado de padres y madres de familia y de los dueños de la casa, y hablaba en tono muy animado con una señora que acababan de presentarle. La señora tenía cogida de la mano a la pequeña que Yulián Mastakóvich besara hacía diez minutos. Ponderaba el hombre a. la niña, poniéndola en el séptimo cielo; ensalzaba su hermosura, su gracia, su buena educación, y la madre lo oía casi con lágrimas en los ojos. Los labios del padre sonreían. El dueño de la casa participaba con visible complacencia en el júbilo general. Los demás invitados también daban muestras de grata emoción, e incluso habían interrumpido los juegos de los niños para que éstos no molestasen con su algarabía. Todo el aire estaba lleno de exaltación. Luego pude oír yo cómo la madre de la niña, profundamente conmovida, con rebuscadas frases de cortesía, rogaba a Yulián Mastakóvich que le hiciese el honor especial de visitar su casa, y pude oír también cómo Yulián Mastakóvich, sinceramente encantado, prometía corresponder sin falta a la amable invitación, y cómo los circunstantes, al dispersarse por todos lados, según lo pedía el uso social, se deshacían en conmovidos elogios, poniendo por las nubes al comerciante, su mujer y su nena, pero sobre todo a Yulián Mastakóvich.
-¿Es casado ese señor? -pregunté yo alto a un amigo mío, que estaba al lado de Yulián Mastakóvich.
Yulián Mastakóvich me lanzó una mirada colérica, que reflejaba exactamente sus sentimientos.
-No -me respondió mi amigo, visiblemente contrariado por mi intempestiva pregunta, que yo, con toda intención, le hiciera en voz alta.
***
Hace un par de días hube de pasar por delante de la iglesia de ***. La muchedumbre que se apiñaba en el balcón, y sus ricos atavíos, hubieron de llamarme la atención. La gente hablaba de una boda. Era un nublado día de otoño, y empezaba a helar. Yo entré en la iglesia, confundido entre el gentío, y miré a ver quién fuese el novio. Era un tío bajo y rechoncho, con tripa y muchas condecoraciones en el pecho. Andaba muy ocupado, de acá para allá, dando órdenes, y parecía muy excitado. Por último, se produjo en la puerta un gran revuelo; acababa de llegar la novia. Yo me abrí paso entre la multitud y pude ver una beldad maravillosa, para la que apenas despuntara aún la primera primavera. Pero estaba pálida y triste. Sus ojos miraban distraídos. Hasta me pareció que las lágrimas vertidas habían ribeteado aquellos ojos. La severa hermosura de sus facciones prestaba a toda su figura cierta dignidad y solemnidad altivas. Y, no obstante, a través de esa seriedad y dignidad y de esa melancolía, resplandecía el alma inocente, inmaculada, de la infancia, y se delataba en ella algo indeciblemente inexperto, inconsciente, infantil, que, según parecía, sin decir palabra, tácitamente, imploraba piedad.
Se decía entre la gente que la novia apenas si tendría dieciséis años. Yo miré con más atención al novio, y de pronto reconocí al propio Yulián Mastakóvich, al que hacía cinco años que no volviera a ver. Y miré también a la novia. ¡Santo Dios! Me abrí paso entre el gentío en dirección a la salida, con el deseo de verme cuanto antes lejos de allí. Entre la gente se decía que la novia era rica en dinero contante y sonante y que poseía medio millón de rublos, más una renta por valor de tanto y cuanto...
"¡Le salió bien la cuenta”, pensé yo, y me salí a la calle.
FIN


El fantasma y el ensalmador
[Cuento. Texto completo]
Joseph Sheridan Le Fanu
Al revisar los papeles de mi respetado y apreciado amigo Francis Purcell, que hasta el día de su muerte y por espacio de casi cincuenta años desempeñó las arduas tareas propias de un párroco en el sur de Irlanda, encontré el documento que presento a continuación. Como éste había muchos, pues era coleccionista curioso y paciente de antiguas tradiciones locales, materia muy abundante en la región en la que habitaba. Recuerdo que recoger y clasificar estas leyendas constituía un pasatiempo para él; pero no tuve noticia de que su afición por lo maravilloso y lo fantástico llegara al extremo de incitarle a dejar constancia escrita de los resultados de sus investigaciones hasta que, bajo la forma de legado universal, su testamento puso en mis manos todos sus manuscritos. Para quienes piensen que el estudio de tales temas no concuerda con el carácter y la costumbres de un cura rural, es conveniente resaltar que existía una clase de sacerdotes, los de la vieja escuela, clase casi extinta en la actualidad, de costumbres más refinadas y de gustos más literarios que los de los discípulos de Maynooth.
Tal vez haya que añadir que en el sur de Irlanda está muy extendida la superstición que ilustra el siguiente relato, a saber, que el cadáver que ha recibido sepultura más recientemente, durante la primera etapa de su estancia contrae la obligación de proporcionar agua fresca para calmar la sed abrasadora del purgatorio a los demás inquilinos del camposanto en el que se encuentra. El autor puede dar fe de un caso en el que un agricultor próspero y respetable de la zona lindante con Tipperary, apenado por la muerte de su esposa, introdujo en el féretro dos pares de abarcas, unas ligeras y otras más pesadas, las primeras para el tiempo seco y las segundas para la lluvia, con el fin de aliviar las fatigas de las inevitables expediciones que habría de acometer la difunta para buscar agua y repartirla entre las almas sedientas del purgatorio. Los enfrentamientos se tornan violentos y desesperados cuando, casualmente, dos cortejos fúnebres se aproximan al mismo tiempo al cementerio, pues cada cual se empeña en dar prioridad a su difunto para sepultarle y liberarle de la carga que recae sobre quien llega el último. No hace mucho sucedió que uno de los dos cortejos, por miedo a que su amigo difunto perdiera esa inestimable ventaja, llegó al cementerio por un atajo y, violando uno de sus prejuicios más arraigados, sus miembros lanzaron el ataúd por encima del muro para no perder tiempo entrando por la puerta. Se podrían citar numerosos ejemplos, y todos ellos pondrían de manifiesto cuán arraigada se encuentra esta superstición entre los campesinos del sur. Pero no entretendré al lector con más preliminares y procederé a presentarle el siguiente:
Extracto de los manuscritos del difunto reverendo Francis Purcell, de Drumcoolagh.
«Voy a contar la siguiente historia con todos los detalles que recuerdo y con las propias palabras del narrador. Tal vez sea necesario destacar que se trataba de un hombre, como se suele decir, bien hablado, pues durante mucho tiempo enseñó las artes y las ciencias liberales que a su juicio era conveniente que conocieran los despiertos jóvenes de su parroquia natal, circunstancia ésta que podría explicar la aparición de ciertas palabras altisonantes en el transcurso de la presente narración, más destacables por su eufonía que por la corrección con que se emplean. Sin más preámbulos, procedo a presentar ante ustedes las fantásticas aventuras de Terry Neil.
»Pues es una historia rara, y tan cierta como que yo estoy vivo, y hasta me atrevería a decir que no hay nadie en las siete parroquias que pueda contarla ni mejor ni con más claridad que yo, porque le pasó a mi padre y la he oído de su propia boca cien veces. Y no es porque fuera mi padre, pero puedo decir con orgullo que la palabra de mi padre era tan indigna de crédito como el juramento de cualquier noble del país. Tanto es así que cuando algún pobre hombre se metía en líos, siempre era él quien iba de testigo a los tribunales. Pero bueno, eso da igual. Era el hombre más honrado y más sobrio de los alrededores, aunque, eso sí, le gustaba un poco demasiado empinar el codo. No había en todo el pueblo nadie mejor dispuesto para trabajar y cavar, y era muy mañoso para la carpintería y para arreglar muebles viejos y cosas por el estilo. Y como es natural, también le dio por componer huesos, porque no había nadie como él para ajustar la pata de un taburete o de una mesa, y puedo asegurar que nunca hubo ensalmador con tantísima clientela, hombres y niños, jóvenes y viejos. No ha habido en el mundo nadie que arreglara mejor un hueso roto. Pues bien, Terry Neil, que así se llamaba mi padre, viendo que el corazón se le ponía cada día más ligero y la cartera más pesada, cogió unas tierrecitas que pertenecían al señor de Phelim, debajo del viejo castillo, un sitio bien bonito. Ya fuera de noche o de día, iban a verle pobres desgraciados de toda la región con las piernas y los brazos rotos, que no podían ni apoyar siquiera un pie en el suelo, para que les juntara los huesos.
»Todo marchaba muy bien, señoría, pero era costumbre que cuando Phelim salía al campo, unos cuantos arrendatarios suyos vigilasen el castillo, como una especie de homenaje a la vieja familia, y la verdad, era un homenaje muy desagradable para ellos, porque todo el mundo sabía que en el castillo había algo raro. Al decir de los vecinos, el abuelo de Phelim, que Dios tenga en su gloria, era un caballero de los pies a la cabeza pero le daba por pasear en mitad de la noche, igual que lo hacemos usted o yo, y que Dios quiera que sigamos haciendo, desde el día que se le reventó una vena cuando sacaba un corcho de una botella. Pero a lo que vamos: el señor se salía del cuadro en el que estaba pintado su retrato, rompía todos los vasos y botellas que se le ponían por delante y se bebía lo que tuvieran, cosa que no es de extrañar. Si por casualidad entraba alguien de la familia, volvía a subirse a su sitio con cara de inocente, como si no supiera nada de nada, el muy sinvergüenza.
»Pues bien, señoría, como iba diciendo, una vez los del castillo fueron a Dublín a pasar una o dos semanas, así que, como de costumbre, varios arrendatarios fueron a vigilar el castillo, y a la tercera noche le tocó el turno a mi padre.
»"Maldita sea" se dijo para sus adentros. "Tengo que pasar en vela toda la noche, y encima con ese espíritu vagabundo, que Dios confunda, dando la tabarra por la casa y haciendo perrerías." Pero como no había forma de librarse de aquello, hizo de tripas corazón y allá que se fue a la caída de la noche, con una botella de whisky y otra de agua bendita.
»Llovía bastante y estaba todo oscuro y tenebroso cuando llegó mi padre. Se echó un poco de agua bendita por encima y, al poco tiempo, tuvo que beberse un vaso de whisky para entrar en calor. Le abrió la puerta el viejo mayordomo, Lawrence O'Connor, que siempre se había llevado bien con mi padre. Así que al ver quién era y que mi padre le dijo que le tocaba a él vigilar en el castillo, el mayordomo se ofreció a velar con él. Estoy seguro de que a mi padre no le pareció mal. Larry le dijo:
»-Vamos a encender fuego en el salón.
»-¿No será mejor en el comedor? -contesta mi padre, porque sabía que el retrato del señor estaba en el salón.
»-No se puede encender fuego en el comedor, porque en la chimenea hay un nido de grajillas -dice Lawrence.
»-Pues entonces vamos a la cocina, porque no me parece bien que una persona como yo esté en el salón -va y dice mi padre.
»-Venga, Terry -dice Lawrence-. Si vamos a mantener la vieja costumbre, más vale hacerlo como Dios manda.
»"¡Al diablo con las costumbres!", dijo mi padre, pero para sus adentros, a ver si me entiende, porque no quería que Lawrence notara que tenía miedo.
»-Bueno, como a ti te parezca, Lawrence -dice, y bajaron a la cocina hasta que prendiera la leña en el salón, para lo que no tuvieron que esperar mucho.
»Al poco rato subieron otra vez y se sentaron cómodamente junto a la chimenea del salón y se pusieron a charlar, fumando y bebiendo a sorbitos el whisky, con un buen fuego de leña y turba para calentarse las piernas.
»Pues señor, como iba diciendo, estuvieron hablando y fumando tan a gusto hasta que Lawrence empezó a quedarse dormido, como solía pasarle con frecuencia, porque era un criado viejo acostumbrado a dormir mucho.
»-Pero hombre, ¿será posible que te estés durmiendo? -dice mi padre.
»-No digas bobadas -le contesta Larry-. Es que cierro los ojos para que no me entre el humo del tabaco, que me hace llorar. Así que no te metas donde no te llaman -le dice muy tieso (porque el hombre tenía una panza enorme, que Dios le tenga en su gloria)-, y continúa con lo que me estabas contando, que te escucho -le dice, cerrando los ojos.
»Cuando mi padre se dio cuenta de que no servía de nada hablarle, siguió con la historia de Jim Sullivan y su cabra, que es lo que estaba contando. Era una historia bien bonita, y tan entretenida que podría haber despertado a un lirón y aún más a un simple cristiano que se estaba quedando dormido. Pero, según como lo contaba mi padre, creo que jamás se ha oído nada por el estilo, porque le ponía toda el alma, como si le fuera en ello la vida, porque quería que Larry se mantuviera despierto. Pero no le sirvió de nada, porque lo invadió el sueño, y antes de que terminara de contar la historia, Larry O'Connor se puso a roncar como un condenado.
»-¡Maldita sea! -dice mi padre-. Este tipo es imposible, es capaz de dormirse en la misma habitación en la que ronda un espíritu. Que Dios nos coja confesados -dice, y fue a sacudir a Lawrence para espabilarlo, pero cayó en la cuenta de que si lo despertaba, seguramente se iría a la cama y lo dejaría completamente solo, lo que sería todavía peor.
«"En fin, no molestaré al pobre hombre" pensó mi padre. "No estaría bien interrumpirlo ahora que se ha quedado dormido. Ojalá estuviera yo igual que él."
»Así que se puso a pasear por la habitación, rezando, hasta que rompió a sudar, con perdón. Pero como no le servía de nada, se bebió lo menos medio litro de alcohol para darse ánimos.
»"Ojalá estuviera tan tranquilo como Larry" se dijo. "A lo mejor me duermo si me lo propongo."
»Y al tiempo que lo pensaba arrastró un sillón grande hasta el de Lawrence y se acomodó lo mejor que pudo.
»Pero se me olvidaba contarle una cosa muy rara. Aunque no quería hacerlo, de vez en cuando miraba al cuadro, y se dio cuenta de que los ojos del retrato lo seguían a todas partes y lo miraban fijamente y hasta le hacían guiños. Al ver aquello pensó: "Maldita sea mi suerte y el día en que se me ocurrió venir aquí. Pero nada vale lamentarse. Si tengo que morir, más vale armarse de valor."
»Pues bien, señoría, intentó tranquilizarse y hasta llegó a pensar que a lo mejor se había quedado dormido, pero lo desengañó el ruido de la tormenta, que hacía crujir las grandes ramas de los árboles y silbaba por el tiro de las chimeneas del castillo. Una vez, el viento dio tal bufido que le pareció que se iban a desmoronar los muros del castillo de lo fuerte que los sacudió. De repente se acabó la tormenta, y la noche se quedó de lo más apacible, como en pleno mes de julio. No habrían pasado más de tres minutos cuando le pareció oír un ruido sobre la repisa de la chimenea. Mi padre abrió una pizca los ojos y vio con toda claridad que el viejo señor salía del cuadro poco a poco, como si se estuviera quitando la chaqueta. Se apoyó en la repisa y puso los pies en el suelo. Y entonces, el viejo zorro, antes de seguir adelante, se paró un rato para ver si los dos hombres dormían, y cuando creyó que todo estaba en orden, estiró un brazo y agarró la botella de whisky, y se bebió por lo menos medio litro. Cuando quedó satisfecho dejó la botella en el mismo sitio de antes con todo el cuidado del mundo y se puso a pasear por la habitación, tan sobrio como si no hubiera bebido ni una gota de alcohol. Cada vez que se paraba junto a él, a mi padre se le venía un olor a azufre, y le entró un miedo espantoso, porque sabía que es azufre precisamente lo que se quema en el infierno, con perdón. Se lo había oído contar muchas veces al padre Murphy, que tenía que saber lo que pasa allí. El pobre ya ha muerto, que Dios lo tenga en su gloria. Mire usted, señoría, mi padre estuvo bastante tranquilo hasta que se le acercó el espíritu. Madre mía, le pasó tan cerca que el olor a azufre lo dejó sin respiración y le dio un ataque de tos tan fuerte que casi se cayó del sillón en que estaba.
»-¡Vaya, vaya! -dice el señor parándose a poco más de dos pasos de mi padre y volviéndose para mirarlo-. De modo que eres tú, ¿eh? ¿Qué tal te va, Terry Neil?
»-A su disposición, señoría -dice mi padre (cuando se lo permitió el susto que tenía, porque estaba más muerto que vivo)-. Me alegro de ver a su señoría.
»-Terence -dice el señor-, eres un hombre respetable (cosa que es cierta), trabajador y sobrio, un verdadero ejemplo de embriaguez para toda la parroquia.
»-Gracias, señoría -respondió mi padre, cobrando ánimos-. Usted siempre ha sido un caballero muy atento. Que Dios tenga en su gloria a su señoría.
»-¿Que Dios me tenga en su gloria? -dice el espíritu (poniéndosele la cara roja de ira)-. ¿Que Dios me tenga en su gloria? Pero ¡serás cretino y bruto! ¿Qué modales son ésos? -dice-. Yo no tengo la culpa de estar muerto, y la gente como tú no tiene que restregármelo por las narices a la primera de cambio -dice, dando una patada tan fuerte en el suelo que casi rompió la madera.
»-No soy más que un pobre hombre, tonto e ignorante -le dice mi padre.
»-Desde luego que sí -dice el señor-, pero para escuchar tus tonterías y hablar con gente como tú no me molestaría en subir hasta aquí, quiero decir en bajar -dice, y a pesar de lo pequeño que fue el error, mi padre se dio cuenta-. Escúchame bien, Terence Neil -dice-. Siempre fui un buen amo para Patrick Neil, tu abuelo.
»-Sí que es verdad -dice mi padre.
»-Y además, creo que siempre fui un caballero correcto y sensato -dice el otro.
»-Así es como yo lo llamaría, sí señor -dice mi padre (aunque era una mentira muy gorda, pero ¡a ver qué iba a hacer!).
»-Pues aunque fui tan sobrio como la mayoría de los hombres, o al menos como la mayoría de los caballeros, y aunque en algunas épocas fui un cristiano tan extravagante como el que más, y caritativo e inhumano con los pobres -va y dice-, no me encuentro muy a gusto donde vivo ahora, que sería lo suyo.
»-Sí que es una lástima -dice mi padre-. A lo mejor su señoría debería hablar con el padre Murphy...
»-Calla la boca, deslenguado -dice el señor-. No es en mi alma en lo que estoy pensando. No sé cómo te atreves a hablar de almas con un caballero. Cuando quiera arreglar eso, iré a ver a quien se ocupa de estas cosas. No es mi alma lo que me molesta -dice sentándose frente a mi padre-. Lo que tengo mal es la pierna derecha, la que me rompí en Glenvarloch el día en que maté a Barney.
«(Más adelante, mi padre se enteró de que era uno de sus caballos preferidos, que se cayó debajo de él al saltar la valla que bordea la cañada.)
»-¿No será que su señoría se siente incómodo por haberlo matado?
»-Calla la boca, estúpido -dice el señor-. Ahora te explico por qué me molesta la pierna -dice-. En el lugar en que paso la mayor parte del tiempo, a no ser los pocos ratos que me quedan para dar una vuelta por aquí, tengo que andar mucho, cosa a la que no estaba acostumbrado antes -dice-; y no me sienta nada bien, porque sabrás que a la gente con la que estoy le gusta muchísimo el agua, porque no hay nada mejor para la sed y, además, allí hace demasiado calor -dice-. Tengo la obligación de llevarles agua, aunque la verdad es que yo me quedo con muy poca. Te puedo asegurar que es una tarea complicada, porque esa gente parece estar seca y se la beben toda en cuanto la llevo. Pero lo que me lleva a mal traer es lo débil que tengo la pierna y, para abreviar, lo que quiero es que le des un par de tirones para ponerla en su sitio.
»-Pues, señoría, yo no me atrevería a hacerle una cosa así a su señoría -dice mi padre (porque no le apetecía lo más mínimo tocar al espíritu)-. Sólo lo hago con pobres hombres como yo.
»-No seas pelotillero -dice el señor-. Aquí tienes la pierna -dice, levantándola hacia mi padre-. Dale un buen tirón, porque si no lo haces, te juro por todos los poderes inmortales que no te dejaré un solo hueso sano.
»Cuando mi padre oyó aquello, comprendió que no le iba a servir de nada resistirse, así que cogió la pierna y se puso a tirar hasta que la cara se le cubrió de sudor, bendito sea Dios.
»-Tira fuerte, imbécil -dice el señor.
»-Como mande su señoría -dice mi padre.
»-Más fuerte -dice el señor.
»Y mi padre tiró con todas sus fuerzas.
»-Voy a beber un traguito para darme ánimos -dice el señor, acercando la mano a la botella y dejando caer todo el peso del cuerpo. Pero, con todo lo listo que era, metió la pata, porque cogió la otra botella . -A tu salud, Terence -dice-, y sigue tirando con todas tus fuerzas-. Levantó la botella de agua bendita, pero casi no se la había acercado a los labios cuando soltó un grito tan grande que pareció como si la habitación fuera a hacerse pedazos, y pegó tal sacudida que mi padre se quedó con la pierna en las manos. El señor dio un salto por encima de la mesa, y mi padre salió volando hasta el otro extremo de la habitación y se cayó de espaldas en el suelo. Cuando volvió en sí, el alegre sol de la mañana se colaba por las contraventanas, y él estaba tumbado de espaldas en el suelo. Tenía agarrada la pata de una silla que se había desprendido, y el viejo Larry seguía dormido como un tronco y roncando. Aquella mañana, mi padre fue a ver al padre Murphy, y desde ese día hasta el de su muerte no dejó de confesarse ni de ir a misa, y, como hablaba poco de lo que le había pasado, la gente le creía más. En cuanto al señor, o sea el espíritu, no se sabe si porque no le gustó lo que bebió o porque perdió una pierna, el caso es que nadie lo volvió a ver deambular.»
FIN

Una madre
[Cuento. Texto completo]
James Joyce
El señor Holohan, vicesecretario de la sociedad Eire Abu, se paseó un mes por todo Dublín con las manos y los bolsillos atiborrados de papelitos sucios, arreglando lo de la serie de conciertos. Era lisiado y por eso sus amigos lo llamaban Aúpa Holohan. Anduvo para arriba y para abajo sin parar y se pasó horas enteras en una esquina discutiendo el asunto y tomando notas; pero al final fue la señora Kearney quien tuvo que resolverlo todo.
La señorita Devlin se transformó en la señora Keamey por despecho. Se había educado en uno de los mejores conventos, donde aprendió francés y música. Como era exangüe de nacimiento y poco flexible de carácter, hizo pocas amigas en la escuela. Cuando estuvo en edad casadera la hicieron visitar varias casas donde admiraron mucho sus modales pulidos y su talento musical. Se sentó a esperar a que viniera un pretendiente capaz de desafiar su frígido círculo de dotes para brindarle una vida venturosa. Pero los jóvenes que conoció eran vulgares y jamás los alentó, prefiriendo consolarse de sus anhelos románticos consumiendo Delicias Turcas a escondidas. Sin embargo, cuando casi llegaba al límite y sus amigas empezaban ya a darle a la lengua, les tapó la boca casándose con el señor Keamey, un botinero de la explanada de Ormond.
Era mucho mayor que ella. Su conversación adusta tenía lugar en los intermedios de su enorme barba parda. Después del primer año de casada intuyó ella que un hombre así sería más útil que un personaje novelesco, pero nunca echó a un lado sus ideas románticas. Era él sobrio, frugal y pío; tomaba la comunión cada viernes, a veces con ella, muchas veces solo. Pero ella nunca flaqueó en su fe religiosa y fue una buena esposa. Cuando en una reunión con desconocidos ella arqueaba una ceja, él se levantaba enseguida para despedirse, y, si su tos lo acosaba, ella le envolvía los pies en una colcha y le hacía un buen ponche de ron. Por su parte, él era un padre modelo. Pagando una módica suma cada semana a una mutual se aseguró de que sus dos hijas recibieran una dote de cien libras cada una al cumplir veinticuatro años. Mandó a la hija mayor, Kathleen, a un convento, donde aprendió francés y música, y más tarde le costeó el Conservatorio. Todos los años por julio la señora Kearney hallaba ocasión de decirles a sus amigas:
-El bueno de mi marido nos manda a veranear unas semanas a Skerries.
Y si no era a Skerries era a Howth o a Greystones.
Cuando el Despertar Irlandés comenzó a mostrarse digno de atención, la señora Kearney determinó sacar partido al nombre de su hija, tan irlandés, y le trajo un maestro de lengua irlandesa. Kathleen y su hermana les enviaban postales irlandesas a sus amigas, quienes, a su vez, les respondían con otras postales irlandesas. En ocasiones especiales, cuando el señor Kearney iba con su familia a las reuniones procatedral, un grupo de gente se reunía después de la misa de domingo en la esquina de la calle Catedral. Eran todos amigos de los Kearney, amigos musicales o amigos nacionalistas; y, cuando le sacaban el jugo al último chisme, se daban la mano, todos a una, riéndose de tantas manos cruzadas y diciéndose adiós en irlandés. Muy pronto el nombre de Kathleen Kearney estuvo a menudo en boca de la gente para decir que ella tenía talento y que era muy buena muchacha y, lo que es más, que, creía en el renacer de la lengua irlandesa. La señora Kearney se sentía de lo más satisfecha. Así no se sorprendió cuando un buen día el señor Holohan vino a proponerle que su hija fuera pianista acompañante en cuatro grandes conciertos que su Sociedad iba a dar en las Antiguas Salas de Concierto. Ella lo hizo pasar a la sala, lo invitó a sentarse y sacó la garrafa y la bizcochera de plata. Se entregó ella en cuerpo y alma a ultimar los detalles; aconsejó y persuadió; y, finalmente, se redactó un contrato según el cual Kathleen recibiría ocho guineas por sus servicios como pianista acompañante en aquellos cuatro grandes conciertos.
Como el señor Holohan era novato en cuestiones tan delicadas como la redacción de anuncios y la confección de programas, la señora Kearney lo ayudó. Tenía tacto. Sabía qué artistas debían llevar el nombre en mayúsculas y qué artistas debían ir en letras pequeñas. Sabía que al primer tenor no le gustaría salir después del sainete del señor Meade. Para mantener al público divertido, acomodó los números dudosos entre viejos favoritos. El señor Holohan la visitaba cada día para pedirle consejo sobre esto y aquello. Ella era invariablemente amistosa y asesora, en una palabra, asequible. Deslizaba hacia él la garrafa, diciéndole:
-Vamos, ¡sírvase usted, señor Holohan!
Y si él se servía, añadía ella:
-¡Sin miedo! ¡Sin ningún miedo!
Todo salió a pedir de boca. la señora Kearney compró en Brown Thomas un retazo de raso liso rosa, precioso, para hacerle una pechera al traje de Kathleen. Costó un ojo de la cara; pero hay ocasiones en que cualquier gasto está justificado. Se quedó con una docena de entradas para el último concierto y las envió a esas amistades con que no se podía contar que asistieran si no era así. No se olvidó de nada y, gracias a ella, se hizo lo que había que hacer.
Los conciertos tendrían lugar miércoles, jueves, viernes y sábado. Cuando la señora Kearney llegó con su hija a las Antiguas Salas de Concierto la noche del miércoles no le gustó lo que vio. Unos cuantos jóvenes que llevaban insignias azul brillante en sus casacas, holgazaneaban por el vestíbulo; ninguno llevaba ropa de etiqueta. Pasó de largo con su hija y una rápida ojeada a la sala le hizo ver la causa del holgorio de los ujieres. Al principio se preguntó si se habría equivocado de hora. Pero no, faltaban veinte minutos para las ocho.
En el camerino, detrás del escenario, le presentaron al secretario de la Sociedad, el señor Fitzpatrick. Ella sonrió y le tendió una mano. Era un hombrecito de cara lerda. Notó que llevaba su sombrero de pana pardo al desgaire a un lado y que hablaba con dejo desganado. Tenía un programa en la mano y mientras conversaba con ella le mordió una punta hasta que la hizo una pulpa húmeda. No parecía darle importancia al chasco. El señor Holohan entraba al camerino a cada rato trayendo noticias de la taquilla. Los artistas hablaban entre ellos, nerviosos, mirando de vez en cuando al espejo y enrollando y desenrollando sus partituras. Cuando eran casi las ocho y media la poca gente que había en el teatro comenzó a expresar el deseo de que empezara la función. El señor Fitzpatrick subió a escena, sonriendo inexpresivo al público, para decirles:
-Bueno, y ahora, señoras y señores, supongo que es mejor que empiece la fiesta.
La señora Kearney recompensó su vulgarísima expresión final con una rápida mirada despreciativa y luego le dijo a su hija para animarla:
-¿Estás lista, tesoro?
Cuando tuvo la oportunidad llamó al señor Holohan aparte y le preguntó qué significaba aquello. El señor Holohan le respondió que él no sabía. Le explicó que el comité había cometido un error en dar tantos conciertos: cuatro conciertos eran demasiados.
-¡Y con qué artistas! -dijo la señora Kearney-. Claro que hacen lo que pueden, pero no son nada buenos.
El señor Holohan admitió que los artistas eran malos, pero el comité, dijo, había decidido dejar que los tres primeros conciertos salieran como pudieran y reservar lo bueno para la noche del sábado. La señora Kearney no dijo nada, pero, como las mediocridades se sucedían en el estrado y el público disminuía cada vez, comenzó a lamentarse de haber puesto todo su empeño en semejante velada. No le gustaba en absoluto el aspecto de aquello y la estúpida sonrisa del señor Fitzpatrick la irritaba de veras. Sin embargo, se calló la boca y decidió esperar a ver cómo acababa todo. El concierto se extinguió poco antes de las diez y todo el mundo se fue a casa corriendo.
El concierto del jueves tuvo mejor concurrencia, pero la señora Kearney se dio cuenta enseguida de que el teatro estaba lleno de balde. El público se comportaba sin el menor recato, como si el concierto fuera un último ensayo informal. El señor Fitzpatrick parecía divertirse mucho; y no estaba en lo más mínimo consciente de que la señora Kearney, furiosa, tomaba nota de su conducta. Se paraba él junto a las bambalinas y de vez en cuando sacaba la cabeza para intercambiar risas con dos amigotes sentados en el extremo del balcón. Durante la tanda la señora Kearney se enteró de que se iba a cancelar el concierto del viernes y que el comité movería cielo y tierra para asegurarse de que el concierto del sábado fuera un lleno completo. Cuando oyó decir esto buscó al señor Holohan. Lo pescó mientras iba cojeando con un vaso de limonada para una jovencita y le preguntó si era cierto. Sí, era cierto.
-Pero, naturalmente, eso no altera el contrato -dijo ella-. El contrato es por cuatro conciertos.
El señor Holohan parecía estar apurado; le aconsejó que hablara con el señor Fitzpatrick. La señora Kearney comenzó a alarmarse entonces. Sacó al señor Fitzpatrick de su bambalina y le dijo que su hija había firmado por cuatro conciertos y que, naturalmente, de acuerdo con los términos del contrato ella recibiría la suma estipulada originalmente, diera o no la Sociedad cuatro conciertos. El señor Fitzpatrick, que no se dio cuenta del punto en cuestión enseguida, parecía incapaz de resolver la dificultad y dijo que trasladaría el problema al comité. La ira de la señora Kearney comenzó a revolotearle en las mejillas y tuvo que hacer lo imposible para no preguntar:
-¿Y quién es este convidé, hágame el favor?
Pero sabía que no era digno de una dama hacerlo: por eso se quedó callada.
El viernes por la mañana enviaron a unos chiquillos a que repartieran volantes por las calles de Dublín. Anuncios especiales aparecieron en todos los diarios de la tarde recordando al público amante de la buena música el placer que les esperaba a la noche siguiente. La señora Kearney se sintió más alentada pero pensó que era mejor confiar sus sospechas a su marido. Le prestó atención y dijo que sería mejor que la acompañara el sábado por la noche. Ella estuvo de acuerdo. Respetaba a su esposo como respetaba a la oficina de correos, como algo grande, seguro, inamovible; y aunque sabía que era escaso de ideas, apreciaba su valor como hombre, en abstracto. Se alegró de que él hubiera sugerido ir al concierto con ella. Pasó revista a sus planes.
Vino la noche del gran concierto. La señora Kearney, con su esposo y su hija, llegó a las Antiguas Salas de Concierto tres cuartos de hora antes de la señalada para comenzar. Tocó la mala suerte que llovía. La señora Kearney dejó las ropas y las partituras de su hija al cuidado de su marido y recorrió todo el edificio buscando al señor Holohan y al señor Fitzpatrick. No pudo encontrar a ninguno de los dos. Les preguntó a los ujieres si había algún miembro del comité en el público, y, después de mucho trabajo, un ujier se apareció con una mujercita llamada la señorita Beirne, a quien la señora Kearney explicó que quería ver a uno de los secretarios. La señorita Beirne los esperaba de un momento a otro y le preguntó si podía hacer algo por ella. La señora Kearney escrutó a aquella mujercita que tenía una doble expresión de confianza en el prójimo y de entusiasmo atornillada a su cara, y le respondió:
-¡No, gracias!
La mujercita esperaba que hicieran una buena entrada. Miró la lluvia hasta que la melancolía de la calle mojada borró el entusiasmo y la confianza de sus facciones torcidas. Luego exhaló un suspirito y dijo:
-¡Ah, bueno, se hizo lo que se pudo, como usted sabe!
La señora Kearney tuvo que regresar al camerino.
Llegaban los artistas. El bajo y el segundo tenor ya estaban allí. El bajo, el señor Duggan, era un hombre joven y esbelto, con un bigote negro regado. Era hijo del portero de unas oficinas, del centro, y, de niño, había cantado sostenidas notas bajas por los resonantes corredores. De tan humildes auspicios se había educado a sí mismo para convertirse en un artista de primera fila. Había cantado en la ópera. Una noche, cuando un artista operático se enfermó, había interpretado el rol del rey en Maritana, en el Queen's Theatre. Cantó con mucho sentimiento y volumen y fue muy bien acogido por la galería; pero, desgraciadamente, echó a perder la buena impresión inicial al sonarse la nariz en un guante, una o dos veces, de distraído que era. Modesto, hablaba poco. Decía ustéi pero tan bajo que pasaba inadvertido y por cuidarse la voz no bebía nada más fuerte que leche. El señor Bell, el segundo tenor, era un hombrecito rubio que competía todos los años por los premios de Feis Ceoil. A la cuarta intentona ganó una medalla de bronce. Nervioso en extremo y en extremo envidioso de otros tenores, cubría su envidia nerviosa con una simpatía desbordante. Era dado a dejar saber a otras personas la viacrucis que significaba un concierto. Por eso cuando vio al señor Duggan se le acercó a preguntarle:
-¿Estás tú también en el programa?
-Sí -respondió el señor Duggan.
El señor Bell sonrió a su compañero de infortunios, extendió una mano y le dijo:
-¡Chócala!
La señora Kearney pasó por delante de estos dos jóvenes y se fue al borde de la bambalina a echar un vistazo a la sala. Ocupaban las localidades rápidamente y un ruido agradable circulaba por el auditorio. Regresó a hablar en privado con su esposo. La conversación giraba sobre Kathleen evidentemente, pues ambos le echaban una mirada de vez en cuando mientras ella conversaba de pie con una de sus amigas nacionalistas, la señorita Healy, la contralto. Una mujer desconocida y solitaria de cara pálida atravesó la pieza. Las muchachas siguieron con ojos ávidos aquel vestido azul desvaído tendido sobre un cuerpo enjuto. Alguien dijo que era Madama Glynn, soprano.
-Me pregunto de dónde la sacaron -dijo Kathleen a la señorita Healy-. Nunca oí hablar de ella, te lo aseguro.
La señorita Healy tuvo que sonreír. El señor Holohan entró cojeando al camerino en ese momento y las dos muchachas le preguntaron quién era la desconocida. El señor Holohan dijo que era Madama Glynn, de Londres. Madama tomó posesión de un rincón del cuarto, manteniendo su partitura rígida frente a ella y cambiando de vez en cuando la dirección de su mirada de asombro. Las sombras acogieron protectoras su traje marchito, pero en revancha le rebosaron la fosa del esternón. El ruido de la sala se oyó más fuerte. El primer tenor y el barítono llegaron juntos. Se veían bien vestidos los dos, bien alimentados y complacidos, regalando un aire de opulencia a la compañía.
La señora Kearney les llevó a su hija y se dirigió a ellos con amabilidad. Quería estar en buenos términos pero, mientras hacía lo posible por ser atenta con ellos, sus ojos seguían los pasos cojeantes y torcidos del señor Holohan. Tan pronto como pudo se excusó y le cayó detrás.
-Señor Holohan -le dijo-, quiero hablar con usted un momento.
Se fueron a un extremo discreto del corredor. La señora Kearney le preguntó cuándo le iban a pagar a su hija. El señor Holohan dijo que ya se encargaría de ello el señor Fitzpatrick. La señora Kearney dijo que ella no sabía nada del señor Fitzpatrick. Su hija había firmado contrato por ocho guineas y había que pagárselas. El señor Holohan dijo que eso no era asunto suyo.
-¿Por qué no es asunto suyo? -le preguntó la señora Kearney-. ¿No le trajo usted mismo el contrato? En todo caso, si no es asunto suyo, sí es asunto mío y me voy a ocupar de él.
-Más vale que hable con el señor Fitzpatrick -dijo el señor Holohan, remoto.
-A mí no me interesa su señor Fitzpatrick para nada -repitió la señora Kearney-. Yo tengo mi contrato y voy a ocuparme de que se cumpla.
Cuando regresó al camerino, ligeramente ruborizada, reinaba allí la animación. Dos hombres con impermeables habían tomado posesión de la estufa y charlaban familiarmente con la señorita Healy y el barítono. Eran un enviado del Freeman y el señor O'Madden Burke. El enviado del Freeman había entrado a decir que no podía quedarse al concierto ya que tenía que cubrir una conferencia que iba a pronunciar un sacerdote en la Mansion House. Dijo que debían dejarle una nota en la redacción del Freeman y que él se ocuparía de que la incluyeran. Era canoso, con voz digna de crédito y modales cautos. Tenía un puro apagado en la mano y el aroma a humo de tabaco flotaba a su alrededor. No tenía intenciones de quedarse más que un momento porque los conciertos y los artistas lo aburrían considerablemente, pero permanecía recostado a la chimenea. La señorita Healy estaba de pie frente a él, riendo y charlando. Tenía él edad como para sospechar la razón de la cortesía femenina, pero era lo bastante joven de espíritu para saber sacar provecho a la ocasión. El calor, el color y el olor de aquel cuerpo juvenil le despertaban la sensualidad. Estaba deliciosamente al tanto de los senos que en este momento subían y bajaban frente a él en su honor, consciente de que las risas y el perfume y las miradas imponentes eran otro tributo. Cuando no pudo quedarse ya más tiempo, se despidió de ella muy a pesar suyo.
-O'Madden Burke va a escribir la nota -le explicó al señor Holohan-, y yo me ocupo de que la metan.
-Muchísimas gracias, señor Hendrick -dijo el señor Holohan-. Ya sé que usted se ocupará de ella. Pero, ¿no quiere tomar una cosita antes de irse?
-No estaría mal -dijo el señor Hendrick.
Los dos hombres atravesaron oscuros pasadizos y subieron escaleras hasta llegar a un cuarto apartado donde uno de los ujieres descorchaba botellas para unos cuantos señores. Uno de estos señores era el señor O'Madden Burke, que había dado con el cuarto por puro instinto. Era un hombre entrado en años, afable, quien, en estado de reposo, balanceaba su cuerpo imponente sobre un largo paraguas de seda. Su grandilocuente apellido de irlandés del oeste era el paraguas moral sobre el que balanceada el primoroso problema de sus finanzas. Se le respetaba a lo ancho y a lo largo.
Mientras el señor Holohan convidaba al enviado del Freeman, la señora Kearney hablaba a su esposo con tal vehemencia que éste tuvo que pedirle que bajara la voz. La conversación de la otra gente en el camerino se había hecho tensa. El señor Bell, primero en el programa, estaba listo con su música pero su acompañante ni se movió. Algo andaba mal, era evidente. El señor Kearney miraba hacia adelante, mesándose la barba, mientras la señora Kearney le hablaba al oído a Kathleen con énfasis controlado. De la sala llegaban ruidos revueltos, palmas y pateos. El primer tenor y el barítono y la señorita Healy se pusieron los tres a esperar tranquilamente, pero el señor Bell tenía los nervios de punta porque temía que el público pensara que se había retrasado.
El señor Holohan y el señor O'Madden Burke entraron al camerino. En un instante el señor Holohan se dio cuenta de lo que pasaba. Se acercó a la señora Kearney y le habló con franqueza. Mientras hablaban el ruido de la sala se hizo más fuerte. El señor Holohan estaba rojo y excitadísimo. Habló con volubilidad, pero la señora Kearney repetía cortante, a intervalos:
-Ella no saldrá. Hay que pagarle sus ocho guineas.
El señor Holohan señalaba desesperado hacia la sala, donde el público daba patadas y palmetas. Acudió al señor Kearney y a Kathleen. Pero el señor Kearney seguía mesándose las barbas y Kathleen miraba al suelo, moviendo la punta de su zapato nuevo: no era su culpa. la señora Kearney repetía:
-No saldrá si no se le paga.
Después de un breve combate verbal, el señor Holohan se marchó, cojeando, a la carrera. Se hizo el silencio en la pieza. Cuando el silencio se volvió insoportable, la señorita Healy le dijo al barítono:
-¿Vio usted a la señora Pat Campbell esta semana?
El barítono no la había visto, pero le habían dicho que había estado muy bien. La conversación se detuvo ahí. El primer tenor bajó la cabeza y empezó a contar los eslabones de la cadena de oro que le cruzaba el pecho, sonriendo y tarareando notas al azar para afinar la voz. De vez en cuando todos echaban una ojeada hacia la señora Kearney.
El ruido del auditorio se había vuelto un escándalo cuando el señor Fitzpatrick entró al camerino, seguido por el señor Holohan que acezaba. De la sala llegaron silbidos que acentuaban ahora el estruendo de palmetas y patadas. El señor Fitzpatrick alzó varios billetes en la mano. Contó hasta cuatro en la mano de la señora Kearney y dijo que iba a conseguir el resto en el intermedio. La señora Kearney dijo:
-Faltan cuatro chelines.
Pero Kathleen se recogió la falda y dijo: Vamos, el señor Bell, al primer cantante, que temblaba más que una hoja. El artista y su acompañante salieron a escena juntos. Se extinguió el ruido en la sala. Hubo una pausa de unos segundos: y luego se oyó un piano.
La primera parte del concierto tuvo mucho éxito, con excepción del número de Madama Glynn. La pobre mujer cantó Killarney con voz incorpórea y jadeante, con todos los amaneramientos de entonación y de pronunciación que ella creía que le daban elegancia a su canto pero que estaban tan fuera de moda. Parecía como si la hubieran resucitado de un viejo vestuario, y de las localidades populares de la platea se burlaron de sus quejumbrosos agudos. El primer tenor y la contralto, sin embargo, se robaron al público. Kathleen tocó una selección de aires irlandeses que fue generosamente aplaudida. Cerró la primera parte una conmovedora composición patriótica, recitada por una joven que organizaba funciones teatrales de aficionados. Fue merecidamente aplaudida; y, cuando terminó, los hombres salieron al intermedio, satisfechos.
En todo este tiempo el camerino había sido un avispero de emociones. En una esquina estaba el señor Holohan, el señor Fitzpatrick, la señorita Beirne, dos de los ujieres, el barítono, el bajo y el señor O'Madden Burke. El señor O'Madden Burke dijo que era la más escandalosa exhibición de que había sido testigo nunca. La carrera musical de Kathleen Kearney, dijo, estaba acabada en Dublín después de esto. Al barítono le preguntaron qué opinaba del comportamiento de la señora Kearney. No quería opinar. Le habían pagado su dinero y quería estar en paz con todos. Sin embargo, dijo que la señora Kearney bien podía haber tenido consideración con los artistas. Los ujieres y los secretarios debatían acaloradamente sobre lo que debía hacerse llegado el intermedio.
-Estoy de acuerdo con la señorita Beirne -dijo el señor O'Madden Burke-. De pagarle, nada.
En la otra esquina del cuarto estaban la señora Kearney y su marido, el señor Bell, la señorita Healy y la joven que recitó los versos patrióticos. La señora Kearney decía que el comité la había tratado escandalosamente. No había reparado ella ni en dificultades ni en gastos y así era como le pagaban.
Creían que tendrían que lidiar sólo con una muchacha y que, por lo tanto, podían tratarla a la patada. Pero les iba ella a mostrar lo equivocados que estaban. No se atreverían a tratarla así si ella fuera un hombre. Pero ella se encargaría de que respetaran los derechos de su hija: de ella no se burlaba nadie. Si no le pagaban hasta el último penique iba a tocar a rebato en Dublín. Claro que lo sentía por los artistas. Pero ¿qué otra cosa podía ella hacer? Acudió al segundo tenor que dijo que no la habían tratado bien. Luego apeló a la señorita Healy. La señorita Healy quería unirse al otro bando, pero le disgustaba hacerlo porque era muy buena amiga de Kathleen y los Kearneys la habían invitado a su casa muchas veces.
Tan pronto como terminó la primera parte, el señor Fitzpatrick y el señor Holohan se acercaron a la señora Kearney y le dijeron que las otras cuatro guineas le serían pagadas después que se reuniera el comité al martes siguiente y que, en caso de que su hija no tocara en la segunda parte, el comité daría el contrato por cancelado, y no pagaría un penique.
-No he visto a ese tal comité -dijo la señora Kearney, furiosa-. Mi hija tiene su contrato. Cobrará cuatro libras con ocho en la mano o no pondrá un pie en el estrado.
-Me sorprende usted, señora Kearney -dijo el señor Holohan-. Nunca creí que nos trataría usted así.
-Y ¿de qué forma me han tratado ustedes a mí? -preguntó la señora Kearney.
Su cara se veía ahogada por la rabia y parecía que iba a atacar a alguien físicamente.
-No exijo más que mis derechos -dijo ella.
-Debía usted tener un poco de decencia -dijo el señor Holohan.
-Debería yo, ¿de veras?... Y si pregunto cuándo le van a pagar a mi hija me responden con una grosería.
Echó la cabeza atrás para imitar un tono altanero:
-Debe usted hablar con el secretario. No es asunto mío. Soi mu impoltante pa-lo-poco-quiago.
-Yo creí que era usted una dama -dijo el señor Holohan, alejándose de ella, brusco.
Después de lo cual la conducta de la señora Kearney fue criticada por todas partes: todos aprobaron lo que había hecho el comité. Ella se paró en la puerta, lívida de furia, discutiendo con su marido y su hija, gesticulándoles. Esperó hasta que fue hora de comenzar la segunda parte con la esperanza de que los secretarios vendrían a hablarle. Pero la señorita Healy consintió bondadosamente en tocar uno o dos acompañamientos. La señora Kearney tuvo que echarse a un lado para dejar que el barítono y su acompañante pasaran al estrado. Se quedó inmóvil, por un instante, la imagen pétrea de la furia, y, cuando las primeras notas de la canción repercutieron en sus oídos, cogió la capa de su hija y le dijo a su marido:
-¡Busca un coche!
Salió él inmediatamente. La señora Kearney envolvió a su hija en la capa y siguió a su marido. Al cruzar el umbral se detuvo a escudriñar la cara de el señor Holohan:
-Todavía no he terminado con usted -le dijo.
-Pues yo sí -respondió el señor Holohan.
Kathleen siguió, modosa, a su madre. El señor Holohan comenzó a caminar alrededor del cuarto para calmarse, ya que sentía que la piel le quemaba.
-¡Eso es lo que se llama una mujer agradable! -dijo-. ¡Vaya que es agradable!
-Hiciste lo indicado, Holohan -dijo el señor O'Madden Burke, posado en su paraguas en señal de aprobación.
FIN



La bestia en la cueva
[Cuento. Texto completo.]
H.P. Lovecraft
La horrible conclusión que se había ido abriendo camino en mi espíritu de manera gradual era ahora una terrible certeza. Estaba perdido por completo, perdido sin esperanza en el amplio y laberíntico recinto de la caverna de Mamut. Dirigiese a donde dirigiese mi esforzada vista, no podía encontrar ningún objeto que me sirviese de punto de referencia para alcanzar el camino de salida. No podía mi razón albergar la más ligera esperanza de volver jamás a contemplar la bendita luz del día, ni de pasear por los valles y las colinas agradables del hermoso mundo exterior. La esperanza se había desvanecido. A pesar de todo, educado como estaba por una vida entera de estudios filosóficos, obtuve una satisfacción no pequeña de mi conducta desapasionada; porque, aunque había leído con frecuencia sobre el salvaje frenesí en el que caían las víctimas de situaciones similares, no experimenté nada de esto, sino que permanecí tranquilo tan pronto como comprendí que estaba perdido.
Tampoco me hizo perder ni por un momento la compostura la idea de que era probable que hubiese vagado hasta más allá de los límites en los que se me buscaría. Si había de morir -reflexioné-, aquella caverna terrible pero majestuosa sería un sepulcro mejor que el que pudiera ofrecerme cualquier cementerio; había en esta concepción una dosis mayor de tranquilidad que de desesperación.
Mi destino final sería perecer de hambre, estaba seguro de ello. Sabía que algunos se habían vuelto locos en circunstancias como esta, pero no acabaría yo así. Yo solo era el causante de mi desgracia: me había separado del grupo de visitantes sin que el guía lo advirtiera; y, después de vagar durante una hora aproximadamente por las galerías prohibidas de la caverna, me encontré incapaz de volver atrás por los mismos vericuetos tortuosos que había seguido desde que abandoné a mis compañeros.
Mi antorcha comenzaba a expirar, pronto estaría envuelto en la negrura total y casi palpable de las entrañas de la tierra. Mientras me encontraba bajo la luz poco firme y evanescente, medité sobre las circunstancias exactas en las que se produciría mi próximo fin. Recordé los relatos que había escuchado sobre la colonia de tuberculosos que establecieron su residencia en estas grutas titánicas, por ver de encontrar la salud en el aire sano, al parecer, del mundo subterráneo, cuya temperatura era uniforme, para su atmósfera e impregnado su ámbito de una apacible quietud; en vez de la salud, habían encontrado una muerte extraña y horrible. Yo había visto las tristes ruinas de sus viviendas defectuosamente construidas, al pasar junto a ellas con el grupo; y me había preguntado qué clase de influencia ejercía sobre alguien tan sano y vigoroso como yo una estancia prolongada en esta caverna inmensa y silenciosa. Y ahora, me dije con lóbrego humor, había llegado mi oportunidad de comprobarlo; si es que la necesidad de alimentos no apresuraba con demasiada rapidez mi salida de este mundo.
Resolví no dejar piedra sin remover, ni desdeñar ningún medio posible de escape, en tanto que se desvanecían en la oscuridad los últimos rayos espasmódicos de mi antorcha; de modo que -apelando a toda la fuerza de mis pulmones- proferí una serie de gritos fuertes, con la esperanza de que mi clamor atrajese la atención del guía. Sin embargo, pensé mientras gritaba que mis llamadas no tenían objeto y que mi voz -aunque magnificada y reflejada por los innumerables muros del negro laberinto que me rodeaba- no alcanzaría más oídos que los míos propios.
Al mismo tiempo, sin embargo, mi atención quedó fijada con un sobresalto al imaginar que escuchaba el suave ruido de pasos aproximándose sobre el rocoso pavimento de la caverna.
¿Estaba a punto de recuperar tan pronto la libertad? ¿Habrían sido entonces vanas todas mis horribles aprensiones? ¿Se habría dado cuenta el guía de mi ausencia no autorizada del grupo y seguiría mi rastro por el laberinto de piedra caliza? Alentado por estas preguntas jubilosas que afloraban en mi imaginación, me hallaba dispuesto a renovar mis gritos con objeto de ser descubierto lo antes posible, cuando, en un instante, mi deleite se convirtió en horror a medida que escuchaba: mi oído, que siempre había sido agudo, y que estaba ahora mucho más agudizado por el completo silencio de la caverna, trajo a mi confusa mente la noción temible e inesperada de que tales pasos no eran los que correspondían a ningún ser humano mortal. Los pasos del guía, que llevaba botas, hubieran sonado en la quietud ultraterrena de aquella región subterránea como una serie de golpes agudos e incisivos. Estos impactos, sin embargo, eran blandos y cautelosos, como producidos por las garras de un felino. Además, al escuchar con atención me pareció distinguir las pisadas de cuatro patas, en lugar de dos pies.
Quedé entonces convencido de que mis gritos habían despertado y atraído a alguna bestia feroz, quizás a un puma que se hubiera extraviado accidentalmente en el interior de la caverna. Consideré que era posible que el Todopoderoso hubiese elegido para mí una muerte más rápida y piadosa que la que me sobrevendría por hambre; sin embargo, el instinto de conservación, que nunca duerme del todo, se agitó en mi seno; y aunque el escapar del peligro que se aproximaba no serviría sino para preservarme para un fin más duro y prolongado, determiné a pesar de todo vender mi vida lo más cara posible. Por muy extraño que pueda parecer, no podía mi mente atribuir al visitante intenciones que no fueran hostiles. Por consiguiente, me quedé muy quieto, con la esperanza de que la bestia -al no escuchar ningún sonido que le sirviera de guía- perdiese el rumbo, como me había sucedido a mí, y pasase de largo a mi lado. Pero no estaba destinada esta esperanza a realizarse: los extraños pasos avanzaban sin titubear, era evidente que el animal sentía mi olor, que sin duda podía seguirse desde una gran distancia en una atmósfera como la caverna, libre por completo de otros efluvios que pudieran distraerlo.
Me di cuenta, por tanto, de que debía estar armado para defenderme de un misterioso e invisible ataque en la oscuridad y tanteé a mi alrededor en busca de los mayores entre los fragmentos de roca que estaban esparcidos por todas partes en el suelo de la caverna, y tomando uno en cada mano para su uso inmediato, esperé con resignación el resultado inevitable. Mientras tanto, las horrendas pisadas de las zarpas se aproximaban. En verdad, era extraña en exceso la conducta de aquella criatura. La mayor parte del tiempo, las pisadas parecían ser las de un cuadrúpedo que caminase con una singular falta de concordancia entre las patas anteriores y posteriores, pero -a intervalos breves y frecuentes- me parecía que tan solo dos patas realizaban el proceso de locomoción. Me preguntaba cuál sería la especie de animal que iba a enfrentarse conmigo; debía tratarse, pensé, de alguna bestia desafortunada que había pagado la curiosidad que la llevó a investigar una de las entradas de la temible gruta con un confinamiento de por vida en sus recintos interminables. Sin duda le servirían de alimento los peces ciegos, murciélagos y ratas de la caverna, así como alguno de los peces que son arrastrados a su interior cada crecida del Río Verde, que comunica de cierta manera oculta con las aguas subterráneas. Ocupé mi terrible vigilia con grotescas conjeturas sobre las alteraciones que podría haber producido la vida en la caverna sobre la estructura física del animal; recordaba la terrible apariencia que atribuía la tradición local a los tuberculosos que allí murieron tras una larga residencia en las profundidades. Entonces recordé con sobresalto que, aunque llegase a abatir a mi antagonista, nunca contemplaría su forma, ya que mi antorcha se había extinguido hacía tiempo y yo estaba por completo desprovisto de fósforos. La tensión de mi mente se hizo entonces tremenda. Mi fantasía dislocada hizo surgir formas terribles y terroríficas de la siniestra oscuridad que me rodeaba y que parecía verdaderamente apretarse en torno de mi cuerpo. Parecía yo a punto de dejar escapar un agudo grito, pero, aunque hubiese sido lo bastante irresponsable para hacer tal cosa, a duras penas habría respondido mi voz. Estaba petrificado, enraizado al lugar en donde me encontraba. Dudaba que pudiera mi mano derecha lanzar el proyectil a la cosa que se acercaba, cuando llegase el momento crucial. Ahora el decidido “pat, pat” de las pisadas estaba casi al alcance de la mano; luego, muy cerca. Podía escuchar la trabajosa respiración del animal y, aunque estaba paralizado por el terror, comprendí que debía de haber recorrido una distancia considerable y que estaba correspondientemente fatigado. De pronto se rompió el hechizo; mi mano, guiada por mi sentido del oído -siempre digno de confianza- lanzó con todas sus fuerzas la piedra afilada hacia el punto en la oscuridad de donde procedía la fuerte respiración, y puedo informar con alegría que casi alcanzó su objetivo: escuché cómo la cosa saltaba y volvía a caer a cierta distancia; allí pareció detenerse.
Después de reajustar la puntería, descargué el segundo proyectil, con mayor efectividad esta vez; escuché caer la criatura, vencida por completo, y permaneció yaciente e inmóvil. Casi agobiado por el alivio que me invadió, me apoyé en la pared. La respiración de la bestia se seguía oyendo, en forma de jadeantes y pesadas inhalaciones y exhalaciones; deduje de ello que no había hecho más que herirla. Y entonces perdí todo deseo de examinarla. Al fin, un miedo supersticioso, irracional, se había manifestado en mi cerebro, y no me acerqué al cuerpo ni continué arrojándole piedras para completar la extinción de su vida. En lugar de esto, corrí a toda velocidad en lo que era -tan aproximadamente como pude juzgarlo en mi condición de frenesí- la dirección por la que había llegado hasta allí. De pronto escuché un sonido, o más bien una sucesión regular de sonidos. Al momento siguiente se habían convertido en una serie de agudos chasquidos metálicos. Esta vez no había duda: era el guía. Entonces grité, aullé, reí incluso de alegría al contemplar en el techo abovedado el débil fulgor que sabía era la luz reflejada de una antorcha que se acercaba. Corrí al encuentro del resplandor y, antes de que pudiese comprender por completo lo que había ocurrido, estaba postrado a los pies del guía y besaba sus botas mientras balbuceaba -a despecho de la orgullosa reserva que es habitual en mí- explicaciones sin sentido, como un idiota. Contaba con frenesí mi terrible historia; y, al mismo tiempo, abrumaba a quien me escuchaba con protestas de gratitud. Volví por último a algo parecido a mi estado normal de conciencia. El guía había advertido mi ausencia al regresar el grupo a la entrada de la caverna y -guiado por su propio sentido intuitivo de la orientación- se había dedicado a explorar a conciencia los pasadizos laterales que se extendían más allá del lugar en el que había hablado conmigo por última vez; y localizó mi posición tras una búsqueda de más de tres horas.
Después de que hubo relatado esto, yo, envalentonado por su antorcha y por su compañía, empecé a reflexionar sobre la extraña bestia a la que había herido a poca distancia de allí, en la oscuridad, y sugerí que averiguásemos, con la ayuda de la antorcha, qué clase de criatura había sido mi víctima. Por consiguiente volví sobre mis pasos, hasta el escenario de la terrible experiencia. Pronto descubrimos en el suelo un objeto blanco, más blanco incluso que la reluciente piedra caliza. Nos acercamos con cautela y dejamos escapar una simultánea exclamación de asombro. Porque éste era el más extraño de todos los monstruos extranaturales que cada uno de nosotros dos hubiera contemplado en la vida. Resultó tratarse de un mono antropoide de grandes proporciones, escapado quizás de algún zoológico ambulante: su pelaje era blanco como la nieve, cosa que sin duda se debía a la calcinadora acción de una larga permanencia en el interior de los negros confines de las cavernas; y era también sorprendentemente escaso, y estaba ausente en casi todo el cuerpo, salvo de la cabeza; era allí abundante y tan largo que caía en profusión sobre los hombros. Tenía la cara vuelta del lado opuesto a donde estábamos, y la criatura yacía casi directamente sobre ella. La inclinación de los miembros era singular, aunque explicaba la alternancia en su uso que yo había advertido antes, por lo que la bestia avanzaba a veces a cuatro patas, y otras en sólo dos. De las puntas de sus dedos se extendían uñas largas, como de rata. Los pies no eran prensiles, hecho que atribuí a la larga residencia en la caverna que, como ya he dicho antes, parecía también la causa evidente de su blancura total y casi ultraterrena, tan característica de toda su anatomía. Parecía carecer de cola.
La respiración se había debilitado mucho, y el guía sacó su pistola con la clara intención de despachar a la criatura, cuando de súbito un sonido que ésta emitió hizo que el arma se le cayera de las manos sin ser usada. Resulta difícil describir la naturaleza de tal sonido. No tenía el tono normal de cualquier especie conocida de simios, y me pregunté si su cualidad extranatural no sería resultado de un silencio completo y continuado por largo tiempo, roto por la sensación de llegada de luz, que la bestia no debía de haber visto desde que entró por vez primera en la caverna. El sonido, que intentaré describir como una especie de parloteo en tono profundo, continuó débilmente.
Al mismo tiempo, un fugaz espasmo de energía pareció conmover el cuerpo del animal. Las garras hicieron un movimiento convulsivo, y los miembros se contrajeron. Con una convulsión del cuerpo rodó sobre sí mismo, de modo que la cara quedó vuelta hacia nosotros. Quedé por un momento tan petrificado de espanto por los ojos de esta manera revelados que no me apercibí de nada más. Eran negros aquellos ojos; de una negrura profunda en horrible contraste con la piel y el cabello de nívea blancura. Como los de las otras especies cavernícolas, estaban profundamente hundidos en sus órbitas y por completo desprovistos de iris. Cuando miré con mayor atención, vi que estaban enclavados en un rostro menos prognático que el de los monos corrientes, e infinitamente menos velludo. La nariz era prominente. Mientras contemplábamos la enigmática visión que se representaba a nuestros ojos, los gruesos labios se abrieron y varios sonidos emanaron de ellos, tras lo cual la cosa se sumió en el descanso de la muerte.
El guía se aferró a la manga de mi chaqueta y tembló con tal violencia que la luz se estremeció convulsivamente, proyectando en la pared fantasmagóricas sombras en movimiento.
Yo no me moví; me había quedado rígido, con los ojos llenos de horror, fijos en el suelo delante de mí.
El miedo me abandonó, y en su lugar se sucedieron los sentimientos de asombro, compasión y respeto; los sonidos que murmuró la criatura abatida que yacía entre las rocas calizas nos revelaron la tremenda verdad: la criatura que yo había matado, la extraña bestia de la cueva maldita, era -o había sido alguna vez- ¡¡¡un hombre!!!
FIN


Un brazo
[Cuento. Texto completo]
Yasunari Kawabata
-Puedo dejarte uno de mis brazos para esta noche -dijo la muchacha. Se quitó el brazo derecho desde el hombro y, con la mano izquierda, lo colocó sobre mi rodilla.
-Gracias -me miré la rodilla. El calor del brazo la penetraba.
-Pondré el anillo. Para recordarte que es mío -sonrió y levantó el brazo izquierdo a la altura de mi pecho-. Por favor -con un solo brazo era difícil para ella quitarse el anillo.
-¿Es un anillo de compromiso?
-No, un regalo. De mi madre.
Era de plata, con pequeños diamantes engarzados.
-Tal vez se parezca a un anillo de compromiso, pero no me importa. Lo llevo, y cuando me lo quito es como si estuviera abandonando a mi madre.
Levanté el brazo que tenía sobre la rodilla, saqué el anillo y lo deslicé en el anular.
-¿En éste?
-Sí -asintió ella-. Parecería artificial si no se doblan los dedos y el codo. No te gustaría. Deja que los doble por ti.
Tomó el brazo de mi rodilla y, suavemente, apretó los labios contra él. Entonces los posó en las articulaciones de los dedos.
-Ahora se moverán.
-Gracias -recuperé el brazo-. ¿Crees que me hablará? ¿Me dirigirá la palabra?
-Sólo hace lo que hacen los brazos. Si habla, me dará miedo tenerlo de nuevo. Pero inténtalo, de todos modos. Al menos debería escuchar lo que digas, si eres bueno con él.
-Seré bueno con él.
-Hasta la vista -dijo, tocando el brazo derecho con la mano izquierda, como para infundirle un espíritu propio-. Eres suyo, pero sólo por esta noche.
Cuando me miró, parecía contener las lágrimas.
-Supongo que no intentarás cambiarlo con tu propio brazo -dijo-. Pero no importa. Adelante, hazlo.
-Gracias.
Puse el brazo dentro de mi gabardina y salí a las calles envueltas por la bruma. Temía ser objeto de extrañeza si tomaba un taxi o un tranvía. Habría una escena si el brazo, ahora separado del cuerpo de la muchacha, lloraba o profería una exclamación.
Lo sostenía contra mi pecho, hacia el lado, con la mano derecha sobre la redondez del hombro. Estaba oculto bajo la gabardina, y yo tenía que tocarla de vez en cuando con la mano izquierda para asegurarme de que el brazo seguía allí. Probablemente no me estaba asegurando de la presencia del brazo sino de mi propia felicidad.
Ella se había quitado el brazo en el punto que más me gustaba. Era carnoso y redondo; ¿estaría en el comienzo del hombro o en la parte superior del brazo? La redondez era la de una hermosa muchacha occidental, rara en una japonesa. Se encontraba en la propia muchacha, una redondez limpia y elegante como una esfera resplandeciente de una luz fresca y tenue. Cuando la muchacha ya no fuese pura, aquella gentil redondez se marchitaría, se volvería fláccida. Al ser algo que duraba un breve momento en la vida de una muchacha hermosa, la redondez del brazo me hizo sentir la de su cuerpo. Sus pechos no serían grandes. Tímidos, sólo lo bastante grandes para llenar las manos, tendrían una suavidad y una fuerza persistentes. Y en la redondez del brazo yo podía sentir sus piernas mientras caminaba. Las movería grácilmente, como un pájaro pequeño o una mariposa trasladándose de flor en flor. Habría la misma melodía sutil en la punta de su lengua cuando besara.
Era la estación para llevar vestidos sin manga. El hombro de la muchacha, recién destapado, tenía el color de la piel poco habituada al rudo contacto del aire. Tenía el resplandor de un capullo humedecido al amparo de la primavera y no deteriorado todavía por el verano. Aquella mañana yo había comprado un capullo de magnolia y ahora estaba en un búcaro de cristal; y la redondez del brazo de la muchacha era como el gran capullo blanco. Su vestido tenía un corte más radical que la mayoría de vestidos sin mangas. La articulación del hombro quedaba al descubierto, así como el propio hombro. El vestido, de seda verde oscuro, casi negro, tenía un brillo suave. La muchacha estaba en la delicada inclinación de los hombros, que formaban una dulce curva con la turgencia de la espalda. Vista oblicuamente desde atrás, la carne de los hombros redondos hasta el cuello largo y esbelto se detenía bruscamente en la base de sus cabellos peinados hacia arriba, y la cabellera negra parecía proyectar una sombra brillante sobre la redondez de los hombros.
Ella había intuido que la consideraba hermosa, y me había prestado el brazo por esta redondez del hombro.
Cuidadosamente oculto debajo de mi gabardina, el brazo de la muchacha estaba más frío que mi mano. Mi corazón desbocado me causaba vértigo, y sabía que tendría la mano caliente. Quería que el calor permaneciera así, pues era el calor de la propia muchacha. Y la fresca sensación que había en mi mano me comunicaba el placer del brazo. Era como sus pechos, aún no tocados por un hombre.
La niebla se espesó todavía más, la noche amenazaba lluvia y mi cabello descubierto estaba húmedo. Oí una radio que hablaba desde la trastienda de una farmacia cerrada. Anunciaba que tres aviones cuyo aterrizaje era impedido por la niebla estaban sobrevolando el aeropuerto desde hacía media hora. Llamó la atención de los radioescuchas hacia el hecho de que en las noches de niebla los relojes podían estropearse, y que en tales noches los muelles tenían tendencia a romperse si se tensaban demasiado. Busqué las luces de los aviones, pero no pude verlas. No había cielo. La presión de la humedad invadía mis oídos, emitiendo un sonido húmedo como el retorcerse de millares de lombrices distantes. Me quedé frente a la farmacia, esperando ulteriores advertencias. Me enteré de que en noches semejantes los animales salvajes del zoológico, leones, tigres, leopardos y demás, rugían su malestar por la humedad, y que no tardaríamos en oírlos. Hubo un bramido como si bramara la tierra. Y entonces supe que las mujeres embarazadas y las personas melancólicas debían acostarse temprano en tales noches, y que las mujeres que perfumaban directamente su piel tendrían dificultades en eliminar después el perfume.
Al oír el rugido de los animales empecé a andar, y la advertencia sobre el perfume me persiguió. Aquel airado rugido me había puesto nervioso, y seguí andando para que mi inquietud no se transmitiera al brazo de la muchacha. Esta no estaba embarazada ni era melancólica, pero me pareció que esta noche en que tenía un solo brazo debía tener en cuenta el consejo de la radio y acostarse temprano. Esperé que durmiera plácidamente.
Mientras cruzaba la calle apreté mi mano izquierda contra la gabardina. Sonó un claxon. Algo me rozó por el lado y tuve que escabullirme. Tal vez la bocina había asustado el brazo. Los dedos estaban crispados.
-No te preocupes -dije-. Estaba muy lejos, no podía vernos. Por eso hizo sonar la bocina.
Como sostenía algo importante para mí, había mirado en ambas direcciones. El sonido del claxon fue tan lejano que pensé que iba dirigido a otra persona. Miré hacia la dirección de donde procedía, pero no pude ver a nadie. Solamente vi los faros, que se convirtieron en una mancha de color violeta pálido. Un color extraño para unos faros. Me detuve en la acera y lo vi pasar. Conducía el coche una mujer vestida de rojo. Me pareció que se volvía hacia mí y me saludaba con la mano. Sentí el deseo de echar a correr, temiendo que la muchacha hubiera venido a recuperar el brazo. Entonces recordé que no podía conducir con uno solo. Pero, ¿acaso la mujer del coche no había visto lo que yo llevaba? ¿No lo habría adivinado con su intuición femenina? Tendría que ser muy cauteloso para no enfrentarme a otra de su sexo antes de llegar a mi apartamento. Las luces de detrás eran también de un color violeta pálido. No distinguí el coche. Bajo la niebla cenicienta, una mancha color de espliego surgió de pronto y desapareció.
«Conduce sin ninguna razón, sin otra razón que la de conducir. Y mientras lo hace, desaparecerá –murmuré para mí mismo-. ¿Y qué era lo que iba sentado en el asiento trasero?»
Nada, al parecer. ¿Sería porque me paseaba llevando brazos de muchachas por lo que me sentía tan nervioso por la vaciedad? El coche conducido por aquella mujer llevaba consigo la pegajosa niebla nocturna. Y algo que había en ella había prestado a los faros un tono ligeramente violeta. Si no era de su propio cuerpo, ¿de dónde procedía aquella luz purpúrea? ¿Podía el brazo que yo ocultaba envolver en vaciedad a una mujer que conducía sola en una noche semejante? ¿Habría hecho ésta una seña al brazo de la muchacha desde su coche? En una noche así podía haber ángeles y fantasmas por la calle, protegiendo a las mujeres. Tal vez aquélla no iba en un coche, sino en una luz violeta. Su paseo no había sido en vano. Había espiado mi secreto.
Llegué al apartamento sin encuentros ulteriores. Me quedé escuchando ante la puerta. La luz de una luciérnaga pasó sobre mi cabeza y desapareció. Era demasiado grande y demasiado intensa para una luciérnaga. Retrocedí. Pasaron varias luces semejantes a luciérnagas, que desaparecieron incluso antes de que la espesa niebla pudiera absorberlas. ¿Se me habría adelantado un fuego fatuo, una especie de fuego mortífero, para esperar mi regreso? Pero entonces vi que se trataba de un enjambre de pequeñas polillas. Al pasar frente a la luz de la puerta, las alas de las polillas brillaban como luciérnagas. Demasiado grandes para ser luciérnagas, y sin embargo, tan pequeñas, como polillas, que invitaban al error.
Evitando el ascensor automático, me escabullí por las estrechas escaleras hasta el tercer piso. Como no soy zurdo, tuve cierta dificultad en abrir la puerta. Cuanto más lo intentaba, más temblaba mi mano, como si estuviera dominada por el terror que sigue a un crimen. Algo estaría esperándome dentro de la habitación, una habitación donde vivía solo; ¿y no era la soledad una presencia? Con el brazo de la muchacha ya no estaba solo. Y por eso, tal vez, mi propia soledad me esperaba allí para intimidarme.
-Adelante -dije, descubriendo el brazo de la muchacha cuando por fin abrí la puerta-. Bienvenido a mi habitación. Voy a encender la luz.
-¿Tienes miedo de algo? -pareció decir el brazo-. ¿Hay algo aquí dentro?
-¿Crees que puede haberlo?
-Percibo cierto olor.
-¿Olor? Debe ser el tuyo. ¿No ves rastros de mi sombra allí arriba, en la oscuridad? Mira con atención. Quizá mi sombra esperara mi regreso.
-Es un olor dulce.
-¡Ah!, la magnolia -contesté con alivio.
Me alegró que no fuera el olor mohoso de mi soledad. Un capullo de magnolia era digno de mi atractivo huésped. Me estaba acostumbrando a la oscuridad; incluso en plenas tinieblas sabía dónde se encontraba todo.
-Permíteme que encienda la luz -una extraña observación, viniendo del brazo-. Aún no conocía tu habitación.
-Gracias. Me causará una gran satisfacción. Hasta ahora nadie más que yo ha encendido las luces aquí.
Acerqué el brazo al interruptor que hay junto a la puerta. Las cinco luces se encendieron inmediatamente: en el techo, sobre la mesa, junto a la cama, en la cocina y en el cuarto de baño. No me había imaginado que pudieran ser tan brillantes.
La magnolia había florecido enormemente. Por la mañana era un capullo. Podía haberse limitado a florecer, pero había estambres sobre la mesa. Curioso, me fijé más en los estambres que en la flor blanca. Mientras recogía uno o dos y los contemplaba, el brazo de la muchacha, que estaba sobre la mesa, empezó a moverse, con los dedos como orugas, y a recoger los estambres en la mano. Fui a tirarlos a la papelera.
-Qué olor tan fuerte. Me penetra la piel. Ayúdame.
-Debes estar cansado. No ha sido un paseo fácil. ¿Y si descansaras un poco?
Puse el brazo sobre la cama y me senté a su lado. Lo acaricié suavemente.
-Qué bonita. Me gusta -el brazo debía referirse a la colcha, que tenía flores estampadas de tres colores sobre un fondo azul. Algo animado para un hombre que vivía solo-. De modo que aquí es donde pasaremos la noche. Estaré muy quieto.
-¿Ah, sí?
-Permaneceré a tu lado y no a tu lado.
La mano cogió la mía, suavemente. Las uñas, lacadas con minuciosidad, eran de un rosa pálido. Los extremos sobrepasaban con mucho los dedos.
Junto a mis propias uñas, cortas y gruesas, las suyas poseían una belleza extraña, como si no pertenecieran a un ser humano. Con tales yemas de los dedos, quizás una mujer trascendiera la mera humanidad. ¿O acaso perseguía la feminidad en sí? Una concha luminosa por el diseño de su interior, un pétalo bañado en rocío, pensé en los símiles obvios. Sin embargo, no recordé ningún pétalo o concha cuyo color y forma fuesen parecidos. Eran las uñas de los dedos de la muchacha, incomparables con otra cosa. Más traslúcidos que una concha delicada, que un fino pétalo, parecían contener un rocío de tragedia. Cada día y cada noche las energías de la muchacha se dedicaban a dar brillo a esta belleza trágica. Penetraba mi soledad. Tal vez mi soledad, mi anhelo, la transformaba en rocío.
Posé su dedo meñique en el índice de mi mano libre, contemplando la uña larga y estrecha mientras la frotaba con mi pulgar. Mi dedo tocaba el extremo del suyo, protegido por la uña. El dedo se dobló, y el codo también.
-¿Sientes cosquillas? -pregunté-. Seguro que sí.
Había hablado imprudentemente. Sabía que las yemas de los dedos de una mujer son sensibles cuando las uñas son largas. Y así había dicho al brazo de la muchacha que había conocido a otras mujeres.
Una de ellas, no mucho mayor que la muchacha que me había prestado el brazo, pero mucho más madura en su experiencia de los hombres, me había dicho que las yemas de los dedos, ocultas de este modo bajo las uñas, eran a menudo extremadamente sensibles. Se adquiría la costumbre de tocar las cosas con las uñas y no con las yemas, y por lo tanto éstas sentían un cosquilleo cuando algo las rozaba.
Yo había demostrado asombro ante este descubrimiento, y ella continuó:
-Si, por ejemplo, estás cocinando, o comiendo, y algo te toca las yemas de los dedos y das un respingo, parece tan sucio...
¿Era la comida lo que parecía impuro, o la punta de la uña? Cualquier cosa que tocara sus dedos le repugnaba por su suciedad. Su propia pureza dejaba una gota de trágico rocío bajo la sombra larga de la uña. No cabía suponer que hubiera una gota de rocío para cada uno de los diez dedos.
Era natural que por esta razón yo deseara aún más tocar las yemas de sus dedos, pero me contuve. Mi soledad me contuvo. Era una mujer en cuyo cuerpo no se podía esperar que quedasen muchos lugares sensibles.
En cambio, en el cuerpo de la muchacha que me había prestado el brazo serían innumerables. Tal vez, al jugar con las yemas de los dedos de semejante muchacha, ya no sentiría culpa, sino afecto. Pero ella no me había prestado el brazo para tales desmanes. No debía hacer una comedia de su gesto.
-La ventana -no advertí que la ventana estaba abierta, sino que la cortina estaba descorrida.
-¿Habrá algo que mire hacia adentro? -preguntó el brazo de la muchacha.
-Un hombre o una mujer, nada más.
-Nada humano me vería. Si acaso sería un ser. El tuyo.
-¿Un ser? ¿Qué es eso? ¿Dónde está?
-Muy lejos -dijo el brazo, como cantando para consolarme-. La gente va por ahí buscando seres, muy lejos.
-¿Y llegan a encontrarlos?
-Muy lejos -repitió el brazo.
Se me antojó que el brazo y la propia muchacha se hallaban a una distancia infinita uno de otra. ¿Podría el brazo volver a la muchacha, tan lejos? ¿Podría yo devolverlo, tan lejos? El brazo reposaba tranquilamente, confiando en mí; ¿dormiría la muchacha con la misma confianza tranquila? ¿No habría dureza, una pesadilla? ¿Acaso no había dado la impresión de contener las lágrimas cuando se separó de él? Ahora, el brazo estaba en mi habitación, que la propia muchacha aún no había visitado.
La humedad nublaba la ventana, como el vientre de un sapo extendido sobre ella. La niebla parecía retener la lluvia en el aire, y la noche, al otro lado de la ventana, perdía distancia, pese a estar envuelta en una lejanía ilimitada. No se veían tejados, no se oía ninguna bocina.
-Cerraré la ventana -dije, asiendo la cortina.
También ella estaba húmeda. Mi rostro apareció en la ventana, más joven que mis treinta y tres años. Sin embargo, no vacilé en correr la cortina. Mi rostro desapareció.
De pronto, el recuerdo de una ventana. En el noveno piso de un hotel, dos niñas vestidas con faldas amplias y rojas jugaban ante la ventana. Niñas muy parecidas con ropas similares, occidentales, tal vez mellizas. Golpeaban el cristal, empujándolo con los hombros y empujándose mutuamente. Su madre tejía, de espaldas a la ventana. Si la gran hoja de cristal se hubiera roto o desprendido de su marco, habrían caído desde el piso noveno. Sólo yo pensé en el peligro. Su madre estaba totalmente distraída. De hecho, el cristal era tan sólido que no existía el menor peligro.
-Es hermosa -dijo el brazo desde la cama, cuando me aparté de la ventana. Quizás hablara de la cortina, cuyo estampado era el mismo que el de la colcha.
-¡Oh! Pero el sol la ha descolorido y casi habría que tirarla -me senté en la cama y coloqué el brazo sobre mi rodilla-. Eso sí que es hermoso. Más hermoso que todo.
Tomando la palma de la mano en mi propia palma derecha, y el hombro en mi mano izquierda, doblé el codo y lo volví a doblar.
-Pórtate bien -dijo el brazo, como sonriendo suavemente-. ¿Te diviertes?
-Nada en absoluto.
Una sonrisa apareció efectivamente en el brazo, cruzándolo como una luz. Era la misma sonrisa fresca de la mejilla de la muchacha.
Yo conocía esta sonrisa. Con los codos en la mesa, ella solía enlazar las manos con soltura y apoyar en ellas el mentón o la mejilla. La posición hubiera debido ser poco elegante en una muchacha; pero había en ella una cualidad sutilmente seductora que hacía parecer inadecuadas expresiones como «los codos en la mesa». La redondez de los hombros, los dedos, el mentón, las mejillas, las orejas, el cuello largo y esbelto, el cabello, todo se juntaba en un único movimiento armonioso. Al usar hábilmente el cuchillo y el tenedor, con el primer dedo y el meñique doblados, los levantaba de modo casi imperceptible de vez en cuando. La comida pasaba por los pequeños labios y ella tragaba; yo tenía ante mí menos a una persona cenando que a una música incitante de manos, rostro y garganta. La luz de su sonrisa fluyó a través de la piel de su brazo.
El brazo parecía sonreír porque, mientras yo lo doblaba, olas muy suaves pasaron sobre los músculos firmes y delicados para enviar ondas de luz y sombra sobre la piel tersa. Antes, cuando había tocado las yemas de los dedos bajó las largas uñas, la luz que pasaba por el brazo al doblarse el codo había atraído mi mirada. Fue aquello, y no un impulso cualquiera de causar daño, lo que me incitó a doblar y desdoblar el brazo. Me detuve, y lo contemplé estirado sobre mi rodilla. Luces y sombras frescas seguían pasando por él.
-Me preguntas si me divierto. ¿Te das cuenta de que tengo permiso para cambiarte por mi propio brazo?
-Sí.
-En cierto modo, me asusta hacerlo.

-¿Ah, sí?
-¿Puedo?
-Por favor.
Oí el permiso concedido y me pregunté si lo aceptaría.
-Dilo otra vez. Di «por favor».
-Por favor, por favor.
Me acordé. Era como la voz de una mujer que había decidido entregarse a mí, no tan hermosa como la muchacha que me había prestado el brazo. Tal vez existía algo extraño en ella.
-Por favor -me había dicho, mirándome. Yo puse los dedos sobre sus párpados y los cerré. Su voz temblaba-. «Jesús lloró. Entonces dijeron los judíos: "¡Miren cuánto la amaba!»
Era un error decir «la» en vez de «le». Se trataba de la historia del difunto Lázaro. Quizá, siendo ella una mujer, lo recordaba mal, o quizá la sustitución era intencionada.
Las palabras, tan inadecuadas a la escena, me trastornaron. La miré con fijeza, preguntándome si brotarían lágrimas en los ojos cerrados.
Los abrió y levantó los hombros. Yo la empujé hacia abajo con el brazo.
-¡Me haces daño! -se llevó la mano a la nuca.
Había una pequeña gota de sangre en la almohada blanca. Apartando sus cabellos, posé los labios en el punto de sangre que se iba hinchando en su cabeza.
-No importa -se quitó todas las horquillas-. Sangro con facilidad. Al menor contacto.
Una horquilla le había pinchado la piel. Un estremecimiento pareció sacudir sus hombros, pero se controló.
Aunque creo comprender lo que siente una mujer cuando se entrega a un hombre, sigue habiendo en el acto algo inexplicable. ¿Qué es para ella? ¿Por qué ha de desearlo, por qué ha de tomar la iniciativa? Jamás pude aceptar realmente la entrega, aun sabiendo que el cuerpo de toda mujer está hecho para ella. Incluso ahora, que soy viejo, me parece extraño. Y las actitudes adoptadas por diversas mujeres: diferentes, si se quiere, o tal vez similares, o incluso idénticas. ¿Acaso no es extraño? Quizá la extrañeza que encuentro en todo ello es la curiosidad de un hombre más joven, o la desesperación de uno de edad avanzada. O tal vez una debilidad espiritual que padezco.
Su angustia no era común a todas las mujeres en el acto de la entrega. Y con ella ocurrió solamente aquella única vez. El hilo de plata estaba cortado, la taza de oro, destruida.
«Por favor», había dicho el brazo, recordándome así a la otra muchacha; pero ¿eran realmente iguales ambas voces? ¿No habrían sonado parecidas porque las palabras eran las mismas? ¿Hasta este punto se habría independizado el brazo del cuerpo del que estaba separado? ¿Y no eran las palabras el acto de entregarse, de estar dispuesto a todo, sin reservas, responsabilidad o remordimiento?
Me pareció que si aceptaba la invitación y cambiaba el brazo con el mío, causaría a la muchacha un dolor infinito.
Miré el brazo que tenía sobre la rodilla. Había una sombra en la parte interior del codo. Me dio la impresión de que podría absorberla. Apreté mis labios contra el codo, para sorber la sombra.
-Me haces cosquillas. Pórtate bien -el brazo estaba en torno a mi cuello, rehuyendo mis labios.
-Precisamente cuando bebía algo bueno.
-¿Y qué bebías?
No contesté.
-¿Qué bebías?
-El olor de la luz. De la piel.
La niebla parecía más espesa; incluso las hojas de la magnolia se antojaban húmedas. ¿Qué otras advertencias emitiría la radio? Caminé hacia mi radio de sobremesa y me detuve. Escucharla con el brazo alrededor de mi cuello parecía excesivo. Pero sospechaba que oiría algo similar a esto: a causa de las ramas mojadas, y de sus propias alas y patas mojadas, muchos pájaros pequeños han caído al suelo y no pueden volar. Los coches que estén cruzando un parque deben tomar precauciones para no atropellarlos. Y si se levanta un viento cálido, es probable que la niebla cambie de color. Las nieblas de color extrañó son nocivas. Por consiguiente, los radioescuchas deben cerrar con llave sus puertas si la niebla adquiere un tono rosa o violeta.
-¿Cambiar de color? -murmuré-. ¿Volverse rosa o violeta?
Aparté la cortina y miré hacia fuera. La niebla parecía condensarse con un peso vacío. ¿Acaso se debía al viento que hubiera en el aire una oscuridad sutil, diferente de la habitual negrura de la noche? El espesor de la niebla parecía infinito, y no obstante, más allá de ella se retorcía y enroscaba algo terrorífico.
Recordé que antes, mientras me dirigía a casa con el brazo prestado, los faros delanteros y traseros del coche conducido por la mujer vestida de rojo aparecían indistintos en la niebla. Una esfera grande y borrosa de tono violeta parecía aproximarse ahora a mí. Me apresuré a retirarme de la ventana.
-Vámonos a la cama. Nosotros también.
Daba la impresión de que nadie más en el mundo estaba levantado. Estar levantado era el terror.
Después de quitarme el brazo del cuello y colocarlo sobre la mesa, me puse un kimono de noche limpio, de algodón estampado. El brazo me observó mientras me cambiaba. Me avergonzaba ser observado. Ninguna mujer me había visto desnudándome en mi habitación.
Con el brazo en el mío, me metí en la cama. Me acosté a su lado y lo atraje suavemente hacia mi pecho. Se quedó inmóvil.
Con intermitencias podía oír un leve sonido, como de lluvia, un sonido muy ligero, como si la niebla no se hubiera convertido en lluvia, sino que ella misma estuviera formando gotas. Los dedos entrelazados con los míos bajo la manta adquirieron más calor; y el hecho de que no se hubieran calentado a mi propia temperatura me comunicó la más serena de las sensaciones.
-¿Estás dormido?
-No -replicó el brazo.
-Estabas tan quieto que pensé que te habrías dormido.
-¿Qué quieres que haga?
Abriendo mi kimono, llevé el brazo a mi pecho. La diferencia de calor me penetró. En la noche algo sofocante, algo fría, la suavidad de la piel era agradable.
Las luces seguían encendidas. Había olvidado apagarlas al meterme en la cama.
-Las luces -me levanté, y el brazo se cayó de mi pecho.
Me apresuré a recogerlo.
-¿Quieres apagar las luces? -me dirigí hacia la puerta-. ¿Duermes a oscuras o con las luces encendidas?
El brazo no respondió. Tenía que saberlo. ¿Por qué no contestaba? Yo no conocía las costumbres nocturnas de la muchacha. Comparé las dos imágenes: dormida a oscuras y con la luz encendida. Decidí que esta noche, sin el brazo, dormiría con luz. En cierto modo, yo también prefería tenerla encendida. Quería contemplar el brazo. Quería mantenerme despierto y mirar el brazo cuando estuviera dormido. Pero los dedos se estiraron y apretaron el interruptor.
Volví a la cama y me acosté en la oscuridad, con el brazo junto a mi pecho. Guardé silencio, esperando que se durmiera. Ya fuese porque estaba insatisfecho o temeroso de la oscuridad, la mano permanecía abierta a mi lado, y poco después los cinco dedos empezaron a recorrer mi pecho. El codo se dobló por propia iniciativa, y el brazo me abrazó.
En la muñeca de la muchacha había un pulso delicado. Reposaba sobre mi corazón, de forma que los dos pulsos sonaban uno contra otro. El suyo era al principio un poco más lento que el mío, y al poco rato coincidieron. Y algo después ya sólo podía sentir el mío. Ignoraba cuál era más rápido y cuál más lento.
Tal vez esta identidad de pulso y latido fuera para un breve período en el que yo podía intentar cambiar el brazo con el mío. ¿O acaso estaría durmiendo? Una vez oí decir a una muchacha que las mujeres eran menos felices en las angustias del éxtasis que durmiendo pacíficamente junto a sus hombres; pero jamás una mujer había dormido tan pacíficamente junto a mí como este brazo.
Yo era consciente del latido de mi corazón gracias al pulso que latía sobre él. Entre un latido y el siguiente, algo se alejaba muy de prisa y, también muy de prisa, volvía.
Mientras yo escuchaba los latidos, la distancia pareció aumentar, y por mucho que este algo se alejara, por muy infinitamente lejos que se fuera, no encontraba nada en su destino. El próximo latido lo hacía volver. Yo debía haber tenido miedo, pero no lo tenía. No obstante, busqué el interruptor que estaba junto a la almohada.
Antes de oprimirlo, enrollé la manta hacia abajo. El brazo continuaba dormido, ignorante de lo que ocurría. Una dulce franja del más pálido blanco rodeaba mi pecho desnudo, y parecía surgir de la misma carne, como el resplandor que antecede a la salida de un sol caliente y diminuto.
Encendí la luz. Puse mis manos sobre los dedos y el hombro, y estiré el brazo. Le di unas vueltas en silencio, contemplando el juego de luces y sombras desde la redondez del hombro hasta la finura y turgencia del antebrazo, el estrechamiento de la suave curva del codo, la sutil depresión en el interior del codo, la redondez de la muñeca, la palma y el dorso de la mano, y después los dedos.
«Me lo quedaré.» No tuve conciencia de haber murmurado las palabras. En un trance, me quité el brazo derecho y lo sustituí por el de la muchacha.
Hubo un ligero sonido entrecortado -no pude saber si mío o del brazo- y un espasmo en mi hombro. Así fue como me enteré del cambio.
El brazo de la muchacha, ahora mío, temblaba y se movía en el aire. Lo doblé y lo acerqué a mi boca.
-¿Duele? ¿Te duele?
-No. Nada, nada -las palabras eran vacilantes.
Un estremecimiento me recorrió como un relámpago.
Tenía los dedos en la boca.
De algún modo proferí mi felicidad, pero los dedos de la muchacha estaban sobre mi lengua, y dijera lo que dijese, no formé ninguna palabra.
-Por favor. Todo va bien -replicó el brazo. El temblor cesó-. Me dijeron que podías hacerlo. Y no obstante...
Me di cuenta de algo. Podía sentir los dedos de la muchacha en la boca, pero los dedos de su mano derecha, que ahora eran los de mi propia mano derecha, no podían sentir mis labios o mis dientes. Presa del pánico, sacudí mi mano derecha y no pude sentir las sacudidas. Había una interrupción, un paro, entre el brazo y el hombro.
-La sangre no fluye -prorrumpí-. ¿Verdad que no?
Por primera vez, el miedo me atenazó. Me incorporé en la cama. Mi propio brazo había caído junto a mí. Separado de mí, era un objeto repelente. Pero más importante, ¿se habría detenido el pulso? El brazo de la muchacha estaba caliente y palpitaba; el mío parecía estar quedándose frío y rígido. Con el brazo de la muchacha, tomé mi propio brazo derecho. Lo tomé, pero no hubo sensación.
-¿Hay pulso? -pregunté al brazo-. ¿Está frío?
-Un poco. Algo más frío que yo. Yo estoy muy caliente.
Había algo especialmente femenino en la cadencia. Ahora que el brazo estaba sujeto a mi hombro y se había convertido en mío, parecía más femenino que antes.
-¿El pulso no se ha detenido?
-Deberías ser más confiado.
-¿Por qué?
-Has cambiado tu brazo por el mío, ¿verdad?

-¿Fluye la sangre?
-«Mujer, ¿a quién buscas? ¿Conoces el pasaje?»
-«Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?»»
-Muy a menudo, cuando estoy soñando y me despierto en plena noche, me lo susurro a mí mismo.
Esta vez, naturalmente, quien hablaba debía ser la propietaria del atractivo brazo unido a mi hombro. Las palabras de la Biblia parecían pronunciadas por una voz eterna, en un lugar eterno.
-¿Le resultará difícil dormir? -yo también hablaba de la propia muchacha-. ¿Tendrá una pesadilla? Esta niebla invita a perderse en miles de pesadillas. Pero la humedad hará toser hasta a los demonios.
-Para que no puedas oírles -el brazo de la muchacha, con el mío todavía en su mano, cubrió mi oreja derecha.
Ahora era mi propio brazo derecho, pero el movimiento no parecía haber procedido de mi voluntad sino de la suya, de su corazón. Pese a ello, la separación distaba de ser tan completa.
-El pulso. El sonido del pulso.
Escuché el pulso de mi propio brazo derecho. El brazo de la muchacha se había acercado a mi oreja con mi propio brazo en su mano, y tenía mi propia muñeca junto al oído. Mi brazo estaba caliente; como el brazo de la muchacha había dicho, sólo perceptiblemente más frío que sus dedos y mi oreja.
-Mantendré alejados a los demonios -traviesamente, con suavidad, la uña larga y delicada de su dedo meñique se movió en mi oreja. Yo meneé la cabeza. Mi mano izquierda, la mía desde el principio, tomó mi muñeca derecha, que era la de la muchacha. Cuando eché atrás la cabeza, advertí el meñique de la muchacha.
Cuatro dedos de su mano asían el brazo que yo había separado de mi hombro derecho. Solamente el meñique -¿diremos que sólo él podía jugar libremente?- estaba doblado hacia el dorso de la mano. La punta de la uña apenas tocaba mi brazo derecho. El dedo estaba doblado en una posición posible únicamente para la mano flexible de una muchacha, descartada para un hombre de articulaciones duras como yo. Se elevaba en ángulos rectos desde la base. En la primera articulación se doblaba en otro ángulo recto, y en la siguiente, en otro. De este modo trazaba un cuadrado, cuyo lado izquierdo estaba formado por el dedo anular.
Formaba una ventana rectangular al nivel de mis ojos. O más bien una mirilla, o un anteojo, demasiado pequeño para ser una ventana; pero por alguna razón pensé en una ventana. La clase de ventana por la que podría mirar una violeta. Esta ventana del dedo meñique, este anteojo formado por los dedos, tan blanco que despedía un débil resplandor, lo acerqué lo más posible a uno de mis ojos, y cerré el otro.
-¿Un mundo nuevo? -preguntó el brazo-. ¿Y qué ves?
-Mi oscura habitación. Sus cinco luces -antes de terminar la frase, casi grité-. ¡No, no! ¡Ya lo veo!
-¿Y qué ves?
-Ha desaparecido.
-¿Y qué has visto?
-Un color. Una mancha púrpura. Y en su interior, pequeños círculos, pequeñas cuentas rojas y doradas, describiendo círculos una y otra vez.
-Estás cansado -el brazo de la muchacha dejó mi brazo derecho, y sus dedos me acariciaron suavemente los párpados.
-¿Giraban las cuentas rojas y doradas en una enorme rueda dentada? ¿He visto algo en la rueda dentada, algo que iba y venía?
Yo ignoraba si realmente había visto algo en ella o sólo me lo había parecido: una ilusión efímera, que no permanecía en la memoria. No podía recordar qué había sido.
-¿Era una ilusión que querías enseñarme?
-No. Al final la he borrado.
-De días que ya pasaron. De nostalgia y tristeza. Sus dedos dejaron de moverse sobre mis párpados. Formulé una pregunta inesperada.
-Cuando te sueltas el cabello, ¿te cubre los hombros?
-Sí. Lo lavo con agua caliente, pero después, tal vez una manía mía, lo mojo con agua fría. Me gusta sentir el cabello frío sobre mis hombros y brazos, y también contra los pechos.
Naturalmente, volvía a hablar la muchacha. Sus pechos nunca habían sido tocados por un hombre, y sin duda le hubiera resultado difícil describir la sensación del cabello frío y mojado sobre ellos. ¿Acaso el brazo, separado del cuerpo, se había separado también de la timidez y la reserva?
En silencio posé la mano izquierda sobre la suave redondez de su hombro, que ahora era mío. Se me antojó que tenía en la mano la redondez, aún pequeña, de sus pechos. La redondez de los hombros se convirtió en la suave redondez de los pechos.

Su mano se posó suavemente sobre mis párpados. Los dedos y la mano permanecieron así, impregnándose, y la parte interior de los párpados pareció calentarse a su tacto. El calor penetró en mis ojos.
-Ahora la sangre está fluyendo -dije en voz baja-. Está fluyendo.
No fue un grito de sorpresa, como cuando advertí que había cambiado mi brazo por el suyo. No hubo estremecimiento ni espasmo, ni en el brazo de la muchacha ni en mi hombro. ¿Cuándo había empezado mi sangre a fluir por el brazo, y su sangre, en mi interior? ¿Cuándo había desaparecido la interrupción del hombro? La sangre pura de la muchacha estaba fluyendo, en este preciso momento, a través de mí; pero, ¿no habría algo desagradable cuando el brazo fuera devuelto a la muchacha, con esta sangre masculina y sucia fluyendo por él? ¿Qué pasaría si no se adaptaba a su hombro?
-No semejante traición -murmuré.
-Todo irá bien -susurró el brazo.
No se produjo la conciencia dramática de que la sangre iba y venía entre el brazo y mi hombro. Mi mano izquierda, envolviendo mi hombro derecho, y el propio hombro, ahora mío, tenían una comprensión natural del hecho. Habían llegado a conocerlo. Este conocimiento los adormeció.
Me quedé dormido.
Flotaba sobre una enorme ola. Era la niebla envolvente cuyo color se había tornado violeta pálido, y había rizos de un verde pálido en el lugar donde yo flotaba, y sólo allí. La húmeda soledad de mi habitación había desaparecido. Mi mano izquierda parecía reposar ligeramente sobre el brazo derecho de la muchacha; Parecía como si sus dedos sostuvieran estambres de magnolia. Yo no podía verlos, pero sí olerlos. Los habíamos tirado, ¿y cuándo y cómo los recogió ella? Los pétalos blancos, de un solo día, aún no habían caído; ¿por qué, pues, los estambres? El coche de la mujer vestida de rojo pasó muy cerca, dibujando un gran círculo conmigo en el centro. Parecía vigilar nuestro sueño, el de la muchacha y el mío.
Nuestro sueño fue probablemente ligero, pero nunca había conocido un sueño tan cálido y dulce. Dormía siempre con inquietud, y aún no había sido bendecido con el sueño profundo de un niño.
La uña larga, estrecha y delicada arañó suavemente la palma de mi mano, y el tenue contacto hizo más profundo mi sueño. Desaparecí.
Me desperté gritando. Casi me caí de la cama, y caminé tambaleándome tres o cuatro pasos.
Me había despertado el contacto de algo repulsivo. Era mi brazo derecho.
Mientras recobraba el equilibrio, contemplé el brazo que estaba sobre la cama. Contuve el aliento, mi corazón se disparó y todo mi cuerpo fue recorrido por un estremecimiento. Vi el brazo en un instante, y al siguiente ya había arrancado de mi hombro el brazo de la muchacha y colocado nuevamente el mío propio. El acto fue como un asesinato provocado por un impulso repentino y diabólico.
Me arrodillé junto a la cama, apoyé el pecho contra ella y froté mi corazón demerite con la mano recobrada. A medida que los latidos se calmaban, cierta tristeza brotó desde una profundidad mayor que lo más profundo de mi ser.
-¿Dónde está su brazo? -levanté la cabeza.
Yacía a los pies de la cama, con la palma hacia arriba sobre el ovillo de la manta. Los dedos estirados no se movían. El brazo era débilmente blanco bajo la luz opaca.
Con una exclamación de alarma lo recogí y apreté con fuerza contra mi pecho. Lo abracé como se abraza a un niño pequeño a quien la vida está abandonando. Llevé los dedos a mis labios. ¡Ojalá el rocío de la mujer manara de entre las largas uñas y las yemas de los dedos!

FIN


También los niños son población civil
[Cuento. Texto completo]
Heinrich Böll
-No puede ser -gruñó el centinela.

-¿Por qué? -pregunté.

-Porque está prohibido.

-¿Por qué está prohibido?

-Porque está prohibido, tú, está prohibido que los pacientes salgan.

-Pero yo -dije con orgullo- soy un herido.

El centinela me contempló despreciativo:

-Seguro que es la primera vez que te hieren, si no ya sabrías que los heridos también son pacientes, y ahora vete ya.

Pero yo no podía comprenderlo:

-Entiéndeme -le dije-, solo quiero comprarle pasteles a la niña esa...

Señalé hacia fuera, donde una pequeña y preciosa niña rusa estaba en medio de la nevada y vendía pasteles.

-¡Que te metas adentro!

La nieve caía silenciosa en los enormes charcos del oscuro patio de la escuela, la niña seguía allí, paciente, y repetía en voz baja: “Pahteleh... pahteleh...”.

-Oye tú -le dije al centinela-, se me hace agua la boca, deja pues que entre la niña.

-Está prohibido que entren civiles.

-Pero oye -le dije-, un niño no es más que un niño.

Me volvió a mirar despreciativo:

-O sea, que los niños no son población civil...

Era para desesperarse. La oscura calle vacía estaba envuelta por la nevasca y la niña seguía allí completamente sola y repitiendo: “Pahteleh...”, aunque no pasaba nadie.

Intenté salir sin más pero el centinela me agarró por la manga y se puso furioso:

-Oye tú -gritó-, lárgate o llamo al sargento.

-Eres un estúpido -le dije encolerizado.

-Sí -dijo el centinela, satisfecho-, cuando alguien sigue respetando las ordenanzas, para vosotros es un estúpido.

Me quedé todavía medio minuto en medio de la nevada y vi cómo los copos blancos se volvían lodo: todo el patio de la escuela estaba lleno de charcos, y en medio de ellos se veían pequeñas islas blancas como azúcar en polvo. De repente vi que la preciosa niña me hacía una seña con los ojos y aparentemente indiferente se iba calle abajo. La seguí por la parte interior del muro.

“Maldita sea”, pensaba, “¿seré verdaderamente un paciente?”. Y entonces vi que había un pequeño agujero en el muro, al lado del urinario, y delante del boquete estaba la niña con los pasteles. El centinela no nos podía ver aquí.

“El Führer bendiga tu respeto a las ordenanzas”, pensé.

Los pasteles tenían un aspecto magnífico: los había de castaña y de crema de mantequilla, roscas de levadura y nuégados en los que brillaba el aceite.

-¿Cuánto cuestan? -le pregunté a la niña.

Sonrió, me presentó la cesta y me dijo con su vocecita fina:

-Trehmarcohcinquentacá’uno.

-¿Todos?

-Sí.

La nieve caía sobre su delicado pelo rubio y lo espolvoreaba con un fugaz polen plateado, su sonrisa era sencillamente encantadora. La oscura calle detrás suya estaba completamente vacía y el mundo parecía muerto...

Tomé una rosca de levadura y la probé. Sabía riquísima, estaba rellena de mazapán. “Ajá”, pensé, “por eso son tan caras como los demás”.

La niña sonrió:

-¿Bueno? -preguntó-, ¿bueno?

Asentí. El frío no me importaba. Tenía la cabeza reciamente vendada y me parecía a Theodor Körner. Probé además un pastel de crema de mantequilla dejando que aquella materia deliciosa se derritiese despacio en mi boca. Y una vez más se me hizo agua la boca...

-Ven -le dije en voz baja-, me los quedo todos, ¿cuántos tienes?

La niña empezó a contarlos cuidadosamente con un dedo pequeño, delicado y un poquito sucio, mientras yo devoraba un nuégado. Todo estaba muy silencioso y casi me parecía como si en el aire se meciesen suavemente los copos de nieve. La niña contaba despacio, se equivocó un par de veces, y yo seguía allí de pie, completamente tranquilo, y me comí dos pasteles más. Luego alzó de repente sus ojos hacia mí, tan terriblemente verticales que sus pupilas estaban por completo arriba y el blanco de sus ojos era azulenco como leche desnatada. Gorjeó alguna cosa en ruso, pero me encogí de hombros sonriendo y entonces se agachó y con su dedito sucio escribió un 45 en la nieve. Añadí los cinco que ya me había comido y le dije:

-Dame también la cesta, ¿sí?

Asintió y me pasó la cesta con mucho cuidado a través del boquete; yo le pasé dos billetes de cien marcos. Dinero teníamos de sobra, por un abrigo pagaban los rusos setecientos marcos y en tres meses no habíamos visto sino lodo y sangre, un par de putas y dinero...

-Ven mañana otra vez, ¿sí? -le dije en voz baja, pero ya no me oía, se había escabullido muy ágil y cuando metí tristemente mi cabeza por el boquete ya había desaparecido y sólo veía la silenciosa calle rusa, melancólica y completamente vacía: las casas de tejados planos parecían irse cubriendo poco a poco con la nieve. Mucho tiempo estuve así, como un animal que mira con ojos tristes desde detrás de la cerca, hasta que me di cuenta de que mi cuello comenzaba a agarrotarse y metí de nuevo la cabeza en el redil.

Y recién entonces olí que en ese rincón hedía espantosamente, a urinario, y los lindísimos pastelillos estaban todos cubiertos por la nieve como con una tierna capa de azúcar. Cansado, levanté la cesta y me dirigí a la casa, no sentía frío, me parecía a Theodor Körner y hubiese podido permanecer una hora más en la nieve. Me fui porque tenía que ir a alguna parte. Se tiene que poder ir a alguna parte, se tiene que poder. No se puede quedar uno quieto y dejarse helar.

A alguna parte se tiene que poder ir, aunque esté uno herido, en una tierra extranjera, negra, muy oscura...
FIN

Calila y Dimna - Prólogo y vocabulario
[Libro de cuentos: Texto completo]
Anónimo

Prólogo
La manifestación oral de la eterna tradición popular ha cristalizado, de tiempo en tiempo, en esas colecciones más o menos eruditas, que se traducen a todas las lenguas y que manejan todos los pueblos. Así nacieron las famosas recopilaciones de cuentos, que los budistas ensartaban al predicar la nueva moral religiosa para hacer más plástica y educativa su misión. Así se llegó al Panchatantra, al Mahabarata, a otros compendios del tesoro folklórico de la India; y Calila y Dimna no es sino el más extenso de todos estos libros recopilatorios, ya que los aprovecha total o parcialmente.
La complicada genealogía del Calila ha venido precisándose con lentitud y paciencia a través de un siglo entero de críticas investigaciones, inauguradas en 1816 por Sacy, editor del texto árabe.
Baste saber, como resumen de tantos desvelos, que a quien parece debérsele la reunión de las distintas fuentes sánscritas antes aludidas, es a Berzebuey, filósofo y médico del siglo VI de nuestra era, que las tradujo al pehlvi, dialecto persa reconocido como lengua oficial del imperio.
El libro se difundió extraordinariamente merced a las muchas traducciones que de él se hicieron en lenguas orientales y europeas. Para nosotros tiene una especial importancia la versión árabe que Abdalla ben Almocafa realizó a mediados del siglo VIII, pues de ella deriva la antigua versión castellana que publicamos.
En la nota final de nuestro texto se afirma también esta procedencia, aunque añadiendo que se hizo por intermedio del latín. Podríamos darle crédito, aunque sea difícil admitir esta supuesta versión intermedia, si aquella nota no fuese en todas sus partes inexacta, lo que nos lleva a declararla apócrifa, pues también atribuye la traducción a Alfonso X. No es este el único caso de atribuciones semejantes. La enorme fama alcanzada por el sabio monarca, impulsor de la poesía, de la legislación, de la historia, de las ciencias, moldeador del idioma, al que dio una flexibilidad capaz de expresar con épicos acentos los instantes más inspirados de nuestras gestas, capaz de traducir a Ovidio con elegancia y emoción, capaz de dar nuevo calor a las páginas bíblicas, esa fama bien merecida atrajo hacia él la atribución de obras anónimas, ya por el solo antojo del copista firmante del códice, ya por el más inteligente deseo de dar autoridad a las obras salidas de manos ignoradas. Pero Alfonso X no aprovecha esa traducción en su General Estoria o historia universal, redactada hacia 1270, donde da a conocer otro texto distinto del capítulo I del Calila, y de existir aquella sin ningún género de duda la hubiera aprovechado, sin tener que recurrir a otra nueva. Quizá por esta misma razón haya que rectificar también la fecha de 1251 que da la nota final que discutimos, y adelantarla en unos treinta años más.
Claro es que en la complicada transmisión de la obra fue ésta modificándose con adiciones, amplificaciones y retoques. Aparte de la transformación de detalles, alterando y suprimiendo todo aquello que podía chocar a hombres de otras latitudes para ir acomodando el libro a las distintas civilizaciones, los traductores, aunque no todos ni con mucha frecuencia, superpusieron algo propio. Y así el libro, que comenzó por estar constituido por doce capítulos, llega en la versión castellana a tener diez y ocho.
El título proviene de los nombres dados a los protagonistas -dos lobos cervales- de una larga historia de infidelidad y ambición, comprendida en nuestros capítulos III y IV. Las demás narraciones no se relacionan con esta primera, y sólo sustentan la unidad de ser, como ella, rimeros de fábulas y consejos. Este título, al parecer, tiene tan larga vida como el libro mismo.
La ficticia unidad hállase asegurada por las palabras que Berzebuey y los sucesivos interpoladores han puesto en boca de un rey que inquiere y da a su interlocutor, el filósofo, como pie forzado, el tema del apólogo siguiente, que éste desarrolla desprendiendo los consejos propios para el rey. Del nombre siriaco de este filósofo, Bidwag, nació el de Bidbai, Pilpai o Bidpai, al que se le supuso escritor indio.
Ya dentro de aquella fábula principal, los personajes mismos relatan nuevos cuentos; poco a poco se pierde el hilo de la primitiva historia, hasta que un personaje lo recoge para volver a dar vida a otras nuevas moralizaciones. Esta concatenación produce alguna fatiga, y no es ni lo más claro ni lo más apropiado a nuestro sistematizado modelo de una narración única; pero el procedimiento ha sido eterno, y aunque nunca llegó a los extremos de los fabulistas indios, ha producido, sin remontarnos mucho en nuestro recuerdo, la interpolación dentro del Quijote, de novelas tan deliciosas como la del cautivo capitán o la del Curioso impertinente.
Los protagonistas de todos estos cuentos son animales, pues las personas -rey, filósofo, brachmanes- tienen un carácter secundario, y si alguna fábula está sólo representada por personajes humanos, es -con las excepciones consiguientes- porque procede de las interpolaciones sucesivas, y más generalmente del traductor árabe, como se puede comprobar con todos los cuentos comprendidos en nuestro capítulo IV, que fue añadido para éste. Las fábulas indias no hacen, pues, sino dar la pauta, que ha de ser seguida con religiosa aquiescencia por todos los fabulistas, hasta llegar a un La Fontaine o un Iriarte.
He aquí, pues, en vuestras manos un libro de fama antiquísima y universal, un libro cuyo esencial valor reside en presentarnos recubierta de la pátina literaria la tradición inagotable del pueblo. Cada uno de estos apólogos ha recorrido el mundo por extraños caminos y ha surgido aquí y allá como flor imperecedera. Muchos no tendrán novedad alguna para un lector moderno; en mil libros, en boca de los maravillosos narradores rústicos que aún quedan, surgen con la viva espontaneidad de la fuente siempre rumorosa. Y así reconoceréis, aunque sea otro el protagonista, la fábula de "La lechera" en el cuento de "El religioso que vertió la miel y la manteca sobre su cabeza". Lo exótico de estos apólogos y su mismo recargamiento de máximas y moralizaciones no empaña en nada lo popular de ellos; se cuentan casi todos con gracia y ligereza, y no hay que enojarse porque la uniforme repetición de la fórmula para intercalar los cuentos dé cierta pesadez a la lectura. A un lector moderno y presuroso no se le podrá pedir que lea este libro de seguido; por ello he procurado singularizar cada cuento, escondido en los largos relatos, a fin de facilitar su lectura aislada.
Bien definida está la moralidad relativa del libro por Gastón Paris, el admirado erudito francés que estudió en la Histoire Littéraire de la France (París, 1906, tomo XXXIII) con su certero criterio las versiones del Calila, a propósito de una de Raimond de Béziers -del siglo XIV- hecha sobre la castellana. "Sus enseñanzas -dice- son poco elevadas y bastante vanas; se refieren, casi en su totalidad, a estos preceptos: hay que ser prudentes, ceder a la fuerza, saber aprovechar las ocasiones, y ante todo y sobre todo, hay que desconfiar de todo y de todos. Reconozcamos, sin embargo, que la honestidad se recomienda frecuentemente y señalemos un rasgo simpático que reaparece a través de toda la colección, y que es tan propio del carácter indio: la preciada amistad".
Y otro crítico francés, Derenbourg, el editor de una versión latina del Calila, escribe que "las ideas religiosas profesadas en nuestro libro han permanecido -a través de las distintas nacionalidades y de religiones diferentes porque ha pasado- sin ningún cambio notable. Dios es uno y todopoderoso, recompensa el bien y castiga el mal; la retribución está reservada ciertamente a un mundo futuro; el hombre no sabrá evitar las decisiones del destino, y debe, sin embargo, conducirse como si fuera libre. La contradicción entre la presciencia de Dios y el libre albedrío está planteada en el Calila y tan imperfectamente resuelta como en toda la teología medieval. Al lado de esta uniformidad, poco importa que se hable por acaso de un religioso o de un confesor, que se cite un versículo del Nuevo Testamento o que se añada un cuento cuyo asunto sea el descanso dominical".
La Edad Media vio en este libro una colección de consejos saludables para su rey y para su pueblo, y no vaciló en traducirlo y asimilarlo a la literatura más afortunada del tiempo, la de consejos y castigos. El conde Lucanor, del infante don Juan Manuel; los Castigos y Documentos, atribuídos a Sancho IV; el Libro de los gatos, o de los cuentos; el Libro de ejemplos por a. b. c. y otros muchos, entre ellos el De los engaños e los asayamientos de las mugeres y también el del Arcipreste de Hita, son muestras variadas y eminentes de la predilección medieval por esta literatura moralizadora, y aún encontraríamos en estos libros y en mayor o menor cantidad el recuerdo directo o vago de los cuentos del Calila y Dimna.
Esta edición se ha hecho sobre las dos anteriores del erudito americano Allen (Macon, 1906) y del académico Alemany (Madrid, 1915). El primero copió exactamente los dos manuscritos conservados en El Escorial (ms. A = h. III. 9 y ms. B = x. III. 4); el segundo avaloró su nueva edición con el cotejo del texto árabe y decidió las divergencias de los dos manuscritos casi siempre a favor del más extenso, B. Hay otra edición anterior, de Gayangos (Madrid, 1860), que ha sido anulada por estas dos. Procuro en esta mía dar un texto único, combinando las lecturas de ambos manuscritos, pero decidiéndome a no alterar el texto de A que me sirve de base, sino cuando el sentido quede incompleto o esté manifiestamente estropeado por el copista. No me aventuro por mi cuenta a hacer sino las correcciones más evidentes, pues todas las restantes están fundadas en las ediciones anteriores. Los eruditos harán bien en seguir consultando las citadas ediciones, y en ésta encontrarán un texto modernizado en la ortografía, y en el que se destacan unos de otros los diversos cuentos de la colección, a fin de dar facilidad al público a que se dirige esta Biblioteca y para el que también damos un sencillo vocabulario.
Antonio G. Solalinde

Vocabulario
Abarzar: abrazar.
Aborrido: aborrecido.
Abnue: chacal.
Abusión: injusticia.
Acaer: acaecer.
Acedado: agriado, de mal humor.
Acostarse: apoyarse, acercarse.
Acucia: diligencia, prisa.
Adobar: componer.
Afacimiento: amistad.
Afeitar: preparar, persuadir.
Afeuciarse: confiarse.
Afiar: dar en fianza.
Afitar, como afeitar: componer, arreglar.
Agro: agreste.
Aguazal: terreno salino.
Aguciar: acuciar, animar.
Agucioso: acucioso, diligente.
Ál: (Passim) otra cosa.
Albarhamin (tiene distintas formas): bracmanes.
Albarraz: especie de lepra.
Albedriarse: arbitrarse, reflexionar.
Alcalld: alcalde, juez.
Aleve: mala acción, malo.
Algo: hacienda.
Alhageme: alfajeme, barbero.
Alholla: tela de púrpura.
Alimania: alimaña.
Alueñe: véase lueñe.
Amortar: amortecer.
Amparar: defender.
Anviso: véase enviso.
Anxahar: lobo cerval.
Apesgar: como pesgar, pesar.
Aponer: atribuir, imputar.
Apos: comparado con.
Armadija: trampa, cepo.
Arrufarse: encolerizarse.
Asmamiento: pensamiento.
Asmar: considerar, pensar.
Asoras: súbitamente.
Astrugo: véase malastrugo.
Atalaya: hombre que observa.
Aterrado: perdido, acabado.
Atoleólo: quizás errata por "atollólo" de atoller, coger.
Atriaca: contraveneno, antídoto.
Aturar: perdurar, permanecer.
Aventar: abanicar.
Aviltar: afrentar.
Axara: véase anxahar.
Azomar: ajustar el precio de una mercancía.
Azorero: el que cuida de los azores.
Baratar: proceder, hacer.
Beudez: borrachera.
Beudo: beodo.
Bosa: bolsa.
Broznamente: duramente.
Broznedat: rudeza.
Bujeta: cajita de madera.
Ca: (passim), pues.
Cabo, en su cabo: solo, retirado.
Camiar: cambiar.
Carona: calor de la carne.
Caronal: carnal.
Carpirse: arrancarse los cabellos, maltratarse.
Castigar: aconsejar.
Castigo: consejo.
Catar hora: buscar el momento.
Celado: oculto.
Cólora: cólera, bilis.
Combrá: futuro de comer, página.
Compaño: compañero.
Compañones: testículos.
Compreso: preso juntamente con otro.
Concejeramente: públicamente.
Condesijo: escondrijo.
Conducho: comida, manjar.
Confasión: confección, medicina.
Conlivio: medicamento.
Conortar: consolar, aliviar.
Conorte: consuelo, alivio.
Connusco: con nosotros.
Contendor: contendedor.
Convolver: revolver.
Convusco: con vos.
Corto: cortado.
Costribar: estreñir.
Cras: mañana.
Cuestas: costillas.
Cuestión: pregunta.
Curador: el que cura o cuida de algo.
Dagastonar: engastar.
Dar: decir, declarar.
Decorar: recitar.
Defender: prohibir.
Delibre: astuto, inteligente.
Derrundiado: derrumbado.
Desfiuzarse: desesperarse.
Desfuciado: desconfiado.
Desmanar: apartar, evitar.
Despender: gastar.
De vagar: despacio, concienzudamente, Dioso: viejo, de días.
Diudo: enamorado, deudo, Diuso: de yuso, de bajo.
Dolar: doblar.
Donario: gracia, donaire.
Dubdar: sospechar.
Ducir: conducir.
Eguado: igualado.
Enartar: engañar.
Encelar: ocultar.
Encimar: acabar, llevar a buen fin.
Enfestar: levantarse, erguirse.
Enfiesto: erguido, levantado.
Enfingir: ilusionarse.
Engeño: ingenio.
Enridar: enrizar, azuzar.
Enrisar: enrizar, azuzar.
Enviso: avisado, listo.
Eriazo: erial, tierra sin labrar.
Escapar (léase espaciar): explicar, calmar.
Escodruño: escudriño.
Escorrecho: fuerte, vigoroso.
Escosa: seca, árida.
Escucha: centinela.
Esculca: espía.
Espendido, acaso espandido: desparramado.
Estorcer: librarse.
Estroído: destruído.
Estultar: tratar de tonto a alguien.
Faldrido: letrado.
Faldrimiento: habilidad.
Faza: hacia.
Fedroso: hediondo.
Femencia: esfuerzo.
Femenciar: esforzar.
Femencioso: esforzado.
Festinar: apresurar.
Feuciarse: confiarse.
Figo (mal del): tumores alrededor del ano.
Fucia: confianza.
Fueras: excepto.
Fuste: palo.
Gamonal: tierra en que se da la planta llamada gamón.
Ge, gelo, -a: (passim) se, selo, a.
Gigonza (léase girgonza): una clase de piedras preciosas.
Golosía: glotonería, ambición.
Guarescer: curar.
Guarir: curar.
Guisar: arreglar.
Gulpeja: vulpeja, zorra.
Haber: riquezas.
Hermar: abandonar.
Homecillo: odio, aversión.
Homiciado: enemistado.
Homiciero: intrigante.
Hora: véase catar hora.
Huyar: llegar a, adelantarse a.
Jarín: jara.
Jarope: jarabe.
Lacerio: molestia.
Laido: feo, reprobable.
Lazdrado: desdichado.
Ledo: contento, alegre.
Librar: sentenciar.
Liento: húmedo.
Lijoso: inmundo.
Lóbregas: bodega.
Luciérnega: luciérnaga, gusano de luz.
Lueñe, llueñe y alueñe: lejos.
Malastrugo: desgraciado.
Malvestad: maldad.
Manga: trompa.
Mantillo: membrana en que está envuelto el feto.
Marrido: apenado, afligido.
Maslo: macho.
Menazón: diarrea, disentería.
Menge: médico.
Mermidones: como Albarhamin, bracmanes.
Mestura: intriga.
Mesturero: cizañero, enredador.
Mezcla: intriga.
Mezclado: indispuesto, intrigado.
Mundificar: limpiar, purificar.
Mur: ratón.
Nadi: nada.
Nocir, nucir: dañar.
Orebs, orebce: orífice, el que trabaja el oro.
Pagarse: estar satisfecho.
Paladinas, en paladinas: públicamente.
Parias: tributo.
Pavón: pavo real.
Pecachado: agachado, acobardado.
Pechar: pagar una deuda.
Pella: pelota.
Pensar: dar pienso, cuidar.
Pesgar: pesar, agobiar.
Pesquerir: buscar.
Pieza: cantidad.
Plado: prado.
Plego: juntura.
Poridat: secreto.
Porná: futuro de poner.
Postema: angina.
Preses: preces, oraciones.
Priado: presto, prontamente.
Profazar: hablar mal, reprender.
Punar: pugnar.
Quedar: aquietar, reposar.
Rabinoso: rabioso.
Rafez: vil, despreciable, barato.
Rebtar: reprender.
Rebto: culpa.
Recabdo: razón.
Recender: exhalar el perfume.
Recudir: replicar, responder.
Refertar: contradecir.
Refez: véase rafez.
Registir: resistir.
Relentescer: humedecerse.
Relieve: restos de comida.
Remasera: nombre de una medicina desconocida.
Repentencia: arrepentimiento.
Repostero: guardador del tesoro.
Respuesto: tesoro.
Salterio: instrumento musical de cuerdas.
Salvar: besar, saludar.
Sartas: se refiere a sartas de perlas.
Saulan: palabra mágica sin significación.
Seían: imperfecto del verbo ser.
Sei, sey: imperativo de ser.
Señero: solo.
Seta: secta.
Sínsamo: sésamo.
Sirgo: seda.
Sísamo: sésamo.
Sobejano: excesivo.
Sobrevienta: sobresalto.
Sol: con solo, solamente.
Sollar: soplar.
Sollón: resollante.
Soseido: sujeto, sometido.
Sospirón: respiradero.
Supitaño: repentino.
Tartalear: removerse inquietamente.
Terrería: astucia.
Terrero: astuto.
Tésico: tósigo, veneno.
Tittuy: gaviota.
Toller: quitar.
Tremedal: paraje cenagoso que retiembla al menor movimiento.
Triaca: véase atriaca.
Trobejar: trebejar, jugar.
Tuerto: a tuerto, injustamente.
Turar: perdurar.
Vagar: véase de vagar.
Vegambre: véase vigambre.
Venar: cazar.
Veridad: verdad.
Vestíblo: animal en general.
Vidigambre, vigambre: veneno.
Vito: alimento.
Vuelto: enemistado.
Y: allí, en esto.
Zanecer: alegrarse, divertirse.
Zoco: plaza, mercado.


Calila y Dimna I-III
[Libro de cuentos: Texto completo]
Anónimo

Capítulo I
Cómo el rey Sirechuel envió a Berzebuy a tierra de India
Dicen que en tiempo de los reyes de los gentiles, reinando el rey Sirechuel, que fue fijo de Cades, fue un homne a que decían Berzebuey, que era físico e príncipe de los físicos del regno; e había con el rey grant dignidad e honra, e cátedra conoscida. Et como quier que era físico conoscido, era sabio e filósofo, et dio al rey de India una petición, la cual decía que fallaba en escripturas de los filósofos que en tierra de India había unos montes en que había tantas yerbas de muchas maneras, e que si conoscidas fuesen e sacadas e confacionadas, que se sacarían dellas melecinas con que resucitasen los muertos; e fizo al rey que le diese licencia para ir huscarlas, et que le ayudase para la despensa, e que le diese sus cartas para todos los reyes de India, que le ayudasen por que él pudiese recabdar aquello por que iba.
Et el rey otorgógelo e aguciólo; et envió con él sus presentes para los reyes donde iba, segunt que era costumbre de los reyes cuando unos enviaban a otros sus mandaderos con sus cartas por lo que habían menester. Et fuese Berzebuey por su mandado, et andudo tanto fasta que llegó a tierra de India. Desí dio las cartas e los presentes que traía a cada uno de aquellos reyes, et demandóles licencia para ir buscar aquello por que era venido. Et ellos diéronle todos licencia e ayuda.
Et duró en coger estas yerbas e plantas grand tiempo, más de un año, et volviéndolas con las melecinas que decían sus libros, et faciendo esto con grand diligencia. Desí probólas en los finados, e non resucitaron ningunos; e entonces dubdó en sus escripturas, e cayó en grand escándalo, et tovo por cosa vergonzosa de tornar a su señor el rey con tan mal recabdo.
E quejóse desto a los filósofos de los reyes de India. Et ellos dijéronle que eso mismo fallaron ellos en sus escripturas que él había fallado, e propiamente el entendimiento de los libros de la su filosofía et el saber que Dios puso en ellos son las yerbas, et que la melecina que en ellos decía son los buenos castigos e el saber, et los muertos que resucitasen con aquellas yerbas son los homnes nescios que non saben cuándo son melecinados en el saber, e les facen entender las cosas, e esplanándolas aprenden de aquellas cosas que son tomadas de los sabios, et luego, en leyendo aprenden el saber et alumbran sus entendimientos.
Et cuando esto sopo Berzebuey buscó aquellas escripturas e fallólas en lenguaje de India e trasladólas en lenguaje de Persia, et concertólas. Desí tornóse al rey su señor. Et este rey era muy acucioso en allegar el saber, e en amar los filósofos más que a otri, e trabajábase en aprender el saber, et amábalo más que a muchos deleites en que los reyes se entremeten. Et cuando fue Berzebuey en su tierra, mandó a todo el pueblo que tomase aquellos escriptos e que los leyesen, et rogasen a Dios que les diese gracia con que los entendiesen, e dioles aquellos que eran más privados en la casa del rey. Et el uno de aquellos escriptos es aqueste libro de Calila e Dimna.
Desí puso en este libro lo que trasladó de los libros de India, unas cuestiones que fizo un rey de India que había nombre Dicelem, et al su aguacil decían Burduben; et era filósofo a quien él más amaba. Et mandóle que respondiese a ellas capítulo por capítulo, et respuesta verdadera e apuesta, et que le diese ejemplos e semejanzas et por tal que viese la certedumbre de su respuesta, et que lo ayuntase en un libro entero, por que lo él tomase por castigo para sí, et que lo dejase después de su vida a los que dél descendiesen.
Et era el primero capítulo del león et del buey, que es después de la estoria de Berzebuey el menge.


Pequeña parábola de “Chindo” perro de ciego
[Cuento. Texto completo]
Camilo José Cela
“Chindo” es un perrillo de sangre ruin y de nobles sentimientos. Es rabón y tiene la piel sin lustre, corta la alzada, flácidas las orejas. “Chindo” es un perro hospiciano y sentimental, arbitrario y cariñoso, pícaro a la fuerza, errabundo y amable, como los grises gorriones de la ciudad. “Chindo” tiene el aire, entre alegre e inconsciente, de los niños pobres, de los niños que vagan sin rumbo fijo, mirando para el suelo en busca de la peseta que alguien, seguramente, habrá perdido ya.
“Chindo”, como todas las criaturas del Señor, vive de lo que cae del cielo, que a veces es un mendrugo de pan, en ocasiones una piltrafa de carne, de cuando en cuando un olvidado resto de salchichón, y siempre, gracias a Dios, una sonrisa que sólo “Chindo” ve.
“Chindo”, con la conciencia tranquila y el mirar adolescente, es perro entendido en hombres ciegos, sabio en las artes difíciles del lazarillo, compañero leal en la desgracia y en la obscuridad, en las tinieblas y en el andar sin fin, sin objeto y con resignación.
El primer amo de “Chindo”, siendo “Chindo” un cachorro, fue un coplero barbudo y sin ojos, andariego y decidor, que se llamaba Josep, y era, según decía, del caserío de Soley Avall, en San Juan de las Abadesas y a orillas de un río Ter niño todavía.
Josep, con su porte de capitán en desgracia, se pasó la vida cantando por el Ampurdán y la Cerdaña, con su voz de barítono montaraz, un romance andarín que empezaba diciendo:
Si t´agrada córrer mon,
algun dia, sense pressa,
emprèn la llarga travessa
de Ribes a Camprodon,
passant per Caralps i Núria,
per Nou Creus, per Ull de Ter
i Setcases, el primer
llogaret de la planúria.
“Chindo”, al lado de Josep, conoció el mundo de las montañas y del agua que cae rodando por las peñas abajo, rugidora como el diablo preso de las zarzas y fría como la mano de las vírgenes muertas. “Chindo”, sin apartarse de su amo mendigo y trotamundos, supo del sol y de la lluvia, aprendió el canto de las alondras y del minúsculo aguzanieves, se instruyó en las artes del verso y de la orientación, y vivió feliz durante toda su juventud.
Pero un día… Como en fábulas desgraciadas, un día Josep, que era ya muy viejo, se quedó dormido y ya no se despertó más. Fue en la Font de Sant Gil, la que está sota un capelló gentil.
“Chindo” aulló con el dolor de los perros sin amo ciego a quien guardar, y los montes le devolvieron su frío y desconsolado aullido. A la mañana siguiente, unos hombres se llevaron el cadáver de Josep encima de un burro manso y de color ceniza, y “Chindo”, a quien nadie miró, lloró su soledad en medio del campo, la historia -la eterna historia de los dos amigos Josep y “Chindo”- a sus espaldas y por delante, como en la mar abierta, un camino ancho y misterioso.
¿Cuánto tiempo vagó “Chindo”, el perro solitario, desde la Seo a Figueras, sin amo a quien servir, ni amigo a quien escuchar, ni ciego a quien pasar los puentes como un ángel? “Chindo”contaba el tránsito de las estaciones en el reloj de los árboles y se veía envejecer -¡once años ya!- sin que Dios le diese la compañía que buscaba.
Probó a vivir entre los hombres con ojos en la cara, pero pronto adivinó que los hombres con ojos en la cara miraban de través, siniestramente, y no tenían sosiego en le mirar del alma. Probó a deambular, como un perro atorrante y sin principios, por las plazuelas y por las callejas de los pueblos grandes -de los pueblos con un registrador, dos boticarios y siete carnicerías- y al paso vio que, en los pueblos grandes, cien perros se disputaban a dentelladas el desmedrado hueso de la caridad. Probó a echarse al monte, como un bandolero de los tiempos antiguos, como un José María el Tempranillo, a pie y en forma de perro, pero el monte le acuñó en su miedo, la primera noche, y lo devolvió al caserío con los sustos pegados al espinazo, como caricias que no se olvidan.
“Chindo”, con gazuza y sin consuelo, se sentó al borde del camino a esperar que la marcha del mundo lo empujase adonde quisiera, y, como estaba cansado, se quedó dormido al pie de un majuelo lleno de bolitas rojas y brillantes como si fueran de cristal.
Por un sendero pintado de color azul bajaban tres niñas ciegas con la cabeza adornada con la pálida flor del peral. Una niña se llamaba María, la otra Nuria y la otra Montserrat. Como era el verano y el sol templaba el aire de respirar, las niñas ciegas vestían trajes de seda, muy endomingados, y cantaban canciones con una vocecilla amable y de cascabel.
“Chindo”, en cuanto las vio venir, quiso despertarse, para decirles:
-Gentiles señoritas, ¿quieren que vaya con ustedes para enseñarles dónde hay un escalón, o dónde empieza el río, o dónde está la flor que adornará sus cabezas? Me llamo “Chindo”, estoy sin trabajo y, a cambio de mis artes, no pido más que un poco de conversación.
“Chindo” hubiera hablado como un poeta de la Edad Media. Pero “Chindo” sintió un frío repentino. Las tres niñas ciegas que bajaban por un sendero pintado de azul se fueron borrando tras una nube que cubría toda la tierra.
“Chindo” ya no sintió frío. Creyó volar, como un leve vilano, y oyó una voz amiga que cantaba:
Si t´agrada córrer mon,
algun dia, sense pressa…
“Chindo”, el perrillo de sangre ruin y de nobles sentimientos, estaba muerto al pie del majuelo de rojas y brillantes bolitas que parecían de cristal.
Alguien oyó sonar por el cielo las ingenuas trompetas de los ángeles más jóvenes.
FIN

Pecado de omisión
[Cuento. Texto completo.]
Ana María Matute
A los trece años se le murió la madre, que era lo último que le quedaba. Al quedar huérfano ya hacía lo menos tres años que no acudía a la escuela, pues tenía que buscarse el jornal de un lado para otro. Su único pariente era un primo de su madre, llamado Emeterio Ruiz Heredia. Emeterio era el alcalde y tenía una casa de dos pisos asomada a la plaza del pueblo, redonda y rojiza bajo el sol de agosto. Emeterio tenía doscientas cabezas de ganado paciendo por las laderas de Sagrado, y una hija moza, bordeando los veinte, morena, robusta, riente y algo necia. Su mujer, flaca y dura como un chopo, no era de buena lengua y sabía mandar. Emeterio Ruiz no se llevaba bien con aquel primo lejano, y a su viuda, por cumplir, la ayudó buscándole jornales extraordinarios. Luego, al chico, aunque le recogió una vez huérfano, sin herencia ni oficio, no le miró a derechas, y como él los de su casa.

La primera noche que Lope durmió en casa de Emeterio, lo hizo debajo del granero. Se le dio cena y un vaso de vino. Al otro día, mientras Emeterio se metía la camisa dentro del pantalón, apenas apuntando el sol en el canto de los gallos, le llamó por el hueco de la escalera, espantando a las gallinas que dormían entre los huecos:

-¡Lope!

Lope bajó descalzo, con los ojos pegados de legañas. Estaba poco crecido para sus trece años y tenía la cabeza grande, rapada.

-Te vas de pastor a Sagrado.
Lope buscó las botas y se las calzó. En la cocina, Francisca, la hija, había calentado patatas con pimentón. Lope las engulló deprisa, con la cuchara de aluminio goteando a cada bocado.

-Tú ya conoces el oficio. Creo que anduviste una primavera por las lomas de Santa Áurea, con las cabras de Aurelio Bernal.

-Sí, señor.

-No irás solo. Por allí anda Roque el Mediano. Iréis juntos.

-Sí, señor.

Francisca le metió una hogaza en el zurrón, un cuartillo de aluminio, sebo de cabra y cecina.

-Andando -dijo Emeterio Ruiz Heredia.

Lope le miró. Lope tenía los ojos negros y redondos, brillantes.

-¿Qué miras? ¡Arreando!

Lope salió, zurrón al hombro. Antes, recogió el cayado, grueso y brillante por el uso, que guardaba, como un perro, apoyado en la pared.

Cuando iba ya trepando por la loma de Sagrado, lo vio don Lorenzo, el maestro. A la tarde, en la taberna, don Lorenzo fumó un cigarrillo junto a Emeterio, que fue a echarse una copa de anís.

-He visto a Lope -dijo-. Subía para Sagrado. Lástima de chico.

-Sí -dijo Emeterio, limpiándose los labios con el dorso de la mano-. Va de pastor. Ya sabe: hay que ganarse el currusco. La vida está mala. El «esgraciado» del Pericote no le dejó ni una tapia en que apoyarse y reventar.

-Lo malo -dijo don Lorenzo, rascándose la oreja con su uña larga y amarillenta- es que el chico vale. Si tuviera medios podría sacarse partido de él. Es listo. Muy listo. En la escuela...

Emeterio le cortó, con la mano frente a los ojos:

-¡Bueno, bueno! Yo no digo que no. Pero hay que ganarse el currusco. La vida está peor cada día que pasa.
Pidió otra de anís. El maestro dijo que sí, con la cabeza. Lope llegó a Sagrado, y voceando encontró a Roque el Mediano. Roque era algo retrasado y hacía unos quince años que pastoreaba para Emeterio. Tendría cerca de cincuenta años y no hablaba casi nunca. Durmieron en el mismo chozo de barro, bajo los robles, aprovechando el abrazo de las raíces. En el chozo sólo cabían echados y tenía que entrar a gatas, medio arrastrándose. Pero se estaba fresco en el verano y bastante abrigado en el invierno.

El verano pasó. Luego el otoño y el invierno. Los pastores no bajaban al pueblo, excepto el día de la fiesta. Cada quince días un zagal les subía la «collera»: pan, cecina, sebo, ajos. A veces, una bota de vino. Las cumbres de Sagrado eran hermosas, de un azul profundo, terrible, ciego. El sol, alto y redondo, como una pupila impertérrita, reinaba allí. En la neblina del amanecer, cuando aún no se oía el zumbar de las moscas ni crujido alguno, Lope solía despertar, con la techumbre de barro encima de los ojos. Se quedaba quieto un rato, sintiendo en el costado el cuerpo de Roque el Mediano, como un bulto alentante. Luego, arrastrándose, salía para el cerradero. En el cielo, cruzados, como estrellas fugitivas, los gritos se perdían, inútiles y grandes. Sabía Dios hacia qué parte caerían. Como las piedras. Como los años. Un año, dos, cinco.

Cinco años más tarde, una vez, Emeterio le mandó llamar, por el zagal. Hizo reconocer a Lope por el médico, y vio que estaba sano y fuerte, crecido como un árbol.

-¡Vaya roble! -dijo el médico, que era nuevo. Lope enrojeció y no supo qué contestar.

Francisca se había casado y tenía tres hijos pequeños, que jugaban en el portal de la plaza. Un perro se le acercó, con la lengua colgando. Tal vez le recordaba. Entonces vio a Manuel Enríquez, el compañero de la escuela que siempre le iba a la zaga. Manuel vestía un traje gris y llevaba corbata. Pasó a su lado y les saludó con la mano.

Francisca comentó:

-Buena carrera, ése. Su padre lo mandó estudiar y ya va para abogado.

Al llegar a la fuente volvió a encontrarlo. De pronto, quiso llamarle. Pero se le quedó el grito detenido, como una bola, en la garganta.

-¡Eh! -dijo solamente. O algo parecido.

Manuel se volvió a mirarle, y le conoció. Parecía mentira: le conoció. Sonreía.

-¡Lope! ¡Hombre, Lope...!

¿Quién podía entender lo que decía? ¡Qué acento tan extraño tienen los hombres, qué raras palabras salen por los oscuros agujeros de sus bocas! Una sangre espesa iba llenándole las venas, mientras oía a Manuel Enríquez.

Manuel abrió una cajita plana, de color de plata, con los cigarrillos más blancos, más perfectos que vio en su vida. Manuel se la tendió, sonriendo.

Lope avanzó su mano. Entonces se dio cuenta de que era áspera, gruesa. Como un trozo de cecina. Los dedos no tenían flexibilidad, no hacían el juego. Qué rara mano la de aquel otro: una mano fina, con dedos como gusanos grandes, ágiles, blancos, flexibles. Qué mano aquélla, de color de cera, con las uñas brillantes, pulidas. Qué mano extraña: ni las mujeres la tenían igual. La mano de Lope rebuscó, torpe. Al fin, cogió el cigarrillo, blanco y frágil, extraño, en sus dedos amazacotados: inútil, absurdo, en sus dedos. La sangre de Lope se le detuvo entre las cejas. Tenían una bola de sangre agolpada, quieta, fermentando entre las cejas. Aplastó el cigarrillo con los dedos y se dio media vuelta. No podía detenerse, ni ante la sorpresa de Manuelito, que seguía llamándole:

-¡Lope! ¡Lope!

Emeterio estaba sentado en el porche, en mangas de camisa, mirando a sus nietos. Sonreía viendo a su nieto mayor, y descansando de la labor, con la bota de vino al alcance de la mano. Lope fue directo a Emeterio y vio sus ojos interrogantes y grises.

-Anda, muchacho, vuelve a Sagrado, que ya es hora...

En la plaza había una piedra cuadrada, rojiza. Una de esas piedras grandes como melones que los muchachos transportan desde alguna pared derruida. Lentamente, Lope la cogió entre sus manos. Emeterio le miraba, reposado, con una leve curiosidad. Tenía la mano derecha metida entre la faja y el estómago. Ni siquiera le dio tiempo de sacarla: el golpe sordo, el salpicar de su propia sangre en el pecho, la muerte y la sorpresa, como dos hermanas, subieron hasta él así, sin más.

Cuando se lo llevaron esposado, Lope lloraba. Y cuando las mujeres, aullando como lobas, le querían pegar e iban tras él con los mantos alzados sobre las cabezas, en señal de indignación, «Dios mío, él, que le había recogido. Dios mío, él, que le hizo hombre. Dios mío, se habría muerto de hambre si él no lo recoge...», Lope sólo lloraba y decía:

-Sí, sí, sí...
FIN

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