miércoles, 28 de agosto de 2013

Individuo, sociedad y lengua de Jorge Luis Porras Cruz



Individuo, Sociedad y Lengua

JORGE LUIS PORRAS CRUZ
(Puertorriqueño, 1910-1970)

I.  Funciones de la lengua

            En un conocido pasaje de la famosa comedia El burgués gentilhombre, de Moliere (1622-1673), el protagonista, M. Jourdain, nuevo rico ansioso de ascender en la escala social, descubre que ha vivido más de cuarenta años hablando en prosa sin saberlo.  Indudablemente, son muchos los que, como el personaje de Moliere, ignoran que hablan en prosa.  Por lo menos, M. Jourdain llegó a enterarse de la verdad, aunque un poco tarde…
            La cuestión, sin embargo, es mucho más trascendental.  No se trata de saber que se habla en prosa y no en verso.  Tal descubrimiento carece de importancia.  El verdadero problema es otro y puede formularse así: ¿tenemos conciencia de esa lengua, usada unas veces en prosa, para la vida diaria, otras—también en prosa—con otros fines, y que empleamos asimismo en la poesía?  La respuesta obvia es que en la generalidad de los hablantes en todo idioma esa conciencia no existe.  ¿Por qué?
            El ser humano dispone de unos cuantos sistemas orgánicos sin los cuales no puede vivir: el sistema respiratorio, el digestivo, etc.  La lengua también es un sistema, no orgánico, aunque moviliza la cooperación de ciertos órganos, son cultural, social, de tipo simbólico, que el hombre necesita para poder subsistir organizado en grupos: comunidad, nación conjunto de países vinculados por el mismo idioma…  Ahora bien, sólo nos hacemos conscientes de que nuestro cuerpo posee un sistema orgánico determinado—respiratorio, digestivo, el que fuere—, cuando éste sufre trastornos en su funcionamiento normal.  Entonces recordamos que tenemos pulmones, estómago, corazón…  En parte, transferimos esta inconsciencia al plano de la lengua: llegamos o conceptuarla como si fuera un sistema orgánico más, cuya realidad y funcionamiento se dan por sentado.  En otras palabras, sólo contadas personas llegan a plantearse el problema de sus relaciones con la lengua vernácula precisamente como problema…  Para la mayoría de los hablantes, su idioma es simplemente un instrumento útil.
            El tener conciencia de lo que es y vale la lengua—punto de partida indispensable para saber usarla eficazmente en las diversas circunstancias de la vida—no puede separarse del conocimiento de las funciones que desempeña y que le confieren categoría de hecho humano básico.  Pensemos en algunas de esas funciones.
            Podríamos distinguir dos clases de funciones de la lengua: las individuales y las sociales.  Esto no debe entenderse, desde luego, en el sentido de que el individuo y la sociedad son realidades independientes la una de la otra.  El individuo completamente divorciado de la sociedad es un producto de la fantasía.  Aun Robinson Crusoe, en la isla desierta, pensaba y sentía como inglés; era por lo tanto, una prolongación de su Inglaterra natal en aquella tierra lejana.  Y, por otro lado, resulta del mismo modo inconcebible una sociedad que no esté formada por individuos.
            El individuo, es, fundamentalmente, un heredero.  Cuando nace, ingresa en una sociedad que no ha contribuido a crear, y usufructúa en su desarrollo una serie de instituciones sociales—la lengua vernácula, la familia, la escuela, el Estado, la economía, la religión y otras más—que ya existían.  Poco a poco va aprendiendo a usar esa rica herencia social, la va entendiendo.  Tal adquisición y tal aprendizaje se realizan sobre todo a través del idioma vernáculo.  Este es, por consiguiente, el medio más seguro con que contamos para que el proceso de progresiva socialización del individuo se logre.
            No siempre nos resignamos, sin embargo, a ser simples herederos.  Recibimos, sí, pero normalmente aspiramos a dar también, y a veces, incluso a crear algo que enriquezca la herencia social.  Pero, ¿cómo podríamos satisfacer nuestras aspiraciones si no poseyéramos un sistema de comunicación y expresión como la lengua, que al facilitar cotidianamente el uso del repertorio de hábitos que llamamos vida—porque nos libra de tener que improvisar en cada momento los modos de decir lo que pensamos, sentimos y necesitamos—, nos permite disponer de tiempo suficiente para dedicarlo a la conquista de esas aspiraciones?  La lengua representa, pues, un sistema probado de servir a las necesidades diarias del individuo con relativa economía de esfuerzo y tiempo.
            En el trato constante con los seres humanos, con la naturaleza y los objetos culturales, se forja paulatinamente la personalidad individual.  Su más fiel espejo es la lengua vernácula, nuestro modo especial de emplearla.  No hay resquicio de la personalidad donde ella—rayo de luz implacable—no penetre, para revelarlo a los demás.  Oímos hablar a alguien y por ello podemos deducir cuál es su profesión u oficio: médico o abogado, carpintero o chofer.  Revela, asimismo, los intereses culturales del hablante: le entusiasma la música, se interesa mucho por la literatura, es un decidido partidario de los deportes… Más aún, nuestra manera de hablar descubre el ambiente donde nos hemos criado: la ciudad, el campo, una aldea de pescadores.  No se le escapa tampoco el nivel académico que hemos alcanzado: cursó estudios superiores; se ve que apenas asistió a la escuela.  La inteligencia misma—no ya la mera preparación académica—puede evidenciarse en la forma de utilizar la lengua.  (Las investigaciones sicológicas demuestran que existe una alta correlación entre inteligencia y habilidad verbal.)  Y, finalmente, el carácter.  A veces unas sencillas frases son la prueba indudable de nuestro modo de ser: alegres o tristes, introvertidos o extravertidos, suspicaces o confiados…  Muy pocos seres humanos llegan a escribir su autobiografía.  Pero en cierto sentido, todos lo hacemos vicariamente, porque hablamos.    
            Las funciones individuales de la lengua no se circunscriben al ámbito del vivir.  El hombre siente la necesidad de salvar aunque sea parte de su experiencia—la sensible, la intelectual y la soñada—de la extinción aneja a todo lo que existe.  Un modo de salvarla es convirtiéndola en arte.  Y la literatura, que consiste en escoger ciertas experiencias, reorganizarlas y darles una estructura y un sentido artísticos, es un quehacer que se realiza con palabras.
            Veamos ahora las principales funciones de la lengua desde el punto de vista social o colectivo.  Señalemos, en primer término, que el hecho de que el hombre haya podido constituir las agrupaciones que denominamos sociedades y crear instituciones como la familia, el Estado, la escuela, la economía, la religión, etc., se debe a que fue capaz de inventar el lenguaje.  Ignoramos la naturaleza y el funcionamiento de éste en sus etapas iniciales, pero parece indiscutible que la convivencia humana, por primitiva que sea, es irrealizable si no se cuenta con un sistema de comunicación que permita a los individuos entenderse unos con otros.  No se conoce ningún grupo humano que haya carecido de lengua.
            No sólo el origen, sino la supervivencia de los grupos humanos como sociedades depende, asimismo, en gran medida, de la lengua.  Esta opera como fuerza cohesora entre los miembros de aquellas.  Hay que aceptar, empero, que ciertos países, como Suiza, han alcanzado una firme unidad nacional, a pesar de que en su territorio se hablan varias lenguas vernáculas.  Sin embargo, la historia indica que la unidad lingüística facilita mucho el logro de la unidad nacional.  Así, cuando el castellano, que era originalmente el dialecto de Castilla, se convierte en español—es decir, en la lengua de toda España, la del Estado, la que goza de mayor prestigio, la preferida por los escritores de las diversas regiones para componer sus obras, por encima de sus respectivas lenguas regionales (gallego, aragonés, leonés, catalán)—, la unidad nacional está asegurada, con la concurrencia, sin duda, de otros factores: religioso, político, militar, económico, cultural.  En Bélgica, donde el sur habla valón, dialecto francés, y el norte, flamenco, dialecto germánico, han sucedido recientemente serios disturbios, a causa, según informa la prensa, de esa diferencia lingüística. 
            Se menciona a menudo otra función social del idioma.  Cada pueblo—como todo individuo—posee su propia manera de entender y expresar el mundo y el hombre, su particular cosmovisión o filosofía de la vida.  Esta cosmovisión o filosofía de la vida, según algunos pensadores y lingüistas, moldea la lengua correspondiente.  Otros sostienen lo opuesto: que el lenguaje es el que da forma a la cosmovisión o filosofía de la vida.  Muchas de las particularidades que distinguen a un idioma de otro se explicarían, si aceptamos la primera idea, como indicios de las diferencias existentes entre las distintas cosmovisiones de las sociedades humanas.  Por ejemplo: en las lenguas romances existe la categoría gramatical que llamamos género, y los sustantivos se clasifican en el género masculino o en el femenino.  (En español, el género neutro aparece en el artículo lo y en las formas pronominales ello, esto, eso y aquello.)  Los idiomas uralo-altaicos, por el contrario, no conocen el género.  De ahí que las ideas que nosotros expresamos mediante los pronombres el, ella y ello—pongamos por caso—se expresen en aquellas lenguas con el mismo pronombre.  En cambio, ¿qué sucede en bantú, grupo de lenguas que hablan en la mayor parte del África meridional unos 60.000.000 de personas?  Pues que utilizan…  ¡veinte géneros!  ¿Se imaginan ustedes las dificultades que tendrían uno de nosotros para llegar a dominar el uso del género en bantú?
            Según el concepto que estamos comentando, esto significaría que en la cosmovisión implícita en las lenguas romances, es muy necesario establecer si las personas, las plantas, los animales y los objetos pertenecen a este o a aquel género, mientras que en la filosofía de la vida que revelan los idiomas uraloaltaicos tal hecho no tiene importancia alguna.  ¿Cuál puede ser la razón de que el bantú haya desarrollado un número tan grande de géneros?
            De igual modo se explicaría porque ciertas palabras se consideran de distinto género en otras lenguas.  Así, Luna es del género femenino en español, pero en alemán pertenece al género masculino (der Mond).  Con Sol sucede a la inversa: es del género masculino en nuestro idioma y del femenino en alemán (die Sonne).  En esta lengua los diminutivos en –chen y –lein son neutros: das Häuschen (la casita); das Vöglein (el pajarito).  Y lo que puede parecernos el colmo: también son del género neutro señorita (das Fräulein) y muchacha (das Mädchen).  Este último caso demuestra que a veces la gramática y la realidad no están de acuerdo.  ¿Por qué?
            Estudiar una lengua extranjera equivaldría, en consecuencia, a posesionarse de la cosmovisión implícita en ella.  De ahí que resulte tan difícil—no imposible, claro—poder hablar y escribir con completo dominio un idioma que no es el nuestro.

II.  La lengua, ¿fenómeno natural o social?
           
            ¿Cómo se originó el lenguaje?  ¿Cuál es la naturaleza de la lengua?  Estos problemas han preocupado al hombre desde la antigüedad, Herodoto, el Padre de la Historia (484-425 a. C.), cuenta el siguiente caso, que comprueba ese interés.  El faraón Psamético, queriendo averiguar cuál era el pueblo más antiguo, ordenó aislar en un parque a una pareja de recién nacidos.  Mandó, además, que se observara cuál era la primera palabra que pronunciaran.  Esa palabra fue bekos, que en la lengua frigia quiere decir pan.  De ese hecho dedujo Psamético una conclusión errónea: que el frigio fue la primera lengua que existió, y que por la tanto, los frigios eran el pueblo más antiguo.  En el supuesto de que los niños hubieran podido subsistir en el aislamiento, lo más seguro es que no hubieran pronunciado palabra alguna del frigio ni de ningún otro idioma.  La razón es clara: una lengua no se hereda, en el sentido biológico, como se heredan los rasgos físicos, sino que se adquiere, se aprende en un ambiente determinado.
            Más provechoso que el “experimento” de Psamético fue sin duda el afán de los griegos por saber si la lengua constituye un hecho natural o social.  Esto es ya plantearse seriamente el problema de la índole o naturaleza de la lengua.  Platón (427-347 a. C.) recoge en su diálogo titulado Cratilo la preocupación del hombre griego por descubrir el ser auténtico de la lengua.  En ese diálogo se habla del origen de las palabras y de si el significado de éstas se deriva de un hecho natural o es pura convención.
            La polémica entre los partidarios de la idea de que el idioma es un hecho natural y los que lo consideraban como un fenómeno social, persiste a través de las épocas, desde la antigüedad griega, hasta recalar en la Lingüística del siglo XIX.
            En 1816, Franz Bopp (1791-1867) había fundado la gramática comparada, inicio de la Lingüística como ciencia.  El proceso de ésta fue rápido y brillante: en poco tiempo aparecen la gramática comparada de las lenguas germánicas, la de las romances, la de esclavas, y así sucesivamente, las de otros grupos de idiomas indoeuropeos.  Se publican también compilaciones de valiosos documentos lingüísticos e importantes trabajos relativos a diferentes aspectos de la lengua.
            La Lingüística toma una orientación positivista y naturalista, guiada por la filosofía prevaleciente entonces.  La aparición del revolucionario libro de Carlos Darwin (1809-1882), El origen de las especies, en 1859, y el éxito que llega a conquistar luego la teoría evolucionista expuesta en esa obra, contribuyen a robustecer la concepción de la lengua como un hecho natural.  Las especies naturales evolucionan; las lenguas también.  Así como las plantas y los animales nacen, se desarrollan, degeneran y mueren, cumpliendo un ciclo vital inevitable, los idiomas pasan fatalmente por un proceso análogo de nacimiento, desarrollo, decadencia y muerte.  Los idiomas son, pues, fenómenos naturales, como los animales y las plantas, y en consecuencia, debe estudiárseles en forma parecida.  Esta concepción naturalista de la lengua está representada por filólogos como Augusto Schleicher (1821-1868).
            Frente a la concepción naturalista, que se impone en la segunda mitad del siglo XIX y pasa a la presente centuria, se levanta la concepción social: el idioma es un fenómeno social, un producto de la cultura y no de la naturaleza.  Por lo tanto, no puede estudiársele con el método de las ciencias naturales.  El francés Miguel Bréal (1839-1915) y el austríaco Hugo Schuchardt (1842-1927) se distinguen en aquella época en la defensa de este criterio y atacan la concepción naturalista de la lengua.
            Hoy día ningún lingüista competente niega que el idioma sea un fenómeno social.  Por otro lado, se sigue aceptando que una lengua puede morir, pero no por causas naturales, sino por razones históricas, culturales.  Multitud de lenguas han desaparecido: los numerosos idiomas ibéricos que el latín traído por los conquistadores romanos desarraigó y de los cuales el único resto vivo es el vasco; el egipcio, el lidio, el sumerio, el asirio, el frigio—lengua que, como vimos, conceptuó el faraón Psamético la más antigua de todas—, el etrusco y muchas más.  La Lingüística contemporánea rechaza asimismo la idea de que toda lengua ha de morir inevitablemente, como un ser humano, una planta o un animal.  El ilustre maestro de la filología hispánica, don Ramón Menéndez Pidal (1869) afirma: “Una lengua puede vivir indefinidamente, como la porción de humanidad que habla dicha lengua, y puede morir sustituida por otra, si le falta la entrañable adhesión de la sociedad que la habla.  Pero mientras la sociedad quiera conservar su lengua, la vitalidad de ésta será perdurable.”

III.  Los cuatro aspectos de la lengua          

El hombre corriente—que no es ningún Platón—coincide, no obstante, con el filósofo griego en un punto: las palabras son la lengua.  De hecho, piensa en el idioma como si fuera un mero conjunto de palabras.  Y sin embargo, no es así.  El vocabulario o léxico forma sólo uno de los cuatro aspectos de la lengua.  Más aún: desde el punto de vista de la Lingüística el vocabulario representa lo más externo y cambiante del idioma; en consecuencia, lo menos característico de éste.  Una lengua puede pertenecer a un determinado grupo lingüístico, a pesar de que gran parte de su léxico provenga de otro origen.  Un buen ejemplo, el inglés: más de la mitad de sus palabras son de procedencia latina; empero, no es un idioma romance, sino germánico, como el alemán, el islandés, el noruego, el sueco, el danés  holandés.
El vocabulario de los idiomas, como el de los individuos, varía en cantidad y en tipos de palabras.  El inglés parece poseer el léxico más rico entre las lenguas de alta cultura hoy día.  El idioma de un país muy industrial—los Estados Unidos, digamos—contará con un vocabulario mucho más abundante en voces relacionadas con la fabricación de objetos que el de un país eminentemente agrícola, y a la inversa.  Cuando se tradujo el Padrenuestro a la lengua de los esquimales, en vez de “el pan nuestro de cada día dánoslo hoy”, se puso: “el pescado nuestro de cada día dánoslo hoy”.  ¿Cómo se explica este cambio?
Ahora bien, sería erróneo creer que todas las lenguas poseen lo que nosotros entendemos por palabras.  (El concepto de palabra es difícil de definir con absoluto rigor científico.)  En los idiomas pertenecientes a la familia denominada incorporante o polisintética—una de las varias clases en que la Lingüística del siglo XIX dividió las lenguas—y a la cual pertenecen el esquimal y ciertas lenguas indias de América, se borra la frontera entre palabra y oración.  Es decir, en estos idiomas se combinan lo que en español serían varias palabras independientes, para formar una extensa palabra compuesta que es realmente una oración, una palabra-oración.  ¿Se ve claro por qué se llama a estos idiomas incorporantes o polisintéticos?
Veamos un ejemplo para ilustrar la explicación, tomado del oneida, lengua india de América del Norte: G-nagla-sl-i-zak-s.  Esta expresión significa: “Estoy buscando una aldea”.  Si se separan los elementos que la componen, ninguno de ellos tendría significado muy definido.  G- quiere decir “Yo”, nagla encierra el sentido de “vivir”, “viviente”; sl- sirve para indicar que nagla funciona como sustantivo; i-, prefijo verbal, señala que zak expresa una idea verbal; zak tiene el sentido de “buscar”, y s- implica acción continua.
No se puede determinar el número justo de términos que atesora una lengua.  Ni siquiera el mejor diccionario merece considerarse como el haber exacto del léxico de un idioma.  Constantemente se crean palabras nuevas—neologismos—, que no figuran en aquél; se introducen voces de otras lenguas—préstamos— y caen en desuso entre las personas cultas algunos términos que desde entonces subsisten sólo entre los incultos o se entierran como fósiles en la lengua escrita—arcaísmos.
El léxico de todas las lenguas—sobre todo el de las de alta cultura—es más o menos mezclado, como hemos visto el caso del inglés.  Se estima que una tercera parte, aproximadamente, del vocabulario romance no es de origen latino.  (Las lenguas romances son diez: tres se hablan en la Península Ibérica—el español, el catalán y el portugués; las restantes son: el rumano, el dalmático, que se habló en parte de Yugoslavia hasta fines del siglo XIX, el sardo, el italiano, el retorromano, el francés y el provenzal.  El español es la lengua romance más importante; la hablan unos 140.000.000 de personas y ocupa un territorio continuo más extenso que ningún otro idioma.)  Las únicas lenguas puras que pueden existir—si las hay—son las de grupos humanos que nunca han tenido contacto de ningún género con otros grupos.  Pureza de lengua implica pobreza de relaciones.  Esto no es incompatible, sin embargo; con el principio de la corrección lingüística, como veremos oportunamente.
¿Por qué se crean palabras?  Una razón perogrullesca es que aparecen objetos o ideas nuevas: televisión, radar, estreptomicina, nazismo, existencialismo, etc.  Surgen también voces porque las palabras tradicionales se desgastan con el uso, se vuelven inexpresivas; y el hombre procura satisfacer siempre su deseo de novedad.  Expresiones como racket—préstamo traído del inglés, o sea, un anglicismo—, chévere, G. I., entre otras muchas, unas cultas, otras populares, responden a ese deseo.  La creación de un tercer grupo de palabras se debe al tabú: por motivos religiosos, morales, sociales o de otra especie, dejan de usarse ciertas palabras, que son sustituidas por otras.  Los hebreos llamaban a Dios, Adonai (el señor), para no decir Yahweh, el verdadero nombre de aquel, que no debía mencionarse.  Durante la época de la prohibición aparecieron en Puerto Rico varios términos para referirse al ron: pitorro, céjeme guardia, mamplé, agua de mangle.  Y el jíbaro teme decir serpiente o culebra porque el reptil puede aparecer, y dice arrastrá para que no aparezca.  ¡Oh, poder mágico del eufemismo!
Las causas de creación de palabras son, por el reverso, las causas de su desaparición.  Desaparecen palabras porque dejan de existir en la cultura viva los objetos o ideas que aquéllas designan—alquimia, yelmo, medias, calzas, ordalía—; por desgaste expresivo—por ejemplo, timo, reemplazada en Puerto Rico y otras partes por racket—, y porque el tabú expulsa de la circulación a alguna de ellas, como serpiente o culebra y ron.  En la lengua hablada funciona una cuarta causa: la supresión de sinónimos.  Al hablar usamos la forma única—cara, pelo—; en la lengua literaria, por contraste, se utilizan varios sinónimos: cara, rostro, faz, y pelo, cabello.
La pronunciación es otro aspecto de la lengua.  Los sonidos forman la parte material, física, de ésta.  Ello es así porque los sonidos tienen cualidades físicas—intensidad, tono, cantidad y timbre—que pueden medirse con aparatos registradores y por otros medios.
Cuando hablamos, los sonidos se transmiten por el aire en forma de ondas.  La intensidad es el grado de fuerza respiratoria con que se pronuncian los sonidos, y depende de la amplitud de onda.  Según su mayor o menor amplitud de onda, se dividen en fuertes y débiles.  El tono es la altura musical del sonido.  Depende de la frecuencia de las vibraciones por unidad de tiempo.  De acuerdo con el tono, los sonidos son agudos (con mayor número de vibraciones) o graves (con menor número de vibraciones).  Se llama cantidad a la duración del sonido.  Como es lógico, para que un sonido pueda oírse debe tener un mínimo de duración.  Desde el punto de vista de la cantidad, los sonidos se clasifican en varios tipos, cuyos extremos son los largos y los breves, con diversos grados intermedios.  Los sonidos adquieren su tono fundamental en las cuerdas vocales.  Al pasar por la boca se les superponen tonos secundarios, debido a la forma y el tamaño que asume aquélla, actuando como caja de resonancia.  El complejo sonoro formado por el tono fundamental y los tonos secundarios es lo que se denomina timbre.  Por su timbre, los sonidos pueden ser agudos o graves.
De igual modo que se distinguen en cuanto al léxico los idiomas entre sí y los grupos e individuos  dentro de la misma lengua, divergen en lo que respectan a la pronunciación.  Ciertos idiomas carecen de determinados sonidos.  Por ejemplo, el latín no tenía sonidos que correspondiesen a los de nuestra ll y ñ.  La proporción de vocales y consonantes varía de una lengua a otra: el español posee un 47,30% de vocales y un 52,70% de consonantes, mientras que para el francés, que es tan bien hawayano tiene sólo siete consonantes: h, k, l, m, n, p, y w.  En nuestra lengua las vocales más a menudo que ninguna otra, y en la última lengua la i aparece tanto como la a y la o.  Mientras en ciertos idiomas, como el español, una consonante o grupo de consonantes no pueden formar sílaba, en otros toda una palabra puede estar constituida exclusivamente por consonantes.  Así, en checo, la palabra prst (dedo).
En cuanto al tono, explica el notable lingüista español don Samuel Gili Gaya: “El español se habla por lo general en tono más grave que el francés o el italiano.”  Se observan diferencias también en la intensidad, la entonación—que es la línea melódica formada por la sucesión de tonos con que hablamos—, el ritmo (la mayor o menor rapidez con que se habla normalmente un idioma), y en los restantes aspectos de una lengua.
Tendemos a juzgar otros idiomas por el efecto que causa en nosotros la manera de pronunciarlos, como revela esta antigua copla:

                       Silbido es la lengua inglesa,
                       canto armonioso la hispana,
                       conversación la francesa,
                       y un suspiro la italiana.

¿De qué nacionalidad suponen ustedes que era el autor de ella?
Además, todos hemos observado que existen divergencias fonéticas entre los varios grupos culturales y sociales y entre un individuo y otro.  No pronuncia igual una persona culta que un analfabeto, un niño de tres años que un adulto de treinta.  Existen modos correctos y modos incorrectos de pronunciar.  Nuestra pronunciación revela, pues, como cualquier otro aspecto de la lengua, quiénes somos.
Lo más característico y duradero de un idioma es su sistema morfológico-sintáctico.  Ya hemos visto que el vocabulario representa lo más externo y cambiante de la lengua.  Se suele definir la morfología como el estudio de las partes de la oración—sustantivo, pronombre, adjetivo, verbo, adverbio, preposición, conjunción, artículo—, o sea, de las categorías de palabras según su papel gramatical, y de las modificaciones que sufren para indicar cambios de sentido: conjugación, género, número, etc.
Si tomamos la palabra casa, por ejemplo, la morfología nos dirá que es un sustantivo singular del género femenino.  Pero tan pronto la unimos a otras palabras para formar una frase u oración, interviene también la sintaxis, pues no puede halarse ni escribirse bien sin unir palabras, sin darles un cierto orden y sin establecer entre ellas otras relaciones necesarias.  Y esto es precisamente lo que estudia la sintaxis: las clases de oraciones, el orden que asignamos a las palabras y las relaciones que existen entre éstas al hablar y escribir.  Volviendo a nuestro ejemplo, si en vez de casa decimos: Juan compró la casa, habremos construido, según la sintaxis, una oración simple, puesto que sólo tiene un sujeto y un predicado, en la cual Juan es el sujeto, compró la casa, el predicado, y casa, el complemento directo del verbo compró.  Pero, además, la sintaxis nos indicará que no podemos situar las palabras de esa oración en un orden arbitrario sin destruir  su sentido.  No sería admisible, pongamos por caso, el orden siguiente: La Juan compró casa.  Asimismo, señala la sintaxis que el hecho de formar parte de un todo impone a los términos de que se compone esa oración relaciones recíprocas: como casa es un sustantivo femenino singular, exige un artículo del mismo género y número.  No podríamos, en consecuencia, decir: Juan compró el casa, o los casa, o las casa.  Este caso, en el cual, como se ve, operan conjuntamente las categorías gramaticales de género y número para establecer relaciones entre las palabras que constituyen la oración, representa un punto en el que se dan la mano la morfología y la sintaxis.  Por la dificultad de separar muchas veces en la lengua lo morfológico de lo sintáctico, algunos lingüistas prefieren emplear la expresión sistema morfológico-sintáctico a hablar de morfología y sintaxis como aspectos separados de la lengua.
La morfología y la sintaxis evolucionan también, pero mucho más despacio que el léxico y la pronunciación.  Se diferencian asimismo de una lengua a otra.  Como ya sabemos, existen idiomas que no poseen género; por el contrario, el bantú dispone de veinte categorías de ese tipo.  En cuanto a la sintaxis, unas lenguas han creado un orden sintáctico más estable que otras: el del inglés es más fijo que el del español.
El latín tenía una sintaxis bastante libre.  Por ejemplo, la oración: “Pedro llama a la muchacha”, podía construirse de varias maneras, sin alterar el significado, con sólo variar el orden sintáctico, aunque unos modos fueran más corrientes o aceptables que otros.  Se podía decir: “Petrus Puellam vocat”, “Puellam vocat Petrus”, “Vocat Petrus Puellam”, “Vocat Puellam Petrus”, “Petrus vocat Puellam”, “Puellam Petrus vocat”.  Esto se debe a que la terminación –m, de puellam, indica que es el complemento directo, y que, por lo tanto, recibe directamente la acción del verbo “vocat”, no importa dónde se le coloque en la oración.  Pero si en inglés cambiamos el orden sintáctico de “Peter calls the girl”, o “The girl calls Peter”, ¿cuál es la diferencia de sentido?  ¿Por qué el inglés no puede hacer lo que el latín, sin alterar el significado de lo que se dice?
El chino posee una sintaxis más fija aun que la del inglés, puesto que como en él las palabras son invariables—es decir, no cambian de forma—tiene que depender más de la colocación u orden sintáctico, para indicar modificaciones del sentido, que el español, por ejemplo, lengua en la cual las palabras sufren alteraciones formales con este propósito (escritor-escritora; libro-libros; am-o, am-as, am-a, am-ar, amar-é, etc.).  De ahí que el chino, para expresar: “Yo te pego”, diga: “Wo ta ni”, mientras que para significar “Tú me pegas”, sólo tiene que alterar el orden sintáctico: “Ni ta wo”.  Obsérvese que en ambos casos las palabras quedan inalteradas.
Las lenguas difieren asimismo unas de otras en cuanto a la categoría gramatical llamado número.  En español distinguimos el singular del plural, pero lenguas indígenas de América y Australia no hacen esta distinción.  Un idioma de Birmania añade todos para formar el plural: en vez de gatos dice gato todos.  El maya emplea ellos con idéntico fin: perro ellos.  Por su parte, el japonés y el malayo utilizan la duplicación: japonés tabi (una vez); tabi tabi (muchas veces); malayo orang (un ser humano), orang orang (seres humanos).  El caso del húngaro es muy curioso.  En nuestra lengua vernácula decimos: un libro, dos, tres… libros; pero el húngaro lo expresa así: könyv (un libro), két könyv (dos libro; es decir, suprime la s en el sustantivo).  Parece que los húngaros razonan de este modo: si dos es plural, ¿para qué añadir s a libro para indicar pluralidad?  ¿No es una repetición innecesaria?  Como ven ustedes, la lógica no funciona de la misma manera en las diferentes lenguas.
Al hablar, nuestra sintaxis se presenta más flexible y espontánea que al escribir, aunque el orden sintáctico de las personas cultas se mantiene más apegado al de la lengua literaria.  Las divergencias de léxico y pronunciación son más numerosas entre los grupos e individuos dentro de una misma lengua que las morfológicas y las sintácticas.

IV.  Unidad y variedad, permanencia y cambio        

El principio de la evolución continua y de la extensa diversificación del idioma se comprueba por doquier sin esfuerzo.  La lengua nunca es uniforme, aunque tiene unidad.  No lo es entre dos países que hablan el mismo idioma, España y Puerto Rico, Inglaterra y Estados Unidos, Francia y Haití.  Para un castellano, pararse significa cesar de moverse; para un puertorriqueño y para otros hispanohablantes, quiere decir ponerse de pie.  En Castilla pronuncian la z (zapato) y la c, cuando está delante de e, i (celos, cita), como un sonido diferente al de la s, que es el que se le da a ambas en la mayor parte del mundo hispánico (sapatos, selos, sita).  Este rasgo se llama seseo.
Tampoco es uniforme la lengua de una región a otra en un país.  Recuérdese, por ejemplo, que en algunos lugares de Puerto Rico llaman vellón a la moneda de cinco centavos, conocida en otros sitios por ficha; vianda, a lo que otros conocen como verdura, y así sucesivamente.  ¡Qué confusión se producirá si una señora de San Juan se muda a Ponce y al pedir en una ferretería de esta ciudad una olla le presentan un caldero y al solicitar un caldero le traen una olla!  Si tales divergencias en el uso lingüístico ocurren en Puerto Rico, isla pequeña, de cultura bastante homogénea y con excelentes medios de comunicación y transporte, ¿no es más explicable que sucedan en países como Rusia, Brasil, Estados Unidos, China y Méjico?
Pero hay más: la lengua se diferencia de una clase social a otra, de un nivel cultural a otro, entre las profesiones y entre los oficios.  No hablan en forma idéntica, una dama aristocrática y una campesina analfabeta, un catedrático de la Universidad y un picador de caña, un médico y un abogado, un zapatero y un albañil.  Nótese cómo ciertas palabras significan cosas distintas para diversas personas: operación para un militar, un cirujano, un banquero, un matemático, un ladrón.  Desde el punto de vista semántico podría sostenerse que en este caso no se trata de una palabra, sino de cinco (La Semántica es la ciencia que estudia los cambios de sentido de las palabras).
Finalmente, el idioma carece de uniformidad en el propio individuo.  Adaptamos nuestro modo de hablar y escribir a las circunstancias del caso: el tema de que tratamos, el propósito que nos guía, la persona a quien nos dirigimos.  Por eso en la conversación más familiar se emplean a veces formas como na, pa, to en lugar de nada, para y todo, ya sea por humorismo, afán de expresividad o simple descuido; giros y modismos vulgares (“¡qué paquetero!” “estoy en el gas”), y no nos esmeramos al pronunciar.  Sin embargo, a ninguna persona bien educada se le ocurriría utilizar esas formas expresivas en una conferencia en el Ateneo o en una recepción palaciega.
Establecido el principio de que la lengua nunca es uniforme, demos una ojeada a las dos modalidades más interesantes entre las que la integran.  La primera distinción que debe hacerse es entre lengua oral o hablada y lengua escrita.  No se trata, desde luego, de lenguas distintas, sino de adaptar el mismo sistema expresivo a situaciones que varían en mayor o menor grado.  Muy al contrario, la lengua oral y la literaria—la variedad más ilustre de la lengua escrita—son interdependientes.  Los hablantes, sobre todo los cultos, consideran la lengua literaria como dechado, y a su vez los escritores recurren a la lengua oral para vitalizar sus formas expresivas.  Una lengua que deja de escribirse y se circunscribe a la conversación degenera gradualmente hasta convertirse en un dialecto rústico.  Y si sólo se le escribe y no se le habla, termina en lengua muerta, como le sucedió al latín en la Edad Media.
La lengua hablada es imprescindible para la cultura; la escrita no.  Por eso Pablo Fretschmer (1866…) afirma que “el lenguaje hablado es el verdadero lenguaje”.  Desde luego, la trascendencia de la lengua escrita resulta cada vez mayor, a  medida que se intensifica la enseñanza, aumenta la circulación de libros, periódicos y revistas y se fomenta el intercambio entre los pueblos, pero la lengua oral continúa conservando su primacía.  La lengua hablada es tan inseparable del hombre que como la lengua vernácula—se ha dicho—, forma “la segunda naturaleza” de éste.
Las diferencias más notables entre una y otra—aparte de la mayor espontaneidad y el rico fondo afectivo de la hablada—se revelan ante todo en el léxico, mucho menos en la sintaxis y la morfología.  La lengua oral se propone casi siempre un fin práctico: comunicar el pensamiento y el sentimiento en forma rápida y económica.  Pero en muchas ocasiones no se conforma con la simple comunicación; necesita lograr la expresividad.  De ahí su alto contenido emocional.  La lengua oral es anterior a la escrita: el hombre habló miles de años antes de escribir.  Señalemos finalmente que aquélla evoluciona en forma más acelerada y profunda que ésta.
Si la lengua, como ya sabemos, cambia ininterrumpidamente y ofrece tal diversidad, han de surgir, como secuela, ciertos problemas.  Uno de ellos es el de la conservación de la unidad del idioma.
Una lengua es un sistema que mantiene su equilibrio—siempre inestable, nunca estático—mediante el juego recíproco de dos fuerzas contrapuestas: la permanencia y el cambio.  Junto a formas que subsisten, otras que mueren o nacen.  Normalmente la evolución lingüística es lenta.  Sólo en períodos de hondas y veloces transformaciones políticas sociales, económicas y culturales se apresura el ritmo de esa evolución.  Esto presupone que en cada momento habrá un caudal de palabras y usos fundamentales que se conserven inalterados.  A tales palabras las llamamos permanentes, no porque puedan cambiar de significado en lo porvenir, sino porque durante siglos han conservado el mismo sentido.  Así sucede con Dios, padre, madre, hijo, agua, tierra, vida, muerte y muchas más.  Fijémonos en que se trata de términos relativos a cuestiones vitales para el hombre.  Que en diversas partes se denomine de modo distinto a una flor o que esas denominaciones se pierdan y sean sustituidas por otras, no altera la estructura básica del idioma ni de la sociedad.
El que continúen usándose esas formas extraordinariamente valiosas, sin sufrir cambio fundamental alguno es lo que asegura la unidad de la lengua.  La enseñanza en el hogar y la escuela, la literatura, el trato social, las técnicas culturales de comunicación en masa—prensa, radio, televisión, cine hablado—y otros medios les confieren permanencia.  La vida, empero, con su incesante mudar, exige en cada período histórico maneras nuevas de transmitir el pensamiento.  Se crean entonces neologismos con los recursos de que dispone el idioma, o se recurre a los préstamos.  Toda innovación lingüística—como dice don Ramón Menéndez Pidal—se origina en un individuo.  Pero mientras la comunidad, o un sector suficientemente prestigioso de ella, no acepte, es decir, no use la forma incipiente, ésta será sólo un hecho de habla, un rasgo individual, pero no formará parte de la lengua.  El idioma sostiene su unidad porque los cambios que le ocurren no son radicales ni bruscos, ni afectan en un momento dado los cimientos mismos del sistema.  Una transformación violenta y rápida destruiría la lengua como medio de comunicación, pues imposibilitaría el que unos y otros se comprendieran.
¿Mantendrá su unidad el español de América, hablado por diecinueve países en un territorio extensísimo, donde las condiciones geográficas, económicas, políticas, sociales y culturales se diferencian tanto de un lugar a otro?  La posibilidad de que nuestra lengua se fragmente en el Nuevo Mundo, dando origen a una serie de idiomas, como le ocurrió al latín vulgar del Imperio Romano, lengua madre de las romanas, ha preocupado a españoles e hispanoamericanos.
Menéndez Pidal resume así las causas de la fragmentación del latín: 1) como consecuencia de las invasiones germánicas (siglo v d. C.), que rompieron la unidad del Imperio Romano, las antiguas provincias de éste se encierran “en un increíble aislamiento” y… “la parálisis de las comunicaciones llega a un grado extremo”; 2) cesa prácticamente el cultivo de la lengua escrita: “la escritura se hizo escasísima”; 3) “se produce agotamiento mental”; es decir, casi se extingue la capacidad creadora.
¿Encontramos en Hispanoamérica una situación parecida, que justifique el temor de que nuestra lengua se fragmente?  No, la realidad es completamente distinta.  En vez de aislamiento, comunicación, intercambio; en lugar de un escaso cultivo de la lengua escrita, una actividad literaria continua y muy fructífera; frente al “agotamiento mental”, la capacidad creadora que se manifiesta pujante en todos los órdenes de la vida.  Y concluye el eminente lingüista español: “Así, el futuro del idioma, en vez de amenazado por la negra nube de la fragmentación, lo prevemos llegar a una más perfecta unificación que la que ahora logra”.

V.  Corrección

El que la lengua se transforme en el tiempo y en el espacio, unido al hecho de que los hablantes de todo momento y lugar forman grupos que divergen entre sí e individualmente por razones de inteligencia, preparación académica, intereses, experiencias y otros factores, plantea el problema de la existencia y validez de las normas lingüísticas.  ¿Qué normas de corrección rigen el idioma?  ¿Quién tiene autoridad para fijarlas?  ¿Cómo se imponen y qué fuerza obligatoria encierran?  ¿Qué encomienda tienen en el mantenimiento de la unidad del idioma?