Individuo,
Sociedad y Lengua
JORGE LUIS PORRAS CRUZ
(Puertorriqueño, 1910-1970)
I. Funciones de la lengua
En un conocido pasaje de
la famosa comedia El burgués gentilhombre, de Moliere (1622-1673), el
protagonista, M. Jourdain, nuevo rico ansioso de ascender en la escala social,
descubre que ha vivido más de cuarenta años hablando en prosa sin saberlo. Indudablemente, son muchos los que, como el
personaje de Moliere, ignoran que hablan en prosa. Por lo menos, M. Jourdain llegó a enterarse
de la verdad, aunque un poco tarde…
La cuestión, sin embargo,
es mucho más trascendental. No se trata
de saber que se habla en prosa y no en verso.
Tal descubrimiento carece de importancia. El verdadero problema es otro y puede
formularse así: ¿tenemos conciencia de esa lengua, usada unas veces en prosa,
para la vida diaria, otras—también en prosa—con otros fines, y que empleamos
asimismo en la poesía? La respuesta
obvia es que en la generalidad de los hablantes en todo idioma esa conciencia
no existe. ¿Por qué?
El ser humano dispone de
unos cuantos sistemas orgánicos sin los cuales no puede vivir: el sistema
respiratorio, el digestivo, etc. La
lengua también es un sistema, no orgánico, aunque moviliza la cooperación de
ciertos órganos, son cultural, social, de tipo simbólico, que el hombre
necesita para poder subsistir organizado en grupos: comunidad, nación conjunto
de países vinculados por el mismo idioma…
Ahora bien, sólo nos hacemos conscientes de que nuestro cuerpo posee un
sistema orgánico determinado—respiratorio, digestivo, el que fuere—, cuando
éste sufre trastornos en su funcionamiento normal. Entonces recordamos que tenemos pulmones, estómago,
corazón… En parte, transferimos esta
inconsciencia al plano de la lengua: llegamos o conceptuarla como si fuera un
sistema orgánico más, cuya realidad y funcionamiento se dan por sentado. En otras palabras, sólo contadas personas
llegan a plantearse el problema de sus relaciones con la lengua vernácula
precisamente como problema… Para la
mayoría de los hablantes, su idioma es simplemente un instrumento útil.
El tener conciencia de lo
que es y vale la lengua—punto de partida indispensable para saber usarla
eficazmente en las diversas circunstancias de la vida—no puede separarse del
conocimiento de las funciones que desempeña y que le confieren categoría de
hecho humano básico. Pensemos en algunas
de esas funciones.
Podríamos distinguir dos
clases de funciones de la lengua: las individuales y las sociales. Esto no debe entenderse, desde luego, en el
sentido de que el individuo y la sociedad son realidades independientes la una
de la otra. El individuo completamente
divorciado de la sociedad es un producto de la fantasía. Aun Robinson Crusoe, en la isla desierta,
pensaba y sentía como inglés; era por lo tanto, una prolongación de su
Inglaterra natal en aquella tierra lejana.
Y, por otro lado, resulta del mismo modo inconcebible una sociedad que
no esté formada por individuos.
El individuo, es,
fundamentalmente, un heredero. Cuando
nace, ingresa en una sociedad que no ha contribuido a crear, y usufructúa en su
desarrollo una serie de instituciones sociales—la lengua vernácula, la familia,
la escuela, el Estado, la economía, la religión y otras más—que ya
existían. Poco a poco va aprendiendo a
usar esa rica herencia social, la va entendiendo. Tal adquisición y tal aprendizaje se realizan
sobre todo a través del idioma vernáculo.
Este es, por consiguiente, el medio más seguro con que contamos para que
el proceso de progresiva socialización del individuo se logre.
No siempre nos resignamos,
sin embargo, a ser simples herederos.
Recibimos, sí, pero normalmente aspiramos a dar también, y a veces,
incluso a crear algo que enriquezca la herencia social. Pero, ¿cómo podríamos satisfacer nuestras
aspiraciones si no poseyéramos un sistema de comunicación y expresión como la
lengua, que al facilitar cotidianamente el uso del repertorio de hábitos que
llamamos vida—porque nos libra de tener que improvisar en cada momento los
modos de decir lo que pensamos, sentimos y necesitamos—, nos permite disponer
de tiempo suficiente para dedicarlo a la conquista de esas aspiraciones? La lengua representa, pues, un sistema
probado de servir a las necesidades diarias del individuo con relativa economía
de esfuerzo y tiempo.
En el trato constante con
los seres humanos, con la naturaleza y los objetos culturales, se forja
paulatinamente la personalidad individual.
Su más fiel espejo es la lengua vernácula, nuestro modo especial de
emplearla. No hay resquicio de la
personalidad donde ella—rayo de luz implacable—no penetre, para revelarlo a los
demás. Oímos hablar a alguien y por ello
podemos deducir cuál es su profesión u oficio: médico o abogado, carpintero o
chofer. Revela, asimismo, los intereses
culturales del hablante: le entusiasma la música, se interesa mucho por la
literatura, es un decidido partidario de los deportes… Más aún, nuestra manera
de hablar descubre el ambiente donde nos hemos criado: la ciudad, el campo, una
aldea de pescadores. No se le escapa
tampoco el nivel académico que hemos alcanzado: cursó estudios superiores; se
ve que apenas asistió a la escuela. La
inteligencia misma—no ya la mera preparación académica—puede evidenciarse en la
forma de utilizar la lengua. (Las
investigaciones sicológicas demuestran que existe una alta correlación entre
inteligencia y habilidad verbal.) Y,
finalmente, el carácter. A veces unas
sencillas frases son la prueba indudable de nuestro modo de ser: alegres o
tristes, introvertidos o extravertidos, suspicaces o confiados… Muy pocos seres humanos llegan a escribir su
autobiografía. Pero en cierto sentido,
todos lo hacemos vicariamente, porque hablamos.
Las funciones individuales
de la lengua no se circunscriben al ámbito del vivir. El hombre siente la necesidad de salvar
aunque sea parte de su experiencia—la sensible, la intelectual y la soñada—de
la extinción aneja a todo lo que existe.
Un modo de salvarla es convirtiéndola en arte. Y la literatura, que consiste en escoger
ciertas experiencias, reorganizarlas y darles una estructura y un sentido
artísticos, es un quehacer que se realiza con palabras.
Veamos ahora las
principales funciones de la lengua desde el punto de vista social o
colectivo. Señalemos, en primer término,
que el hecho de que el hombre haya podido constituir las agrupaciones que
denominamos sociedades y crear instituciones como la familia, el Estado, la
escuela, la economía, la religión, etc., se debe a que fue capaz de inventar el
lenguaje. Ignoramos la naturaleza y el
funcionamiento de éste en sus etapas iniciales, pero parece indiscutible que la
convivencia humana, por primitiva que sea, es irrealizable si no se cuenta con
un sistema de comunicación que permita a los individuos entenderse unos con
otros. No se conoce ningún grupo humano
que haya carecido de lengua.
No sólo el origen, sino la
supervivencia de los grupos humanos como sociedades depende, asimismo, en gran
medida, de la lengua. Esta opera como
fuerza cohesora entre los miembros de aquellas.
Hay que aceptar, empero, que ciertos países, como Suiza, han alcanzado
una firme unidad nacional, a pesar de que en su territorio se hablan varias
lenguas vernáculas. Sin embargo, la
historia indica que la unidad lingüística facilita mucho el logro de la unidad
nacional. Así, cuando el castellano, que
era originalmente el dialecto de Castilla, se convierte en español—es decir, en
la lengua de toda España, la del Estado, la que goza de mayor prestigio, la
preferida por los escritores de las diversas regiones para componer sus obras,
por encima de sus respectivas lenguas regionales (gallego, aragonés, leonés,
catalán)—, la unidad nacional está asegurada, con la concurrencia, sin duda, de
otros factores: religioso, político, militar, económico, cultural. En Bélgica, donde el sur habla valón, dialecto
francés, y el norte, flamenco, dialecto germánico, han sucedido recientemente
serios disturbios, a causa, según informa la prensa, de esa diferencia
lingüística.
Se menciona a menudo otra
función social del idioma. Cada
pueblo—como todo individuo—posee su propia manera de entender y expresar el
mundo y el hombre, su particular cosmovisión o filosofía de la vida. Esta cosmovisión o filosofía de la vida,
según algunos pensadores y lingüistas, moldea la lengua correspondiente. Otros sostienen lo opuesto: que el lenguaje
es el que da forma a la cosmovisión o filosofía de la vida. Muchas de las particularidades que distinguen
a un idioma de otro se explicarían, si aceptamos la primera idea, como indicios
de las diferencias existentes entre las distintas cosmovisiones de las
sociedades humanas. Por ejemplo: en las
lenguas romances existe la categoría gramatical que llamamos género, y los
sustantivos se clasifican en el género masculino o en el femenino. (En español, el género neutro aparece en el
artículo lo y en las formas pronominales ello, esto, eso y aquello.) Los idiomas uralo-altaicos, por el contrario,
no conocen el género. De ahí que las
ideas que nosotros expresamos mediante los pronombres el, ella y ello—pongamos
por caso—se expresen en aquellas lenguas con el mismo pronombre. En cambio, ¿qué sucede en bantú, grupo de
lenguas que hablan en la mayor parte del África meridional unos 60.000.000 de
personas? Pues que utilizan… ¡veinte géneros! ¿Se imaginan ustedes las dificultades que
tendrían uno de nosotros para llegar a dominar el uso del género en bantú?
Según el concepto que
estamos comentando, esto significaría que en la cosmovisión implícita en las
lenguas romances, es muy necesario establecer si las personas, las plantas, los
animales y los objetos pertenecen a este o a aquel género, mientras que en la
filosofía de la vida que revelan los idiomas uraloaltaicos tal hecho no tiene
importancia alguna. ¿Cuál puede ser la
razón de que el bantú haya desarrollado un número tan grande de géneros?
De igual modo se
explicaría porque ciertas palabras se consideran de distinto género en otras
lenguas. Así, Luna es del género
femenino en español, pero en alemán pertenece al género masculino (der Mond). Con Sol sucede a la inversa: es del género
masculino en nuestro idioma y del femenino en alemán (die Sonne). En esta lengua los diminutivos en –chen y
–lein son neutros: das Häuschen (la casita); das Vöglein (el pajarito). Y lo que puede parecernos el colmo: también
son del género neutro señorita (das Fräulein) y muchacha (das Mädchen). Este último caso demuestra que a veces la
gramática y la realidad no están de acuerdo.
¿Por qué?
Estudiar una lengua
extranjera equivaldría, en consecuencia, a posesionarse de la cosmovisión
implícita en ella. De ahí que resulte
tan difícil—no imposible, claro—poder hablar y escribir con completo dominio un
idioma que no es el nuestro.
II. La lengua, ¿fenómeno natural o
social?
¿Cómo se originó el
lenguaje? ¿Cuál es la naturaleza de la
lengua? Estos problemas han preocupado
al hombre desde la antigüedad, Herodoto, el Padre de la Historia (484-425 a.
C.), cuenta el siguiente caso, que comprueba ese interés. El faraón Psamético, queriendo averiguar cuál
era el pueblo más antiguo, ordenó aislar en un parque a una pareja de recién
nacidos. Mandó, además, que se observara
cuál era la primera palabra que pronunciaran.
Esa palabra fue bekos, que en la lengua frigia quiere decir pan. De ese hecho dedujo Psamético una conclusión
errónea: que el frigio fue la primera lengua que existió, y que por la tanto,
los frigios eran el pueblo más antiguo.
En el supuesto de que los niños hubieran podido subsistir en el
aislamiento, lo más seguro es que no hubieran pronunciado palabra alguna del
frigio ni de ningún otro idioma. La
razón es clara: una lengua no se hereda, en el sentido biológico, como se
heredan los rasgos físicos, sino que se adquiere, se aprende en un ambiente
determinado.
Más provechoso que el
“experimento” de Psamético fue sin duda el afán de los griegos por saber si la
lengua constituye un hecho natural o social.
Esto es ya plantearse seriamente el problema de la índole o naturaleza
de la lengua. Platón (427-347 a. C.) recoge
en su diálogo titulado Cratilo la preocupación del hombre griego por descubrir
el ser auténtico de la lengua. En ese
diálogo se habla del origen de las palabras y de si el significado de éstas se
deriva de un hecho natural o es pura convención.
La polémica entre los
partidarios de la idea de que el idioma es un hecho natural y los que lo
consideraban como un fenómeno social, persiste a través de las épocas, desde la
antigüedad griega, hasta recalar en la Lingüística del siglo XIX.
En 1816, Franz Bopp
(1791-1867) había fundado la gramática comparada, inicio de la Lingüística como
ciencia. El proceso de ésta fue rápido y
brillante: en poco tiempo aparecen la gramática comparada de las lenguas
germánicas, la de las romances, la de esclavas, y así sucesivamente, las de
otros grupos de idiomas indoeuropeos. Se
publican también compilaciones de valiosos documentos lingüísticos e
importantes trabajos relativos a diferentes aspectos de la lengua.
La Lingüística toma una
orientación positivista y naturalista, guiada por la filosofía prevaleciente
entonces. La aparición del revolucionario
libro de Carlos Darwin (1809-1882), El origen de las especies, en 1859, y el
éxito que llega a conquistar luego la teoría evolucionista expuesta en esa
obra, contribuyen a robustecer la concepción de la lengua como un hecho
natural. Las especies naturales
evolucionan; las lenguas también. Así
como las plantas y los animales nacen, se desarrollan, degeneran y mueren,
cumpliendo un ciclo vital inevitable, los idiomas pasan fatalmente por un
proceso análogo de nacimiento, desarrollo, decadencia y muerte. Los idiomas son, pues, fenómenos naturales,
como los animales y las plantas, y en consecuencia, debe estudiárseles en forma
parecida. Esta concepción naturalista de
la lengua está representada por filólogos como Augusto Schleicher (1821-1868).
Frente a la concepción
naturalista, que se impone en la segunda mitad del siglo XIX y pasa a la
presente centuria, se levanta la concepción social: el idioma es un fenómeno
social, un producto de la cultura y no de la naturaleza. Por lo tanto, no puede estudiársele con el
método de las ciencias naturales. El
francés Miguel Bréal (1839-1915) y el austríaco Hugo Schuchardt (1842-1927) se
distinguen en aquella época en la defensa de este criterio y atacan la
concepción naturalista de la lengua.
Hoy día ningún lingüista
competente niega que el idioma sea un fenómeno social. Por otro lado, se sigue aceptando que una
lengua puede morir, pero no por causas naturales, sino por razones históricas,
culturales. Multitud de lenguas han
desaparecido: los numerosos idiomas ibéricos que el latín traído por los
conquistadores romanos desarraigó y de los cuales el único resto vivo es el
vasco; el egipcio, el lidio, el sumerio, el asirio, el frigio—lengua que, como
vimos, conceptuó el faraón Psamético la más antigua de todas—, el etrusco y
muchas más. La Lingüística contemporánea
rechaza asimismo la idea de que toda lengua ha de morir inevitablemente, como
un ser humano, una planta o un animal.
El ilustre maestro de la filología hispánica, don Ramón Menéndez Pidal
(1869) afirma: “Una lengua puede vivir indefinidamente, como la porción de
humanidad que habla dicha lengua, y puede morir sustituida por otra, si le
falta la entrañable adhesión de la sociedad que la habla. Pero mientras la sociedad quiera conservar su
lengua, la vitalidad de ésta será perdurable.”
III. Los cuatro aspectos de la
lengua
El hombre corriente—que no es ningún
Platón—coincide, no obstante, con el filósofo griego en un punto: las palabras
son la lengua. De hecho, piensa en el
idioma como si fuera un mero conjunto de palabras. Y sin embargo, no es así. El vocabulario o léxico forma sólo uno de los
cuatro aspectos de la lengua. Más aún: desde
el punto de vista de la Lingüística el vocabulario representa lo más externo y
cambiante del idioma; en consecuencia, lo menos característico de éste. Una lengua puede pertenecer a un determinado
grupo lingüístico, a pesar de que gran parte de su léxico provenga de otro
origen. Un buen ejemplo, el inglés: más
de la mitad de sus palabras son de procedencia latina; empero, no es un idioma
romance, sino germánico, como el alemán, el islandés, el noruego, el sueco, el
danés holandés.
El vocabulario de los idiomas, como el de los
individuos, varía en cantidad y en tipos de palabras. El inglés parece poseer el léxico más rico
entre las lenguas de alta cultura hoy día.
El idioma de un país muy industrial—los Estados Unidos, digamos—contará
con un vocabulario mucho más abundante en voces relacionadas con la fabricación
de objetos que el de un país eminentemente agrícola, y a la inversa. Cuando se tradujo el Padrenuestro a la lengua
de los esquimales, en vez de “el pan nuestro de cada día dánoslo hoy”, se puso:
“el pescado nuestro de cada día dánoslo hoy”.
¿Cómo se explica este cambio?
Ahora bien, sería erróneo creer que todas las
lenguas poseen lo que nosotros entendemos por palabras. (El concepto de palabra es difícil de definir
con absoluto rigor científico.) En los
idiomas pertenecientes a la familia denominada incorporante o polisintética—una
de las varias clases en que la Lingüística del siglo XIX dividió las lenguas—y
a la cual pertenecen el esquimal y ciertas lenguas indias de América, se borra
la frontera entre palabra y oración. Es
decir, en estos idiomas se combinan lo que en español serían varias palabras independientes,
para formar una extensa palabra compuesta que es realmente una oración, una
palabra-oración. ¿Se ve claro por qué se
llama a estos idiomas incorporantes o polisintéticos?
Veamos un ejemplo para ilustrar la explicación,
tomado del oneida, lengua india de América del Norte: G-nagla-sl-i-zak-s. Esta expresión significa: “Estoy buscando una
aldea”. Si se separan los elementos que
la componen, ninguno de ellos tendría significado muy definido. G- quiere decir “Yo”, nagla encierra el
sentido de “vivir”, “viviente”; sl- sirve para indicar que nagla funciona como
sustantivo; i-, prefijo verbal, señala que zak expresa una idea verbal; zak
tiene el sentido de “buscar”, y s- implica acción continua.
No se puede determinar el número justo de términos
que atesora una lengua. Ni siquiera el
mejor diccionario merece considerarse como el haber exacto del léxico de un
idioma. Constantemente se crean palabras
nuevas—neologismos—, que no figuran en aquél; se introducen voces de otras
lenguas—préstamos— y caen en desuso entre las personas cultas algunos términos
que desde entonces subsisten sólo entre los incultos o se entierran como
fósiles en la lengua escrita—arcaísmos.
El léxico de todas las lenguas—sobre todo el de
las de alta cultura—es más o menos mezclado, como hemos visto el caso del
inglés. Se estima que una tercera parte,
aproximadamente, del vocabulario romance no es de origen latino. (Las lenguas romances son diez: tres se
hablan en la Península Ibérica—el español, el catalán y el portugués; las
restantes son: el rumano, el dalmático, que se habló en parte de Yugoslavia
hasta fines del siglo XIX, el sardo, el italiano, el retorromano, el francés y
el provenzal. El español es la lengua
romance más importante; la hablan unos 140.000.000 de personas y ocupa un
territorio continuo más extenso que ningún otro idioma.) Las únicas lenguas puras que pueden
existir—si las hay—son las de grupos humanos que nunca han tenido contacto de
ningún género con otros grupos. Pureza
de lengua implica pobreza de relaciones.
Esto no es incompatible, sin embargo; con el principio de la corrección
lingüística, como veremos oportunamente.
¿Por qué se crean palabras? Una razón perogrullesca es que aparecen
objetos o ideas nuevas: televisión, radar, estreptomicina, nazismo,
existencialismo, etc. Surgen también
voces porque las palabras tradicionales se desgastan con el uso, se vuelven
inexpresivas; y el hombre procura satisfacer siempre su deseo de novedad. Expresiones como racket—préstamo traído del
inglés, o sea, un anglicismo—, chévere, G. I., entre otras muchas, unas cultas,
otras populares, responden a ese deseo.
La creación de un tercer grupo de palabras se debe al tabú: por motivos
religiosos, morales, sociales o de otra especie, dejan de usarse ciertas
palabras, que son sustituidas por otras.
Los hebreos llamaban a Dios, Adonai (el señor), para no decir Yahweh, el
verdadero nombre de aquel, que no debía mencionarse. Durante la época de la prohibición
aparecieron en Puerto Rico varios términos para referirse al ron: pitorro,
céjeme guardia, mamplé, agua de mangle.
Y el jíbaro teme decir serpiente o culebra porque el reptil puede
aparecer, y dice arrastrá para que no aparezca.
¡Oh, poder mágico del eufemismo!
Las causas de creación de palabras son, por el
reverso, las causas de su desaparición.
Desaparecen palabras porque dejan de existir en la cultura viva los
objetos o ideas que aquéllas designan—alquimia, yelmo, medias, calzas,
ordalía—; por desgaste expresivo—por ejemplo, timo, reemplazada en Puerto Rico
y otras partes por racket—, y porque el tabú expulsa de la circulación a alguna
de ellas, como serpiente o culebra y ron.
En la lengua hablada funciona una cuarta causa: la supresión de
sinónimos. Al hablar usamos la forma
única—cara, pelo—; en la lengua literaria, por contraste, se utilizan varios
sinónimos: cara, rostro, faz, y pelo, cabello.
La pronunciación es otro aspecto de la
lengua. Los sonidos forman la parte
material, física, de ésta. Ello es así
porque los sonidos tienen cualidades físicas—intensidad, tono, cantidad y
timbre—que pueden medirse con aparatos registradores y por otros medios.
Cuando hablamos, los sonidos se transmiten por el
aire en forma de ondas. La intensidad es
el grado de fuerza respiratoria con que se pronuncian los sonidos, y depende de
la amplitud de onda. Según su mayor o
menor amplitud de onda, se dividen en fuertes y débiles. El tono es la altura musical del sonido. Depende de la frecuencia de las vibraciones
por unidad de tiempo. De acuerdo con el
tono, los sonidos son agudos (con mayor número de vibraciones) o graves (con
menor número de vibraciones). Se llama
cantidad a la duración del sonido. Como
es lógico, para que un sonido pueda oírse debe tener un mínimo de
duración. Desde el punto de vista de la
cantidad, los sonidos se clasifican en varios tipos, cuyos extremos son los
largos y los breves, con diversos grados intermedios. Los sonidos adquieren su tono fundamental en
las cuerdas vocales. Al pasar por la
boca se les superponen tonos secundarios, debido a la forma y el tamaño que
asume aquélla, actuando como caja de resonancia. El complejo sonoro formado por el tono
fundamental y los tonos secundarios es lo que se denomina timbre. Por su timbre, los sonidos pueden ser agudos
o graves.
De igual modo que se distinguen en cuanto al
léxico los idiomas entre sí y los grupos e individuos dentro de la misma lengua, divergen en lo que
respectan a la pronunciación. Ciertos
idiomas carecen de determinados sonidos.
Por ejemplo, el latín no tenía sonidos que correspondiesen a los de
nuestra ll y ñ. La proporción de vocales
y consonantes varía de una lengua a otra: el español posee un 47,30% de vocales
y un 52,70% de consonantes, mientras que para el francés, que es tan bien
hawayano tiene sólo siete consonantes: h, k, l, m, n, p, y w. En nuestra lengua las vocales más a menudo
que ninguna otra, y en la última lengua la i aparece tanto como la a y la
o. Mientras en ciertos idiomas, como el
español, una consonante o grupo de consonantes no pueden formar sílaba, en otros
toda una palabra puede estar constituida exclusivamente por consonantes. Así, en checo, la palabra prst (dedo).
En cuanto al tono, explica el notable lingüista
español don Samuel Gili Gaya: “El español se habla por lo general en tono más
grave que el francés o el italiano.” Se
observan diferencias también en la intensidad, la entonación—que es la línea
melódica formada por la sucesión de tonos con que hablamos—, el ritmo (la mayor
o menor rapidez con que se habla normalmente un idioma), y en los restantes
aspectos de una lengua.
Tendemos a juzgar otros idiomas por el efecto que
causa en nosotros la manera de pronunciarlos, como revela esta antigua copla:
Silbido
es la lengua inglesa,
canto
armonioso la hispana,
conversación
la francesa,
y
un suspiro la italiana.
¿De qué nacionalidad suponen ustedes que era el
autor de ella?
Además, todos hemos observado que existen
divergencias fonéticas entre los varios grupos culturales y sociales y entre un
individuo y otro. No pronuncia igual una
persona culta que un analfabeto, un niño de tres años que un adulto de
treinta. Existen modos correctos y modos
incorrectos de pronunciar. Nuestra
pronunciación revela, pues, como cualquier otro aspecto de la lengua, quiénes
somos.
Lo más característico y duradero de un idioma es
su sistema morfológico-sintáctico. Ya
hemos visto que el vocabulario representa lo más externo y cambiante de la
lengua. Se suele definir la morfología
como el estudio de las partes de la oración—sustantivo, pronombre, adjetivo,
verbo, adverbio, preposición, conjunción, artículo—, o sea, de las categorías
de palabras según su papel gramatical, y de las modificaciones que sufren para
indicar cambios de sentido: conjugación, género, número, etc.
Si tomamos la palabra casa, por ejemplo, la
morfología nos dirá que es un sustantivo singular del género femenino. Pero tan pronto la unimos a otras palabras
para formar una frase u oración, interviene también la sintaxis, pues no puede
halarse ni escribirse bien sin unir palabras, sin darles un cierto orden y sin
establecer entre ellas otras relaciones necesarias. Y esto es precisamente lo que estudia la
sintaxis: las clases de oraciones, el orden que asignamos a las palabras y las
relaciones que existen entre éstas al hablar y escribir. Volviendo a nuestro ejemplo, si en vez de
casa decimos: Juan compró la casa, habremos construido, según la sintaxis, una
oración simple, puesto que sólo tiene un sujeto y un predicado, en la cual Juan
es el sujeto, compró la casa, el predicado, y casa, el complemento directo del
verbo compró. Pero, además, la sintaxis
nos indicará que no podemos situar las palabras de esa oración en un orden
arbitrario sin destruir su sentido. No sería admisible, pongamos por caso, el
orden siguiente: La Juan compró casa.
Asimismo, señala la sintaxis que el hecho de formar parte de un todo
impone a los términos de que se compone esa oración relaciones recíprocas: como
casa es un sustantivo femenino singular, exige un artículo del mismo género y
número. No podríamos, en consecuencia,
decir: Juan compró el casa, o los casa, o las casa. Este caso, en el cual, como se ve, operan
conjuntamente las categorías gramaticales de género y número para establecer
relaciones entre las palabras que constituyen la oración, representa un punto
en el que se dan la mano la morfología y la sintaxis. Por la dificultad de separar muchas veces en
la lengua lo morfológico de lo sintáctico, algunos lingüistas prefieren emplear
la expresión sistema morfológico-sintáctico a hablar de morfología y sintaxis
como aspectos separados de la lengua.
La morfología y la sintaxis evolucionan también,
pero mucho más despacio que el léxico y la pronunciación. Se diferencian asimismo de una lengua a
otra. Como ya sabemos, existen idiomas
que no poseen género; por el contrario, el bantú dispone de veinte categorías
de ese tipo. En cuanto a la sintaxis,
unas lenguas han creado un orden sintáctico más estable que otras: el del
inglés es más fijo que el del español.
El latín tenía una sintaxis bastante libre. Por ejemplo, la oración: “Pedro llama a la
muchacha”, podía construirse de varias maneras, sin alterar el significado, con
sólo variar el orden sintáctico, aunque unos modos fueran más corrientes o
aceptables que otros. Se podía decir:
“Petrus Puellam vocat”, “Puellam vocat Petrus”, “Vocat Petrus Puellam”, “Vocat
Puellam Petrus”, “Petrus vocat Puellam”, “Puellam Petrus vocat”. Esto se debe a que la terminación –m, de
puellam, indica que es el complemento directo, y que, por lo tanto, recibe
directamente la acción del verbo “vocat”, no importa dónde se le coloque en la
oración. Pero si en inglés cambiamos el
orden sintáctico de “Peter calls the girl”, o “The girl calls Peter”, ¿cuál es
la diferencia de sentido? ¿Por qué el
inglés no puede hacer lo que el latín, sin alterar el significado de lo que se
dice?
El chino posee una sintaxis más fija aun que la
del inglés, puesto que como en él las palabras son invariables—es decir, no
cambian de forma—tiene que depender más de la colocación u orden sintáctico,
para indicar modificaciones del sentido, que el español, por ejemplo, lengua en
la cual las palabras sufren alteraciones formales con este propósito
(escritor-escritora; libro-libros; am-o, am-as, am-a, am-ar, amar-é,
etc.). De ahí que el chino, para
expresar: “Yo te pego”, diga: “Wo ta ni”, mientras que para significar “Tú me
pegas”, sólo tiene que alterar el orden sintáctico: “Ni ta wo”. Obsérvese que en ambos casos las palabras
quedan inalteradas.
Las lenguas difieren asimismo unas de otras en
cuanto a la categoría gramatical llamado número. En español distinguimos el singular del
plural, pero lenguas indígenas de América y Australia no hacen esta
distinción. Un idioma de Birmania añade
todos para formar el plural: en vez de gatos dice gato todos. El maya emplea ellos con idéntico fin: perro
ellos. Por su parte, el japonés y el
malayo utilizan la duplicación: japonés tabi (una vez); tabi tabi (muchas
veces); malayo orang (un ser humano), orang orang (seres humanos). El caso del húngaro es muy curioso. En nuestra lengua vernácula decimos: un
libro, dos, tres… libros; pero el húngaro lo expresa así: könyv (un libro), két
könyv (dos libro; es decir, suprime la s en el sustantivo). Parece que los húngaros razonan de este modo:
si dos es plural, ¿para qué añadir s a libro para indicar pluralidad? ¿No es una repetición innecesaria? Como ven ustedes, la lógica no funciona de la
misma manera en las diferentes lenguas.
Al hablar, nuestra sintaxis se presenta más
flexible y espontánea que al escribir, aunque el orden sintáctico de las
personas cultas se mantiene más apegado al de la lengua literaria. Las divergencias de léxico y pronunciación
son más numerosas entre los grupos e individuos dentro de una misma lengua que
las morfológicas y las sintácticas.
IV. Unidad y variedad, permanencia y
cambio
El principio de la evolución continua y de la
extensa diversificación del idioma se comprueba por doquier sin esfuerzo. La lengua nunca es uniforme, aunque tiene
unidad. No lo es entre dos países que
hablan el mismo idioma, España y Puerto Rico, Inglaterra y Estados Unidos,
Francia y Haití. Para un castellano,
pararse significa cesar de moverse; para un puertorriqueño y para otros
hispanohablantes, quiere decir ponerse de pie.
En Castilla pronuncian la z (zapato) y la c, cuando está delante de e, i
(celos, cita), como un sonido diferente al de la s, que es el que se le da a
ambas en la mayor parte del mundo hispánico (sapatos, selos, sita). Este rasgo se llama seseo.
Tampoco es uniforme la lengua de una región a otra
en un país. Recuérdese, por ejemplo, que
en algunos lugares de Puerto Rico llaman vellón a la moneda de cinco centavos,
conocida en otros sitios por ficha; vianda, a lo que otros conocen como
verdura, y así sucesivamente. ¡Qué
confusión se producirá si una señora de San Juan se muda a Ponce y al pedir en
una ferretería de esta ciudad una olla le presentan un caldero y al solicitar
un caldero le traen una olla! Si tales
divergencias en el uso lingüístico ocurren en Puerto Rico, isla pequeña, de cultura
bastante homogénea y con excelentes medios de comunicación y transporte, ¿no es
más explicable que sucedan en países como Rusia, Brasil, Estados Unidos, China
y Méjico?
Pero hay más: la lengua se diferencia de una clase
social a otra, de un nivel cultural a otro, entre las profesiones y entre los
oficios. No hablan en forma idéntica,
una dama aristocrática y una campesina analfabeta, un catedrático de la
Universidad y un picador de caña, un médico y un abogado, un zapatero y un
albañil. Nótese cómo ciertas palabras
significan cosas distintas para diversas personas: operación para un militar,
un cirujano, un banquero, un matemático, un ladrón. Desde el punto de vista semántico podría
sostenerse que en este caso no se trata de una palabra, sino de cinco (La
Semántica es la ciencia que estudia los cambios de sentido de las palabras).
Finalmente, el idioma carece de uniformidad en el
propio individuo. Adaptamos nuestro modo
de hablar y escribir a las circunstancias del caso: el tema de que tratamos, el
propósito que nos guía, la persona a quien nos dirigimos. Por eso en la conversación más familiar se
emplean a veces formas como na, pa, to en lugar de nada, para y todo, ya sea
por humorismo, afán de expresividad o simple descuido; giros y modismos vulgares
(“¡qué paquetero!” “estoy en el gas”), y no nos esmeramos al pronunciar. Sin embargo, a ninguna persona bien educada
se le ocurriría utilizar esas formas expresivas en una conferencia en el Ateneo
o en una recepción palaciega.
Establecido el principio de que la lengua nunca es
uniforme, demos una ojeada a las dos modalidades más interesantes entre las que
la integran. La primera distinción que
debe hacerse es entre lengua oral o hablada y lengua escrita. No se trata, desde luego, de lenguas distintas,
sino de adaptar el mismo sistema expresivo a situaciones que varían en mayor o
menor grado. Muy al contrario, la lengua
oral y la literaria—la variedad más ilustre de la lengua escrita—son
interdependientes. Los hablantes, sobre
todo los cultos, consideran la lengua literaria como dechado, y a su vez los
escritores recurren a la lengua oral para vitalizar sus formas expresivas. Una lengua que deja de escribirse y se
circunscribe a la conversación degenera gradualmente hasta convertirse en un
dialecto rústico. Y si sólo se le
escribe y no se le habla, termina en lengua muerta, como le sucedió al latín en
la Edad Media.
La lengua hablada es imprescindible para la
cultura; la escrita no. Por eso Pablo
Fretschmer (1866…) afirma que “el lenguaje hablado es el verdadero
lenguaje”. Desde luego, la trascendencia
de la lengua escrita resulta cada vez mayor, a
medida que se intensifica la enseñanza, aumenta la circulación de
libros, periódicos y revistas y se fomenta el intercambio entre los pueblos,
pero la lengua oral continúa conservando su primacía. La lengua hablada es tan inseparable del
hombre que como la lengua vernácula—se ha dicho—, forma “la segunda naturaleza”
de éste.
Las diferencias más notables entre una y
otra—aparte de la mayor espontaneidad y el rico fondo afectivo de la hablada—se
revelan ante todo en el léxico, mucho menos en la sintaxis y la
morfología. La lengua oral se propone
casi siempre un fin práctico: comunicar el pensamiento y el sentimiento en
forma rápida y económica. Pero en muchas
ocasiones no se conforma con la simple comunicación; necesita lograr la
expresividad. De ahí su alto contenido
emocional. La lengua oral es anterior a
la escrita: el hombre habló miles de años antes de escribir. Señalemos finalmente que aquélla evoluciona
en forma más acelerada y profunda que ésta.
Si la lengua, como ya sabemos, cambia
ininterrumpidamente y ofrece tal diversidad, han de surgir, como secuela,
ciertos problemas. Uno de ellos es el de
la conservación de la unidad del idioma.
Una lengua es un sistema que mantiene su
equilibrio—siempre inestable, nunca estático—mediante el juego recíproco de dos
fuerzas contrapuestas: la permanencia y el cambio. Junto a formas que subsisten, otras que
mueren o nacen. Normalmente la evolución
lingüística es lenta. Sólo en períodos
de hondas y veloces transformaciones políticas sociales, económicas y
culturales se apresura el ritmo de esa evolución. Esto presupone que en cada momento habrá un
caudal de palabras y usos fundamentales que se conserven inalterados. A tales palabras las llamamos permanentes, no
porque puedan cambiar de significado en lo porvenir, sino porque durante siglos
han conservado el mismo sentido. Así sucede
con Dios, padre, madre, hijo, agua, tierra, vida, muerte y muchas más. Fijémonos en que se trata de términos
relativos a cuestiones vitales para el hombre.
Que en diversas partes se denomine de modo distinto a una flor o que
esas denominaciones se pierdan y sean sustituidas por otras, no altera la
estructura básica del idioma ni de la sociedad.
El que continúen usándose esas formas
extraordinariamente valiosas, sin sufrir cambio fundamental alguno es lo que
asegura la unidad de la lengua. La
enseñanza en el hogar y la escuela, la literatura, el trato social, las
técnicas culturales de comunicación en masa—prensa, radio, televisión, cine
hablado—y otros medios les confieren permanencia. La vida, empero, con su incesante mudar,
exige en cada período histórico maneras nuevas de transmitir el
pensamiento. Se crean entonces neologismos
con los recursos de que dispone el idioma, o se recurre a los préstamos. Toda innovación lingüística—como dice don
Ramón Menéndez Pidal—se origina en un individuo. Pero mientras la comunidad, o un sector
suficientemente prestigioso de ella, no acepte, es decir, no use la forma
incipiente, ésta será sólo un hecho de habla, un rasgo individual, pero no
formará parte de la lengua. El idioma
sostiene su unidad porque los cambios que le ocurren no son radicales ni
bruscos, ni afectan en un momento dado los cimientos mismos del sistema. Una transformación violenta y rápida
destruiría la lengua como medio de comunicación, pues imposibilitaría el que
unos y otros se comprendieran.
¿Mantendrá su unidad el español de América,
hablado por diecinueve países en un territorio extensísimo, donde las
condiciones geográficas, económicas, políticas, sociales y culturales se
diferencian tanto de un lugar a otro? La
posibilidad de que nuestra lengua se fragmente en el Nuevo Mundo, dando origen
a una serie de idiomas, como le ocurrió al latín vulgar del Imperio Romano,
lengua madre de las romanas, ha preocupado a españoles e hispanoamericanos.
Menéndez Pidal resume así las causas de la
fragmentación del latín: 1) como consecuencia de las invasiones germánicas
(siglo v d. C.), que rompieron la unidad del Imperio Romano, las antiguas
provincias de éste se encierran “en un increíble aislamiento” y… “la parálisis
de las comunicaciones llega a un grado extremo”; 2) cesa prácticamente el
cultivo de la lengua escrita: “la escritura se hizo escasísima”; 3) “se produce
agotamiento mental”; es decir, casi se extingue la capacidad creadora.
¿Encontramos en Hispanoamérica una situación
parecida, que justifique el temor de que nuestra lengua se fragmente? No, la realidad es completamente
distinta. En vez de aislamiento,
comunicación, intercambio; en lugar de un escaso cultivo de la lengua escrita,
una actividad literaria continua y muy fructífera; frente al “agotamiento
mental”, la capacidad creadora que se manifiesta pujante en todos los órdenes
de la vida. Y concluye el eminente
lingüista español: “Así, el futuro del idioma, en vez de amenazado por la negra
nube de la fragmentación, lo prevemos llegar a una más perfecta unificación que
la que ahora logra”.
V. Corrección
El que la lengua se transforme en el tiempo y en
el espacio, unido al hecho de que los hablantes de todo momento y lugar forman
grupos que divergen entre sí e individualmente por razones de inteligencia,
preparación académica, intereses, experiencias y otros factores, plantea el
problema de la existencia y validez de las normas lingüísticas. ¿Qué normas de corrección rigen el
idioma? ¿Quién tiene autoridad para
fijarlas? ¿Cómo se imponen y qué fuerza
obligatoria encierran? ¿Qué encomienda
tienen en el mantenimiento de la unidad del idioma?